El mismo día

Leo observaba desde la parte baja de las escaleras mientras el nuevo líder de la rebelión empujaba la puerta metálica, tratando de abrirla. Estaban atrapados y no tenían modo de llegar al puente. El líder había perdido a muchos compañeros vory al intentar liberarse. Los había dirigido desde atrás, evitando las balas. La tromba de agua lo había arrojado escaleras abajo. Leo miró al suelo; estaba con el agua hasta los tobillos, una masa que iba de un lado a otro desestabilizando el navío. No había modo de bombearla en medio de aquella hostilidad. No se podía cooperar. Si entraba más, el barco volcaría. Se hundirían en la oscuridad, incapaces de salir, encerrados en una prisión helada de metal. Pero la precaria condición del barco interesaba poco al nuevo líder, un convicto revolucionario que estaba decidido a triunfar o morir.

El motor de carbón empezó a chisporrotear. Había que mantenerlo en marcha. Dirigiéndose a los prisioneros que quedaban, pidió ayuda.

—Tenemos que mantener el carbón seco y alimentar el fuego.

El líder de los convictos volvió a entrar en la sala de máquinas, burlón.

—Si no nos liberan, nos cargamos el motor.

—Si perdemos potencia, el barco no podrá navegar y se hundirá. Tenemos que hacer que el motor siga funcionando. Nuestras vidas dependen de ello.

—Y las suyas. Si cortamos la energía, tendrán que hablar con nosotros. Tendrán que negociar.

—Nunca abrirán esas puertas. Si rompemos el motor, abandonarán el barco. Tienen balsas salvavidas, suficientes para ellos, pero no para nosotros. Nos dejarán ahogarnos.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Ya lo han hecho antes! ¡A bordo de Dzhurma! Los prisioneros entraron en el almacén, robaron comida y quemaron todo lo demás, los sacos de arroz, los estantes de madera, esperando que los guardias bajaran corriendo. No lo hicieron. Dejaron que todo ardiera. Todos los prisioneros se asfixiaron.

Leo cogió una pala. El jefe de los convictos negó con la cabeza.

—¡Déjala!

Leo lo ignoró y empezó a echar carbón para alimentar el motor. Abandonado, ya estaba comenzando a enfriarse. Ninguno de los otros ayudaba, a la espera de ver cómo se resolvía el conflicto. Leo calibró a su oponente, no muy seguro de poder con él. Hacía mucho que no peleaba con nadie. Leo apretó más la pala y se preparó. Para su sorpresa, el convicto sonrió.

—Adelante. Palea el carbón como un esclavo. Hay otra salida.

El convicto agarró otra pala, trepó sobre el tabique roto y pasó a la bodega de los prisioneros. Leo se quedó allí, dudando entre seguir echando carbón o ir detrás del convicto. Al cabo de un momento se oyó el clamor del metal golpeando metal. Leo corrió a la abertura en el muro y se encontró con la oscuridad de la bodega. Bizqueando, vio que el vory estaba en lo alto de la escalera, golpeando la escotilla con la pala. Para un hombre corriente, la tarea habría sido inútil. Pero su fuerza era tal que la escotilla estaba empezando a ceder, arqueándose ante la presión. Finalmente, el metal se rompería. Leo gritó:

—¡Si rompes la escotilla, el agua entrará a raudales! No se podrá volver a cerrar. ¡Si la bodega se llena, el barco se hundirá!

De pie en lo alto de los escalones, golpeando la escotilla con una fuerza colosal, el convicto cantó a sus compañeros:

—¡Antes de morir voy a ser libre! ¡Voy a morir como un hombre libre!

Incansable al parecer, estaba mellando la escotilla, apuntando cada impacto al lugar donde había golpeado antes.

No se podía saber cuánto tiempo aguantaría la escotilla. Una vez rota, no se podría arreglar. Leo tenía que actuar ya. Luchar solo sería una tarea imposible. Tenía que conseguir la ayuda de los demás prisioneros. Se volvió hacia ellos, dispuesto a arengarlos.

—Nuestras vidas dependen de…

Su voz no se oía por encima de los golpes y la tormenta. Nadie iba a ayudarlo.

Leo se aferró al escalón más bajo, tratando de guardar el equilibrio en el oscilante barco. El convicto había enroscado las piernas alrededor de los largueros de la escalera metálica y se había estabilizado en una postura mientras seguía lanzando golpes contra la escotilla. Al ver que Leo subía hacia él, le apuntó con la pala destrozada. El oponente de Leo tenía la posición más elevada. La única posibilidad sería tirarle de las piernas para hacerle caer. El prisionero se puso en una postura defensiva, con la pala echada hacia atrás.

Antes de que Leo pudiera volver a colocarse, unas balas atravesaron la escotilla y le dieron al prisionero en la espalda. Con la boca llena de sangre, el vory se miró perplejo el pecho. La tormenta lo arrojó al suelo desde el escalón superior. Leo se quitó de en medio y dejó que el hombre cayera al agua. Más balas horadaron la escotilla y pasaron junto a la cara de Leo. Saltó y aterrizó en el agua, fuera de la línea de fuego.

Miró a su alrededor. El vory estaba muerto, caído boca abajo. Había aparecido un nuevo peligro. La escotilla estaba atravesada de agujeros de bala. El agua se colaba por ellos en una espesa lluvia cada vez que una ola rompía sobre la cubierta. Si no podían taponar los agujeros, el nivel del agua subiría y el barco se daría la vuelta. Era fundamental que Leo subiera los escalones para tapar los agujeros. El barco seguía balanceándose de un lado a otro y el agua se colaba por la escotilla. El nivel del agua de la bodega subía y salpicaba la caldera de carbón, cada vez más fría. Leo no podía esperar más. El barco estaba luchando por estabilizarse. Tenía que actuar ya.

Leo le quitó la ropa al convicto muerto y la rasgó en tiras. Dispuesto a subir, puso un pie en el escalón de abajo, mientras lo empapaban chorros de agua que caían de la escotilla rota. Su vida dependía de la inteligencia del guardia, al que no veía.