El mismo día

Timur, zarandeado de un lado a otro, tropezaba por los estrechos pasillos del Stary Bolshevik y chocaba con las paredes al tratar de cerrar las dos puertas de acceso que conducían a la sala de máquinas. Estaba en el puente cuando el barco había caído desde la cresta de la ola, como si hubiera salido de un acantilado de agua que se desmoronara, la proa cayendo unos treinta metros antes de golpear la base de un seno de agua. Timur había caído hacia delante, catapultado por encima del equipo de navegación, y había acabado en el suelo. Los paneles de acero del navío reverberaron con la energía del impacto. Al enderezarse y mirar por la ventana, lo único que pudo ver fue agua espumosa precipitándose hacia él, arremolinándose gris, blanca y negra, y estuvo seguro de que el barco se hundía y que iba directo al fondo cuando la proa volvió a levantarse, dirigida hacia el cielo.

El capitán había llamado a la sala de máquinas para comprobar los daños. No hubo respuesta; las llamadas no se respondían. Seguía habiendo potencia, el motor funcionaba, el casco no se había quebrado. El movimiento hacia arriba del barco evitaba que se inundara en exceso. Si el casco externo estaba intacto, la única explicación para la pérdida de comunicación era que el tabique de madera se hubiera roto como una ramita. Los convictos ya no estaban encerrados; podían haber entrado en la sala de máquinas y subir las escaleras y llegar a la torre principal. Si los prisioneros alcanzaban los niveles superiores, matarían a todo el mundo y guiarían el barco hacia aguas internacionales, donde podían pedir asilo a cambio de propaganda anticomunista. Quinientos convictos contra una tripulación de treinta personas, de las cuales sólo veinte eran guardias.

El control de los niveles inferiores, los que estaban debajo de la cubierta, se había perdido. No podía recuperar la sala de máquinas ni salvar a la tripulación que trabajaba allí. Pero era posible sellar aquellos compartimentos para atrapar a los convictos en los niveles más bajos del barco. Desde la sala de máquinas había dos puntos de acceso distintos. Timur se dirigía hacia el primero. Otro grupo de guardias habían sido enviados al segundo. Si alguna de las puertas estaba abierta, si alguna caía en manos de los reclusos, el barco estaría perdido.

Giró a la derecha y a la izquierda, se lanzó hacia abajo por el último tramo de escaleras y llegó a la base de la torre. Podía ver la primera puerta de acceso justo delante de él: al final del pasillo. Estaba abierta y oscilaba hacia delante y hacia atrás, golpeándose contra las paredes de hierro. El barco se levantó en vertical y arrojó a Timur al suelo a cuatro patas. La pesada puerta metálica se abrió de golpe, revelando una horda de convictos que subían desde la sala de máquinas, al menos treinta o cuarenta rostros. Se vieron al mismo tiempo, la puerta estaba a medio camino. Ambos lados se miraron a través de la división entre la libertad y la cautividad.

Los convictos se lanzaron hacia delante. Timur contraatacó, levantándose de un salto, corriendo, saltando hasta la puerta en el momento en que una masa de manos apretaba por el lado contrario, empujando en dirección opuesta. No podía aguantarlos mucho tiempo; se le escurrían los pies hacia atrás. Casi lo habían conseguido. Sacó su pistola.

La tormenta impulsó el barco hacia un lado, apartando a los convictos de la puerta y lanzando todo el peso de Timur hacia ella. La puerta se cerró de golpe. Echó el cerrojo y lo aseguró. Si la tormenta hubiera inclinado el barco hacia el otro lado, lo habría arrojado al suelo y los convictos habrían pasado por encima de él como una estampida. Al ver que se les escapaba la libertad, golpearon con los puños la puerta, maldiciendo. Pero sus voces eran débiles y sus golpes inútiles. La gruesa puerta metálica estaba cerrada.

El alivio de Timur fue temporal, y se vio interrumpido por el sonido de la ametralladora desde el otro lado del barco. Los reclusos debían de haber pasado por la otra puerta.

Corriendo, tropezando, pasó junto a las dependencias abandonadas de la tripulación, dobló la esquina y vio a dos oficiales agachados, disparando. Llegó hasta su posición, alzó su pistola y apuntó en la misma dirección. Había cuerpos en el suelo entre ellos y la segunda puerta de acceso, prisioneros muertos y algunos vivos que pedían ayuda. La puerta crítica que bajaba al nivel de debajo de la cubierta —era ya el único punto por el que los prisioneros podían acceder— había sido asegurada con un tablón que sobresalía en el centro. Aunque Timur corriera hasta la puerta, no había manera de cerrarla. Los oficiales, aterrados, disparaban sin apuntar, las balas hacían saltar chispas en el metal y retumbaban letalmente, al azar, por el pasillo. Timur hizo un gesto para que los oficiales bajaran las armas.

Los charcos de agua en el suelo imitaban los salvajes movimientos del mar, corriendo de un lado a otro. Los prisioneros no estaban avanzando y permanecían a salvo tras la puerta. No había duda de que les costaba encontrar entre sus aguerridas huestes a los veintitantos dispuestos a sacrificar sus vidas saltando hacia delante para controlar el pasillo. Al menos ese número moriría antes de que los guardias fueran vencidos.

Timur se hizo con una de las ametralladoras y apuntó al tablón. Disparó, saltaron astillas, y caminó hacia delante al mismo tiempo. El tablón se estaba desintegrando bajo el constante fuego. La puerta podría cerrarse con cerrojo y el último punto de acceso quedaría clausurado. Timur saltó hacia delante. Antes de que pudiera alcanzar la manilla, hubo tres empujones más. No había forma de cerrar la puerta. Sin munición, Timur retrocedió.

Habían llegado otros cuatro guardias, que se habían colocado al final del pasillo, lo que hacía un total de siete, un triste contingente para hacer frente a quinientos. Desde que tuvieron las primeras bajas, los prisioneros no habían intentado un segundo avance. Si una parte no estaba preparada para sacrificar sus vidas, no había manera de avanzar. Sin duda estarían pensando en otras formas de ataque. Uno de los oficiales susurró:

—Metamos las armas por el hueco de la puerta. Ellos no tienen armas. Soltarán el tablón y cerraremos la puerta.

Tres oficiales asintieron y corrieron hacia delante.

No habían dado más que un par de pasos cuando la puerta se abrió de golpe. Aterrados, los oficiales abrieron fuego, sin que sirviera de nada. Los prisioneros más adelantados estaban usando a los miembros heridos de la tripulación como escudos humanos: cuerpos quemados que llevaban como arietes, sin piel, rostros abrasados que gritaban.

El oficial más adelantado trató de retroceder y su arma disparó inútilmente a su colega. El convicto le lanzó el cuerpo y tiró al oficial al suelo. Los guardias redirigieron las balas hacia los pies de los prisioneros. Varios cayeron, pero había demasiados y se movían muy deprisa. La columna de prisioneros seguía avanzando. Al cabo de unos minutos controlarían el pasillo, desde donde se extenderían al resto del barco. Lincharían a Timur. Paralizado, ni siquiera podía disparar la pistola. ¿De qué servían seis disparos contra quinientos? Era tan inútil como disparar al mar.

Se le ocurrió una idea. Se dio la vuelta y corrió hacia la puerta exterior, la que se abría hacia la cubierta. La abrió de par en par, revelando el salvaje mar, una masa mareante de agua. Cada uno de los guardias llevaba un chaleco salvavidas. Acopló su gancho al alambre que corría alrededor de la torre, un sistema diseñado para evitar que los hombres fueran arrastrados de la cubierta por el agua.

Mirando hacia atrás, vio que sólo quedaban dos oficiales. Muchos prisioneros estaban muertos, pero un número al parecer inagotable se agolpaba tras ellos. Timur gritó hacia el mar, desafiándolo, convocándolo:

—¡Vamos!

El barco cayó hacia delante, mostrando a Timur un profundo hueco. Después, lentamente, se alzó. Una montaña de agua crecía hacia él, con la blanca cresta muy alta, tapando el cielo. Se precipitó contra el costado del barco e inundó el pasillo. Timur fue arrastrado hacia atrás, inmerso en el mar. El agua llenó al completo el espacio. El frío lo atontó. Estaba indefenso, incapaz de moverse y de pensar, arrastrado por el pasillo.

El gancho de seguridad lo detuvo. La ola había roto sobre el buque. El barco contrarrestó el movimiento, inclinándose hacia el otro lado. El agua se vació tan rápido como había entrado. Timur cayó al suelo, jadeando, observando los resultados de la ola. El muro de prisioneros había sido arrojado hacia atrás, algunos al suelo, pero la mayoría escaleras abajo. Antes de que pudieran reaccionar, se soltó y corrió hacia delante con la ropa empapada y pesada, las botas chirriando sobre los cuerpos muertos de guardias y prisioneros, víctimas de la refriega. Cerró la puerta de un golpe y la aseguró. Los niveles de bajo cubierta estaban controlados.

No había tiempo que perder. La puerta que daba al mar estaba abierta de par en par; otra montaña de agua podía inundar el interior y hacer volcar al barco. Timur retrocedió hacia la puerta de la cubierta exterior. Una mano lo agarró. Uno de los prisioneros que estaban vivos tiró de Timur, trepó por encima de él y le apuntó a la cabeza con una ametralladora. No podía fallar. Apretó el gatillo. Sin munición, o estropeada por el agua del mar, la ametralladora no disparó.

Ante aquella segunda oportunidad, Timur volvió a la vida y le destrozó la nariz al prisionero de un puñetazo que le hizo girar sobre sí mismo y terminar con la cara en un charco de agua. Una vez más, el barco empezó a inclinarse, esta vez para desventaja de Timur; el agua se fue, lo que permitió respirar al prisionero. Los cadáveres se deslizaban por el pasillo hasta la cubierta. Timur y el prisionero herido resbalaban en la misma dirección, luchando entre sí, a unos pocos metros de la caída al mar.

Al pasar junto a la puerta, Timur extendió la mano, agarró el cable de seguridad y le dio una patada al prisionero que lo sacó a la cubierta. Una segunda ola corría hacia ellos. Timur se impulsó hacia dentro y cerró la puerta. Al mirar por la pequeña ventana de cristal, directamente a los ojos del prisionero, vio cómo la ola se acercaba. Las vibraciones le llegaron a las manos. Cuando el agua se retiró, el prisionero ya no estaba.