El mismo día

El aire estaba rancio y pútrido, calentado por el tembloroso motor de carbón que se encontraba en el compartimento adyacente. Los convictos no tenían acceso al motor, pero su calor se colaba por la separación de madera, un basto añadido al diseño original del barco. Al principio del viaje, cuando el frío era helador, los prisioneros se peleaban por las literas más cercanas al motor. Al cabo de los días, a medida que subía la temperatura, esos mismos prisioneros se peleaban por las literas más alejadas. Dividida en una red de estrechos pasillos, con largas filas de literas a ambos lados, la bodega bajo la cubierta había sido transformada en una colmena, infestada de prisioneros. Leo tenía la cama de arriba de una litera, un espacio por el que luchaba y que defendía, apreciada por su situación elevada, lejos del suelo asqueroso y resbaladizo. Cuanto más débil fueras, más abajo estabas; como si los prisioneros hubieran pasado por un colador y se hubieran separado en capas darwinianas. Varias farolas que en las pasadas semanas habían emitido una luz tenue y sucia de hollín —como estrellas vistas a través de la polución de la ciudad— se habían quedado sin queroseno y había dejado una oscuridad tan total que Leo no podía verse las manos aunque se estuviera rascando la cara.

Aquella noche era la del séptimo día en el mar. Había contado los días con tanto cuidado como había podido, procurando ir al retrete, cosa que no siempre se permitía, para poder ser consciente del tiempo. En cubierta, con una ametralladora dirigida hacia ellos, los prisioneros hacían cola para usar el agujero destinado al ancla, un agujero que iba directamente al océano. El proceso se convertía en una espantosa pantomima cuando los prisioneros trataban de conservar el equilibrio sobre las revueltas aguas, azotados por los vientos helados, tropezando y arrastrándose. Algunos, incapaces de esperar, perdían el control de sus esfínteres, se lo hacían todo encima y yacían sobre sus propios excrementos, esperando hasta que se secaran para empezar a moverse otra vez. La importancia psicológica de la limpieza era evidente. Una persona podía perder la cordura después de sólo siete días allí abajo. Leo se consolaba pensando que aquellas condiciones eran temporales. Su principal preocupación era estar en forma. Muchos prisioneros se habían debilitado después de meses de tránsito, los músculos ablandados por la inactividad y la mala comida, la mente ablandada por la perspectiva de diez años de trabajo en las minas. Leo hacía ejercicio con regularidad y mantenía el cuerpo duro y la mente centrada en la tarea que tenía por delante.

Después de su encuentro con Fraera en el agujero de tierra dejado por la iglesia de Santa Sofía, había vuelto al hospital. Raisa había sobrevivido a la cirugía y los médicos confiaban en su total recuperación. Al despertar, lo primero que hizo fue preguntar por Zoya y Elena. Al ver lo pálida y débil que estaba, Leo le prometió que estaba concentrado enteramente en su hija secuestrada. Raisa, al oírle contar las exigencias de Fraera, se limitó a decir:

—Haz lo que sea necesario.

Fraera se había hecho con el control de una pandilla de criminales. Que Leo supiera, ella no era un torpedy, un simple soldado de a pie; era la avtoritet, la jefa. Normalmente, los miembros de una pandilla criminal, el vory, despreciaban a las mujeres. Escribían canciones sobre su amor hacia sus madres, se mataban unos a otros si alguien las insultaba, pero no creían en absoluto que las mujeres fueran sus iguales. De algún modo, la esposa de un sacerdote, una mujer que se había pasado la vida a la sombra de su marido, ayudándolo en su carrera, había conseguido penetrar en el vorovskoi mir. Más sorprendente aún era que hubiese conseguido llegar a lo más alto. Fraera estaba integrada en sus rituales: con el cuerpo cubierto de tatuajes y su nombre sustituido por un klikuja, un apodo vory. Refugiada en el secretísimo vorovskoi mir, sus operaciones se financiarían seguramente gracias a los rateros y al comercio del mercado negro. Si desde el principio su objetivo había sido la venganza, había escogido bien a sus aliados. Las pandillas de vory eran las únicas organizaciones que el Estado no controlaba. No había posibilidad de infiltrarse en sus filas; llevaría demasiado tiempo. Habría sido necesario que un oficial pasara años escondido, que asesinara y violara para probarse a sí mismo. No es que el Estado no pudiera encontrar un candidato adecuado, sino que siempre había considerado irrelevantes a los vory. Las pandillas estaban motivadas por su propio sistema interno, cerrado, de lealtad y recompensa. Ninguno de ellos había mostrado interés por la política hasta entonces, hasta que apareció Fraera.

Si la exigencia de Fraera de que liberaran a su marido hubiera llegado antes de los asesinatos, habría sido factible. El sistema penal estaba alterado después del discurso de Jruschev. Leo hubiera podido solicitar una dispensa especial, una desestimación o una libertad condicional anticipada para Lazar, que tenía una sentencia de veinticinco años. La complicación habría sido la renovada campaña antirreligiosa de Jruschev. Sin embargo, después de los asesinatos no había posibilidad de negociación para la liberación de Lazar. No se aceptaría ningún trato. Fraera era una terrorista que debía ser perseguida y ejecutada, independientemente de que hubiera secuestrado a Zoya o no. La pandilla de Fraera había sido clasificada como célula contrarrevolucionaria. Para empeorar las cosas, no había hecho intento alguno por disminuir su sed de sangre. En los días inmediatos al secuestro de Zoya, los hombres de Fraera habían asesinado a varios oficiales, hombres y mujeres que habían servido bajo las órdenes de Stalin. Algunos habían sido torturados como ellos habían torturado a otros. Al enfrentarse a un reflejo de sus propios crímenes, los escalones más altos del poder se quedaban aterrorizados. Exigían la ejecución de todos los miembros de la célula de Fraera y de cada hombre o mujer que los hubiera ayudado.

Por suerte, el jefe de Leo, Frol Panin, era un hombre ambicioso. A pesar de la búsqueda que habían puesto en marcha el KGB y la milicia en Moscú, no habían encontrado rastro alguno de Fraera y su grupo. Las peticiones clamorosas para que fuera capturada se respondieron con el silencio. La prensa no informó nada acerca de aquellos hechos y prefirió la celebración de las estadísticas industriales en los días que siguieron a la más impresionante de las ejecuciones, como si los números pudieran empañar los rumores que corrían por las calles. Los agentes estaban sacando a sus familias de la ciudad. Se detectó un aumento de las peticiones de vacaciones. La situación era intolerable. Panin, que ansiaba la gloria de ser el que atrapara a Fraera, el manto del heroico mata monstruos, veía a Lazar como un cebo. Como no podía disponer que Lazar fuera liberado por los canales normales sin admitir que el Estado había sido chantajeado, la única opción era darle la posibilidad de escapar. Panin suponía que su proyecto tendría poderosos apoyos y procedía con el consentimiento tácito de los jefes.

Lazar era un convicto en la región de Kolyma, en el Gulag 57. La huida se consideraba imposible. Nadie lo había logrado nunca. La seguridad en muchos de los gulags era poco más que su emplazamiento: no había medios para sobrevivir fuera del recinto. Las posibilidades de atravesar a pie el cruel y extenso terreno eran nulas. Si Lazar desaparecía, sería declarado muerto. Con la ayuda de Panin, era una cuestión sencilla entrar en el gulag, falsificar los papeles necesarios e introducir a Leo como un prisionero. Pero salir no sería tan fácil.

El casco vibró. La proa del barco se inclinó hacia un lado. Leo se enderezó de un salto. Habían golpeado hielo.