El mismo día

Genrikh corrió hacia delante y miró por un lado. Un bloque hundido de hielo pasaba lentamente junto a ellos. La punta no era mayor que un coche y la mayor parte de su masa, que estaba sumergida, formaba una enorme sombra azul oscuro. El casco parecía intacto. De la bodega no llegaban gritos de los prisioneros. No había vías de agua. Sintiendo el sudor bajo su piel de reno, señaló al capitán que el peligro había pasado.

En los primeros viajes del año, la proa solía colisionar a veces con restos de masa de hielo, choques que hacían un ruido amenazador contra el viejo casco. Antes, aquellas colisiones aterrorizaban a Genrikh. El Stary Bolshevik era un barco débil; no valía para el transporte de mercancías ni para el comercio, y sólo servía para llevar convictos; apenas era capaz de abrir un surco en el agua y mucho menos de cortar el hielo. Construido para llevar una velocidad de once nudos, el navío propulsado por carbón nunca conseguía llegar a mucho más de ocho, y resoplaba más que una mula coja. Al cabo de los años el humo que salía de la única chimenea, colocada hacia la popa, se había vuelto más oscuro y espeso, y el navío se movía más lento mientras que los crujidos eran cada vez más fuertes. Pero a pesar de que el barco cada vez era peor, Genrikh había ido perdiendo poco a poco el miedo al mar. Podía dormir durante las tormentas y comer hasta cuando los platos y los cubiertos traqueteaban de un lado a otro. No es que se hubiera vuelto más valiente, sino que otro miedo más apremiante había ocupado el lugar del anterior: miedo a sus compañeros los guardias.

En su primer viaje había cometido un error que nunca había podido enmendar y que sus camaradas nunca le habían perdonado.

Durante el gobierno de Stalin, los guardias conspiraban frecuentemente con los urki, los delincuentes profesionales. Los guardias organizaban un traspaso de una o dos mujeres prisioneras al recinto de los hombres. A veces la cooperación de las mujeres se compraba con falsas promesas de comida. A veces eran drogadas. A veces las arrastraban, peleando, chillando y gritando. Dependía de los gustos de los urki, muchos de los cuales disfrutaban tanto de una pelea como del sexo. El pago por esta transacción era información sobre los presos políticos, convictos sentenciados por crímenes contra el Estado. Informes de cosas que se decían, conversaciones medio oídas, información que los guardias podían convertir en valiosas denuncias escritas cuando el barco llegaba a tierra. Como pequeño suplemento, los guardias hacían turnos finales con las mujeres inconscientes, consumando una lealtad tan vieja como el propio sistema de gulags. Genrikh había rechazado educadamente unirse a ellos. No los había amenazado con denunciarlos ni había mostrado su desaprobación. Se había limitado a sonreír y a decir:

No es para mí.

Palabras que había llegado a lamentar con más amargura que cualquier otra cosa que hubiera hecho nunca. Al principio lo habían ignorado. Él pensó que eso duraría una semana. Había durado siete años. A veces, atrapado a bordo, rodeado de océano, se había vuelto loco de soledad. No siempre todos los guardias se unían a las violaciones, pero cada guardia había participado en alguna ocasión. A él nunca le ofrecieron la posibilidad de enmendar su error. El insulto inicial siguió sin corregir, pues no había expresado una preferencia como «Hoy no me apetece», sino una reacción visceral: «Esto está mal». A veces, al recorrer la cubierta por la noche, deseando tener a alguien con quien hablar, se había vuelto para ver a los guardias reunidos lejos de él. En la oscuridad lo único que distinguía eran sus cigarrillos, rojos puntos que brillaban hacia él como ojos llenos de odio.

Ya no le preocupaba que el mar fuera a tragarse el barco o que el hielo rajase el casco. Su miedo era que una noche se durmiera y despertara con los brazos y las piernas sujetos por los demás guardias, arrastrado como arrastraban a las mujeres, peleando, gritando, y fuera arrojado por la borda y cayera en el negro y helado océano, donde se sumergiría indefenso durante uno o dos minutos, viendo cómo las luces del barco se hacían cada vez más pequeñas.

Por primera vez en siete años, aquellos miedos ya no le preocupaban. Todos los guardias del barco habían sido sustituidos. Quizá su marcha había tenido que ver con las reformas que barrían los campos. No lo sabía. No importaba: todos se habían ido, excepto él. Lo habían dejado atrás, lo habían excluido de su cambio de suerte. Por una vez, la exclusión le parecía perfecta. Se encontró en medio de un nuevo grupo de guardias, ninguno de los cuales lo odiaba, ninguno de los cuales sabía nada de él. Volvía a ser un extraño. El anonimato era maravilloso, se sentía como si se hubiera curado milagrosamente de una enfermedad terminal. Ante aquella oportunidad de empezar de cero, pretendía hacer todo lo que estuviera en su mano para asegurarse de que formaba parte del equipo.

Se giró y vio a uno de los nuevos guardias fumando en el otro lado de la cubierta, mirando a la oscura línea del horizonte, sin duda atraído por el ruido de la colisión. Era un hombre alto, de hombros anchos y de treinta y tantos años, con la actitud de un líder. El hombre, Iakov Messing, había hablado muy poco durante el viaje. No había proporcionado ninguna información sobre sí mismo y Genrikh seguía sin saber si se iba a quedar a bordo del barco o sólo estaba de camino a otro campo. Duro con los prisioneros, reticente con los demás guardias, muy buen jugador de cartas y físicamente fuerte, había muy pocas dudas de que si se formaba un nuevo grupo, como había ocurrido en el último barco, se haría con Iakov en el centro.

Genrikh cruzó la cubierta y le saludó con un movimiento de cabeza; hizo un gesto hacia su paquete de cigarrillos baratos.

—¿Puedo?

Iakov le ofreció el paquete y un mechero. Nervioso, Genrikh cogió un cigarrillo, lo encendió e inhaló profundamente. El humo le rascó la garganta. Fumaba pocas veces e hizo lo que pudo para simular que estaba disfrutando de la experiencia, compartiendo un placer mutuo. Era imprescindible causar una buena impresión. Pero no tenía nada que decir. Iakov casi había acabado su cigarrillo. Pronto volvería dentro. La oportunidad podría no volver a surgir; los dos solos. Era el momento de hablar.

—Ha sido un viaje tranquilo.

Iakov no dijo nada. Genrikh tiró la ceniza al mar y continuó:

—¿Es la primera vez que vienes? A bordo, quiero decir. Sé que es la primera vez que vienes en este barco, pero me estaba preguntando si… has estado en otros. Como éste.

Iakov contestó con una pregunta.

—¿Cuánto tiempo llevas a bordo?

Genrikh sonrió, aliviado por poder contestar.

—Siete años. Y las cosas han cambiado. No sé si han cambiado para mejor. Estos viajes solían ser algo…

—¿Cómo?

—Ya sabes… toda clase de… Buenos tiempos. Ya sabes lo que quiero decir.

Genrikh sonrió para subrayar la insinuación. El rostro de Iakov era impasible.

—No. ¿Qué quieres decir?

Genrikh se vio obligado a explicarse. Bajó la voz, susurrando, tratando de convertir a Iakov en su cómplice.

—Normalmente, el segundo o tercer día, los guardias…

—¿Los guardias? Tú eres un guardia.

Un desliz: había sugerido que estaba fuera del grupo y ahora le estaban preguntando si había sido así. Aclaró la cuestión:

—Me refiero a mí, a nosotros.

Puso énfasis en la palabra «nosotros» y luego la dijo otra vez para asegurarse.

—Hablábamos a los urki para ver si estaban dispuestos a hacernos una oferta, una lista de nombres, una lista de los políticos, alguien que hubiera dicho alguna tontería. Les preguntábamos qué querían a cambio de esa información: alcohol, tabaco… mujeres.

—¿Mujeres?

—¿Has oído hablar de «coger el tren»?

—Refréscame la memoria.

—La fila de hombres que esperan turno, con las convictas. Yo era siempre el último vagón, por así decirlo. Ya sabes, del tren de hombres, los que esperaban turno.

Rió.

—Mejor el último que nada, digo yo.

Hizo una pausa, mirando hacia el mar con las manos en las caderas, deseando observar la reacción de Iakov. Repitió nervioso:

—Mejor que nada.

Bizqueando a la tenue luz del atardecer, Timur Nesterov estudió la cara del joven que se jactaba de sus historias de violaciones. El hombre quería que le palmearan la espalda, lo felicitaran y le aseguraran que aquéllos eran los buenos tiempos. El disfraz de Timur como guardia de prisión, como el oficial Iakov Messing, dependía de que permaneciera invisible. No podía destacar. No podía llamar la atención. No estaba allí para juzgar a aquel hombre ni para vengar a aquellas mujeres. Pero era difícil no imaginar a su esposa como convicta a bordo de aquel barco. En el pasado, había estado a punto de ser detenida. Era hermosa y habría estado a la merced del deseo de aquel joven.

Timur arrojó el cigarrillo al mar y se dirigió al interior. Estaba casi a la puerta de la torre cuando el guardia le gritó:

—¡Gracias por el cigarrillo!

Timur se detuvo, confuso ante aquella mezcla de buenas maneras y salvajismo exhibicionista. A sus ojos, Genrikh era más un niño que un hombre. Como un niño tratando de impresionar a un adulto, el joven oficial señaló al cielo.

—Va a haber tormenta.

Estaba cayendo la noche y a lo lejos se veía el resplandor de los relámpagos que silueteaban las negras nubes, nubes con la forma de los nudillos de un puño gigante.