El mismo día

Tumbado de espaldas en la oscuridad, Leo escuchaba la fuerte lluvia que golpeaba la cubierta. El barco había empezado a oscilar y cabecear de un lado a otro. Dibujó el barco mentalmente, imaginando si aguantaría una tormenta. Robusto, como un gigantesco pulgar de acero, era ancho, lento y estable. La única parte —además de la chimenea— que sobresalía por encima de la cubierta era la torre donde se encontraban las dependencias de los guardias y de la tripulación. Leo se tranquilizó al pensar en la edad del barco; debía de haber sobrevivido a muchas tormentas a lo largo de su vida.

La litera se sacudió cuando una ola golpeó uno de los lados y rompió sobre la cubierta; un ruido de chapoteo que trajo consigo una huella visual, la cubierta fundiéndose durante un instante con el mar. Leo se enderezó. La tormenta arreciaba. Se vio obligado a agarrarse a los lados de la litera mientras el barco se balanceaba con violencia. Los prisioneros empezaron a gritar al caerse de sus literas; los chillidos retumbaban en la oscuridad. Estar tan alto se había convertido en una desventaja. El marco de madera era inestable. La estructura no estaba fijada al casco. Las literas podían caerse y tirar a sus ocupantes al suelo. Leo estaba a punto de bajar cuando una mano le agarró la cara.

Con el viento y las olas, con la conmoción, no había oído acercarse a nadie. El aliento del hombre olía a podredumbre. Tenía la voz ronca.

—¿Quién eres?

Parecía autoritario; seguramente sería el jefe de una banda. Leo estaba seguro de que no estaba solo; sus hombres debían de andar cerca, en las otras literas, a los lados, debajo. Era imposible luchar. No podría ver al hombre con el que peleaba.

—Me llamo…

El hombre lo interrumpió.

—No me interesa tu nombre. Quiero saber quién eres. ¿Por qué estás aquí, entre nosotros? No eres un vory. No eres como yo. Puede que seas político. Pero te he visto haciendo flexiones, te he visto haciendo ejercicio y sé que no eres político. Ésos se esconden en un rincón, lloran como niños y se lamentan porque no van a ver a sus familias nunca más. Tú eres otra cosa. Me pone nervioso no saber lo que hay en el corazón de una persona. No me importa si es asesinato o robo, ni siquiera me importa si son himnos, rezos y buenas obras, sólo quiero saber. Así que te lo repito: ¿quién eres?

El hombre parecía totalmente indiferente al hecho de que el barco estuviera siendo sacudido por la tormenta como un juguete. Todas las literas se balanceaban; lo único que las mantenía aún fijas era el peso de los hombres que permanecían en ellas. Los prisioneros saltaban al suelo y caían unos encima de otros. Leo trató de razonar con aquel hombre.

—¿Y si hablamos cuando acabe la tormenta?

—¿Por qué? ¿Tienes algo que hacer?

—Tengo que salir de esta litera.

—¿Sientes esto?

La punta de un cuchillo rozó el vientre de Leo.

Bruscamente, el barco se levantó con un movimiento tan repentino y poderoso que parecía que la mano de un dios del mar estuviera debajo de ellos, empujándolos fuera del océano e impulsándolos hacia el cielo. De forma repentina el movimiento se detuvo, la velocidad desapareció, la mano acuosa se convirtió en un chorro y el Stary Bolshevik cayó y comenzó a hundirse.

La proa golpeó el agua. Con la fuerza de una detonación, el impacto hizo crujir todo el barco. Con un chasquido sincronizado, todas las literas se rajaron y cayeron. Durante un segundo Leo quedó suspendido en la oscuridad, cayendo, sin tener ni idea de lo que habría debajo. Se giró para caer boca abajo, empujando con las manos hacia el suelo. Hubo un crujido de huesos rompiéndose. Sin saber si estaba herido, si se le había roto algún hueso, se quedó quieto en el suelo, sin aliento y aturdido. No sintió ningún dolor. Palpando el suelo que tenía debajo, se dio cuenta de que había caído sobre otro prisionero, sobre el pecho de un hombre. El ruido había sido el de las costillas de aquel hombre al romperse. Leo le buscó el pulso y descubrió que una astilla de madera le salía del cuello.

Se puso de pie, vacilante. El barco se ladeó hacia un lado y luego hacia el otro. Alguien lo agarró por los tobillos. Le preocupó que fuera el jefe de la banda sin nombre y sin rostro y se soltó de una patada, pero se dio cuenta de que era más probable que fuese alguien que buscaba ayuda desesperada. Sin tiempo de enmendar aquel error, el barco volvió a alzarse, en un ángulo más cerrado aún que la vez anterior, apuntando hacia el cielo. Las literas aplastadas, ahora sueltas, se deslizaron hacia él, amontonándose. Los fragmentos afilados y letales chocaron contra sus brazos y piernas. Los prisioneros, incapaces de mantenerse agarrados al resbaladizo suelo, cayeron, golpeándolo, una avalancha de madera y cuerpos muertos.

Empujado hacia abajo por el muro de personas y maderos, Leo trató de encontrar a ciegas algo con lo que estabilizarse, algo que pudiera agarrar. El barco estaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Algo metálico le cortó la cara. Leo cayó tropezando y rodó hasta que golpeó la pared trasera, las planchas calientes que separaban a los convictos del potente motor de carbón. Junto a la pared había un montón de prisioneros que habían caído de las camas, esperando a que el barco cabeceara hacia el otro lado y cayeran sin poderlo evitar. Agarrándose a cualquier cosa fija que pudieran pillar, temían ser arrojados hacia delante, hacia lo desconocido. Leo tocó el casco: estaba suave y frío. No había nada a lo que agarrarse. El barco interrumpió su subida, encaramado en la cresta de una ola.

Leo estuvo a punto de ser arrojado hacia delante. Quedaría indefenso y todos caerían sobre él, aplastándolo. Incapaz de ver nada, trató de recordar la disposición del lugar. Los escalones que subían hacia la escotilla de cubierta eran su única posibilidad. El barco cayó hacia delante, acelerando su caída libre. Leo se arrojó en la dirección que suponía que estaban los escalones. Cayó sobre algo duro —los travesaños de metal— y consiguió pasar un brazo alrededor de ellos justo cuando la proa del barco golpeaba el agua.

Hubo un segundo impacto, como una detonación; la fuerza fue tremenda. Leo estaba seguro de que el barco se había partido en dos, como si un martillo destrozara una cascara de nuez. Esperaba ver un muro de agua, pero en lugar de eso oyó el sonido de la madera rompiéndose, como troncos de árbol que se parten en dos. Hubo gritos. El brazo de Leo, agarrado al escalón, recibió tal tirón que estuvo seguro de que se lo había dislocado. Pero no entraba agua. El casco estaba intacto.

Leo miró hacia atrás y vio humo. No podía oler el humo, podía verlo. ¿De dónde venía la luz? El ruido del motor se había intensificado. La pared de madera se había roto. Se veía la sala de máquinas. En el centro había una caldera roja, brillante, rodeada por los restos destrozados de literas y cuerpos retorcidos.

Leo guiñó los ojos para adaptarlos a la luz al salir de la oscuridad permanente. Su sujeción ya no era segura: los prisioneros —los hombres más peligrosos del sistema penal— tenían ahora acceso a las dependencias de la tripulación y a la cubierta del capitán, a la que se podía llegar desde la sala de máquinas. El oficial que estaba a cargo de mantener el motor en marcha, cubierto de polvo de carbón, alzó las manos en señal de rendición. Un convicto saltó hacia él y le golpeó contra el motor al rojo vivo. El oficial chilló: la peste de la carne quemada llenó el aire. Él trató de liberarse del metal, pero el convicto lo sujetó con rapidez, disfrutando mientras el hombre se quemaba vivo, con los ojos en blanco, escupiendo saliva. El alegre prisionero gritó:

—¡Tomemos el barco!

Leo reconoció la voz. Era el hombre de la litera, el jefe de la banda con el cuchillo, el hombre que lo quería muerto.