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Diez kilómetros al norte de moscú

8 de Abril

Zoya tenía las muñecas y los tobillos atados con un fino alambre de acero tan apretado que cuando trataba de cambiar de posición le cortaba la piel. Tenía los ojos vendados y estaba amordazada y tumbada de lado. No había ninguna manta debajo; nada que amortiguara los baches de la carretera. A juzgar por el ruido del motor y la cantidad de espacio que tenía alrededor, estaba en la parte trasera de un camión. Podía sentir la aceleración y las vibraciones a través del suelo de metal. Cada vez que paraban bruscamente, rodaba hacia atrás y después hacia delante, más como una carcasa que como una persona viva. Una vez recuperada de la desorientación, empezó a visualizar el viaje. Al principio habían hecho muchos giros para sortear el tráfico. Habían estado en una ciudad, Moscú, aunque no podría asegurarlo. En ese momento estaban yendo recto, a una velocidad constante. Debían de haber abandonado la ciudad. Excepto el gruñido del motor del camión, no había ningún otro ruido, y tampoco tráfico. La llevaban a algún lugar remoto. Basándose en eso y en lo poco que les importaba su seguridad —le habían metido un trapo tan a fondo en la garganta que casi se ahogó—, estaba segura de que iba a morir.

¿Cuánto tiempo llevaba secuestrada? No podía saberlo; el paso del tiempo era difícil de calcular. Después de sacarla del piso, la habían drogado. Atrapada en el coche, había visto caer a Raisa. Era lo último que recordaba antes de despertarse, con la cabeza latiéndole, la boca tan seca como el polvo, tirada en el suelo de una cámara de ladrillo sin ventanas. Aunque estaba inconsciente cuando la llevaron allí, tenía la fuerte sensación de que se encontraba bajo tierra. El aire era siempre frío y húmedo; los ladrillos nunca se calentaban y no le daban pistas acerca de si era de día o de noche. El hedor hacía pensar en un sistema de cañerías. A menudo oía sonidos de agua. A veces las vibraciones eran tan fuertes que sentía como si hubiera ríos corriendo por túneles adyacentes. Le daban comida y cama, y sus carceleros no hacían nada por ocultar su identidad. No le hablaban, excepto unas cuantas órdenes y preguntas, y mostraban poco interés en ella más allá de las necesidades básicas para mantenerla con vida. Pero de vez en cuando era vagamente consciente de que alguien la observaba, escondido en la oscuridad del pasillo que había fuera de su celda. Tan pronto como ella se acercaba, tratando de verlo, se escurría en la oscuridad.

Durante las dos semanas anteriores había pensado en la muerte, dándole vueltas y vueltas al tema como si chupara un caramelo. ¿Para qué vivía? No pensaba que fuera a ser rescatada. La idea de la libertad no le hacía soltar lágrimas de alegría. La libertad había consistido en vivir la vida de una escolar poco apreciada e infeliz, odiada y odiosa. No se sentía más sola en cautividad que en casa de Leo. No se sentía más prisionera ahora que antes. El entorno había cambiado. Sus carceleros habían cambiado. La vida era la misma. No lloraba al recordar su dormitorio, ni una comida caliente alrededor de la mesa de la cocina. Ni siquiera lloraba al recordar a su hermana. Quizá Elena sería más feliz sin ella, quizá estuviera impidiendo que su hermana llevara una vida normal y creciera cerca de Leo y Raisa.

«¿Por qué no puedo llorar?».

Se pellizcó. Pero no le sirvió de nada. No podía llorar.

Esperaba que Raisa hubiera sobrevivido a la caída. Esperaba que Elena estuviera a salvo. Pero hasta aquellas esperanzas, por muy sinceras que fuesen, le parecían frías, como si fueran ideas de otras personas sobre lo que tendría que estar sintiendo, más que emociones sentidas con profundidad. Le faltaba un eslabón fundamental en su maquinaria interna; en lugar de conectar las emociones con las experiencias, las ruedas giraban sin sentido. Tendría que estar asustada. Pero se sentía como si estuviera flotando en un baño de tibia resignación. Si querían matarla, podían hacerlo. Si querían liberarla, podían hacerlo. No era una fanfarronería; le daba sinceramente igual.

El camión salió de la carretera y traqueteó por un camino de tierra. Después de un tiempo disminuyó la velocidad e hizo unos cuantos giros más antes de detenerse. Las puertas delanteras se abrieron y se cerraron. Unos pies hicieron crujir el suelo y se acercaron a la parte trasera. Se retiró la lona. Como una carga, Zoya fue alzada y colocada de pie, apenas capaz de sostenerse, pues las laceraciones que le había causado el alambre en los tobillos le hacían difícil guardar el equilibrio. El suelo era de barro áspero y piedras pequeñas. Mareada por el viaje, se preguntó si iría a vomitar. No quería que sus captores pensaran que era débil y estaba asustada. Le quitaron la mordaza. Respiró a fondo. Un hombre empezó a reír, con una risa condescendiente, satisfecha, profunda y lenta, mientras le quitaban el alambre y la venda de los ojos.

Zoya bizqueó ante la luz del día, que parecía tan brillante como si sólo estuviera a un palmo de la superficie del sol. Como un espectro subterráneo atrapado fuera de su madriguera, volvió la espalda al cielo. Fue adaptando la vista y empezó a enfocar el entorno poco a poco. Estaba de pie en un camino de tierra. Delante de ella, en la orilla, había diminutas flores blancas, diseminadas de manera desigual, como salpicaduras de leche. Al alzar la vista vio un bosque. Privados de estímulo, sus ojos se comportaban como una esponja seca arrojada al agua, se ensanchaba, se expandía, absorbía cada gota de color que tenía delante.

Al recordar a sus captores se dio la vuelta. Eran dos. Uno de ellos era un hombre bajo con brazos y cuello gruesos y un torso muy musculado. Todo en él era robusto y aplastado, como si hubiera crecido en una caja demasiado pequeña para él. En contraste, de pie junto a él estaba un chico de unos trece o catorce años, su misma edad. Era flaco y nervudo. Su mirada era astuta. La observaba con franco desprecio, como si estuviera por debajo de él, como si fuera un adulto y ella sólo una niña pequeña. A ella no le gustó nada.

El hombre bajo hizo un gesto hacia los árboles.

—Camina. Estira las piernas. Fraera no quiere que te debilites.

Zoya ya había oído ese nombre antes «Fraera» al pillar fragmentos de conversaciones cuando los vory estaban borrachos y fanfarroneaban. Fraera era su líder. Zoya sólo la había visto una vez. La había arrastrado a su celda. No se había presentado. No hacía falta. El poder flotaba a su alrededor como una túnica. A Zoya no le asustaban los demás hombres rudos, cuya fuerza podía medirse por el grueso de sus brazos, pero le asustaba aquella mujer. Fraera la había observado con frío cálculo, como un maestro artesano que examina un reloj de segunda categoría. Aunque había sido una oportunidad para hacerle una pregunta «¿Qué piensa hacer conmigo?», Zoya, atontada y silenciosa, había sido incapaz de hablar. Fraera no había pasado más de un minuto en la celda antes de marcharse sin haber dicho una sola palabra.

Libre para andar, Zoya salió del camino de tierra y entró en el bosque; se le hundieron los dedos de los pies en el suelo húmedo y la vegetación. Quizá la matarían mientras caminaba hacia los árboles. Quizá ya hubieran alzado las armas. Miró hacia atrás. El hombre estaba fumando. El chico seguía todos sus movimientos. Malinterpretando su mirada, el chico gritó:

—¡Corre y te atraparé!

Ella se estremeció ante su actitud de superioridad. No debería estar tan seguro de sí mismo. Si algo sabía hacer ella, era correr.

Tras dar veinte pasos hacia el interior del bosque, se detuvo y apretó la mano contra un tronco de árbol; deseaba sentir cosas diferentes de la monotonía de los ladrillos fríos y húmedos. A pesar de que la estaban observando, pronto perdió la timidez y se agachó para coger un puñado de tierra. Goterones de agua sucia le cayeron por los lados de la mano. Como una niña criada en un koljós, había trabajado junto a sus padres. De vez en cuando, cuidando los campos, su padre se arrodillaba, cogía un puñado de tierra y la frotaba entre los dedos, rompiendo los terrones, apretándola como la estaba apretando ella ahora. Nunca le había preguntado por qué. ¿Qué significaba para él? ¿O era sólo una costumbre? Lamentaba no haberlo descubierto. Lamentaba muchas cosas, cada segundo perdido, enfadada o jugando a tontadas y sin escuchar cuando él quería hablar, portándose mal y haciendo que sus padres perdieran los nervios. Ahora se habían ido y no volvería a hablar con ellos nunca más.

Zoya abrió el puño y se sacudió la tierra de la mano. No quería seguir recordando más. Si no veía sentido a la vida, seguramente se lo vería a la muerte. La muerte significaría el fin de todos aquellos tristes recuerdos, el final de los lamentos. La muerte parecería menos vacía que la vida. Estaba segura. Se levantó. Aquellos bosques se parecían mucho a los de Kimov, cerca del koljós. Era mejor la monotonía de los ladrillos fríos y húmedos, que no le recordaban nada. Estaba lista para marcharse.

Zoya volvió al camión. Dio un salto, sobresaltada, al ver al hombre bajo y musculoso justo detrás de ella. No le había oído acercarse. La miró desde arriba y esbozó una sonrisa sin apenas dientes. Tiró a un lado el cigarrillo y ella vio dónde caía, ardiendo en tierra húmeda. Se había quitado el abrigo y se estaba enrollando las mangas.

—Las órdenes de Fraera fueron que hicieras algo de ejercicio. Y no has hecho nada.

Extendió la mano y le tocó la parte de arriba de la falda; luego le pasó el dedo sobre la cara como si le estuviera limpiando una lágrima. Tenía las uñas ásperas, mordidas. Bajó la voz.

—No estamos civilizados, como tú. No somos educados, como tú. Si queremos algo, lo cogemos.

Zoya trató de mantener su aspecto valiente y se alejó mientras él se acercaba.

—Lo que mejor hacemos es coger lo que queremos. Lo que mejor hacéis las chicas es someteros. Puedes llamarlo violación. Yo lo llamo… ejercicio.

Lo que aquel hombre quería era miedo; miedo y dominación. Ella no le daría nada de eso.

—Si me tocas, te daré una patada. Si me aplastas contra el suelo, te arañaré los ojos. Si me rompes los dedos, te morderé la cara.

El hombre soltó una risotada.

—¿Y cómo lo harás, pequeña, si te pego y te dejo inconsciente primero?

Cada paso que daba Zoya, él lo repetía, la acorralaba con su enorme cuerpo, hasta que la tuvo contra un árbol, incapaz de seguir moviéndose. Invisibles, las manos de ella palparon el tronco, buscando algo que pudiera usar para defenderse. Rompió una pequeña rama y frotó con el dedo la punta. Tendría que servir. Miró al chico, que vagueaba junto al camión. El hombre siguió la dirección de su mirada y se giró hacia el chico.

—¡Cree que la vas a salvar!

Zoya cogió la rama con todas sus fuerzas y golpeó la cara del hombre con la punta arrancada. Esperaba ver sangre. Pero la rama se rompió y se le deshizo en la mano. El hombre parpadeó sorprendido, le miró la mano y los restos de la rama y, al darse cuenta de lo que había Pasado, se echó a reír.

Zoya saltó hacia delante. El hombre la embistió. Ella lo esquivó. Corrió hacia el camión, sintiendo que él se acercaba. Seguramente el chico la detendría, pero ella no podía verlo. Agarró la puerta del conductor, la abrió y se arrojó dentro. Su perseguidor estaba a unos metros y ya no sonreía. Cogió la manilla y cerró la puerta en el momento en el que él se estrellaba contra ella. Bajó el seguro, con la esperanza de que él no tuviera las llaves. No las tenía; estaban en el contacto. Se arrastró por el asiento del conductor y giró la llave. El motor cobró vida.

Con una idea muy vaga de lo que tenía que hacer, cogió la palanca de las marchas y la metió hacia delante, con un sonido metálico. No ocurrió nada. El hombre se había quitado la camisa y se la había envuelto en el puño; echó el brazo hacia atrás y rompió la ventanilla lateral, salpicando todo de cristales. Incapaz de alcanzar el pedal del acelerador, Zoya se bajó del asiento y apretó con el pie, acelerando el motor. El camión avanzó mientras el hombre abría la puerta y se inclinaba sobre el asiento del pasajero. Zoya se escurrió hacia abajo, lo más lejos del hombre que pudo. Él la cogió del pelo, tirando de ella. Ella gritó y le arañó las manos.

Inexplicablemente, la soltó.

Zoya cayó hacia atrás al suelo de la cabina, agachándose, respirando deprisa. El motor traqueteó. El camión ya no se movía. El hombre había desaparecido. La puerta estaba abierta. Se puso de pie con cautela y miró por encima del asiento del pasajero. Podía oír al hombre, que estaba soltando juramentos. Se estiró un poco más y lo vio tirado en el suelo.

Confusa, Zoya vio al chico de pie allí cerca. Tenía un cuchillo en la mano. La hoja estaba manchada de sangre. El hombre se agarraba la parte de atrás del tobillo, que le sangraba profusamente: tenía los dedos rojos. El chico la miró sin decir nada. Incapaz de ponerse de pie, el hombre trató de coger al chico por las piernas. Éste saltó a un lado. El hombre intentó levantarse pero cayó rápidamente y rodó de espaldas. Tenía cortados los tendones del tobillo. El pie izquierdo le colgaba inútil. Encogió la cara y gritó terribles amenazas. Pero era incapaz de poner en práctica ninguna de ellas y cojeó por el suelo, componiendo una imagen peculiar, letal y al mismo tiempo patética.

El chico ignoró por completo al hombre y se volvió hacia Zoya.

—Sal del camión.

Zoya bajó de la cabina y mantuvo la distancia con el hombre herido. Éste estaba utilizando su camisa para vendarse el pie, se la ataba alrededor del tobillo. El chico limpió la hoja del cuchillo, que desapareció entre los pliegues de su ropa. Sin perder de vista al hombre, Zoya dijo:

—Gracias.

El chico frunció el ceño.

—Si Fraera me hubiera ordenado matarte, lo habría hecho.

Zoya hizo una pausa antes de preguntar:

—¿Cómo te llamas?

Él dudó, sin saber si contestar o no. Finalmente, murmuró:

—Malysh.

Zoya repitió el nombre.

—Malysh.

Zoya miró al hombre herido y luego al camión. Lo había sacado del camino. El hombre golpeaba el suelo y gritaba:

—¡Espera a que los demás sepan lo que has hecho! ¡Te matarán!

Zoya miró al chico y la preocupación cruzó por su rostro.

—¿Es eso verdad?

Malysh lo pensó.

—No es problema tuyo. Vamos a volver andando. Si tratas de escapar, te corto el cuello. Si me sueltas de la mano, aunque sea para meterte el dedo en la nariz…

Complacida de conocer, al fin, la identidad de su admirador secreto, Zoya terminó su frase:

—¿Me cortarás el cuello?

Malysh ladeó la cabeza y la miró con suspicacia, preguntándose si no estaría burlándose de él. Para tranquilizarlo, Zoya extendió la mano y le cogió la suya.