Tres semanas después
Océano Pacífico Occidental
Aguas territoriales soviéticas, Mar de Ojotsk
Barco-prisión Stary Bolshevik
7 de abril de 1956
De pie sobre la cubierta, el oficial Genrikh Duvakin usó los dientes para quitarse sus ásperos mitones. Tenía los dedos helados y tardaban en responderle. Se los sopló y se frotó las manos, tratando de recuperar la circulación. Expuesta al feroz viento, tenía la cara abotargada y los labios sin sangre, azulados. Los pelos de la nariz se le habían congelado y cuando se la pellizcaba, los pelillos se le quebraban como carámbanos en miniatura. Podía aguantar esas pequeñas incomodidades porque su gorro era un milagro de calidez, forrado como estaba de piel de reno y cosido con el cuidado de alguien que apreciaba que la vida del que lo llevaba dependiera de su trabajo. Tres largas solapas le cubrían las orejas y la nuca. Las orejeras, atadas bajo la barbilla, le daban el aspecto de un niño bien protegido del frío, un efecto al que contribuían sus rasgos suaves e infantiles. La insistente sal del aire no había conseguido romper su suave tez y sus gordezuelas mejillas habían resistido la mala alimentación y la falta de sueño. A los veintisiete años se le solía tomar por alguien más joven, una inmadurez física que no le venía nada bien. Se suponía que debía ser intimidante y feroz, pero era un soñador, un improbable guardián a bordo de un barco prisión tan conocido como el Stary Bolshevik.
El Stary Bolshevik, más o menos del tamaño de una barcaza industrial, era un buque dedicado al trabajo. Antiguo vapor holandés muy traqueteado, había sido comprado en los años treinta, se le había cambiado el nombre y arreglado por la policía secreta soviética. Se había fabricado para hacer transportes de coloniales —marfil, olorosas especias y frutas exóticas—, pero ahora llevaba a hombres destinados a los campos de trabajo más duros de los gulags. Hacia la proa había una torre central de una altura de cuatro pisos en la que se situaban los camarotes para los guardias y la tripulación. En lo alto de la torre estaba el puente donde navegaban el capitán y la tripulación, un grupo cerrado autónomo de los guardias de la prisión, ciegos ante lo que se cocía en aquel barco, pretendiendo que no era asunto suyo.
El capitán abrió la puerta, salió del puente y observó la extensión de mar que estaban dejando atrás. Hizo un gesto hacia Genrikh en la cubierta con un movimiento de cabeza y anunciando:
—¡Avante!
Pasaron por el estrecho de La Perouse, el único punto del viaje en el que se acercaban a las islas japonesas y podían tener roces internacionales. Se tomaban precauciones para asegurarse de que el navío pareciera ser sólo un carguero civil. La pesada ametralladora de la cubierta central se desmontaba, los uniformes se escondían bajo largos abrigos. Genrikh nunca había estado muy seguro de por qué se hacían tales esfuerzos para esconder su verdadera naturaleza de las miradas de los pescadores japoneses. En momentos de ocio, se preguntaba si habría barcos prisión similares en Japón con hombres parecidos a él.
Genrikh volvió a montar la ametralladora. Apuntó el cañón hacia la escotilla de acero reforzado. Debajo, en la oscuridad, apiñados en literas como cerillas en una caja, había un cargamento de quinientos hombres; el primer viaje de transporte de convictos del año desde el campo de tránsito de Buchta Nakhodka, al sur de la costa del Pacífico, hasta Kolyma, en el norte. Aunque los puertos se encontraban en la misma línea de costa, la distancia entre ellos era muy grande. No se podía llegar a Kolyma por tierra: sólo era accesible por avión o por barco. El puerto norteño de Magadan servía de punto de entrada a una red de campos de trabajo que se habían extendido como esporas a lo largo de la carretera de Kolyma hacia las montañas, bosques y minas.
Era la vez que menos presos tenía que supervisar Genrikh en el barco: quinientos solamente. Bajo el gobierno de Stalin, en esa época del año el barco habría contenido cuatro veces más reclusos en un intento por facilitar la acumulación en los campos de tránsito construidos durante el invierno mientras los trenes zek, los vagones repletos de prisioneros, seguían entregando y los barcos permanecían en puerto. El mar de Ojotsk sólo era transitable cuando los hielos se derretían. En octubre volvía a estar helado. Un viaje mal planeado podía significar quedarse atrapado entre los hielos. Genrikh había oído hablar de barcos que se habían aventurado a salir con el invierno demasiado avanzado o demasiado pronto en primavera. Incapaces de volver o de llegar a su destino, los guardias habían conseguido escapar caminando por el hielo, arrastrando trineos cargados de carne en conserva y pan, mientras los prisioneros, abandonados, quedaban atrapados para morir de hambre o de frío, lo que antes les sucediera.
Actualmente no se permitiría que los prisioneros se murieran de hambre o se congelaran, ni serían ejecutados sumariamente y sus cuerpos arrojados por la borda. Genrikh no había leído el Discurso Secreto de Jruschev que condenaba a Stalin y los excesos de los gulags. Se habría asustado demasiado. Había rumores de que pretendía destapar a los contrarrevolucionarios, un complot para que la gente abandonara sus reservas y se uniera a las críticas, para así luego poder detenerlos. A Genrikh no le convencía esta teoría: los cambios parecían reales. La práctica largo tiempo establecida de brutalidad e indiferencia sin responsabilidad había sido sustituida por compasión confusa. En los campos de tránsito, las sentencias de prisioneros se estaban revisando a toda prisa. Miles de personas destinadas a Kolyma habían recuperado de pronto la libertad y habían vuelto a la civilización tan bruscamente como habían salido de ella. Aquellos hombres libres —a la mayoría de las mujeres se les había concedido la libertad en la amnistía de 1953— se habían quedado sentados en la orilla, mirando al mar, agarrados a un mendrugo de quinientos gramos de pan negro de centeno, la ración de la libertad, que se suponía que los debía mantener hasta que llegaran a sus casas. Para la mayoría, el hogar estaba a miles de kilómetros. Sin posesiones, sin dinero, sólo con sus harapos y su pan de la libertad, miraban al mar incapaces de entender que podían irse sin que les dispararan. Genrikh los había mandado marchar desde la costa, como si fueran pájaros molestos, animándolos a hacer el viaje hasta sus casas, pero incapaz de decirles cómo.
Los superiores de Genrikh habían pasado semanas aterrorizados, pensando que los iban a llevar ante un tribunal. En un intento por demostrar lo mucho que habían cambiado, habían escrito extensos artículos y revisiones de reglamentaciones, frenéticas señales a Moscú de que estaban sincronizados con esta nueva moda de justicia. Genrikh se había mantenido discreto, haciendo lo que le mandaban, sin preguntar nunca y sin dar una opinión. Si le decían que fuera duro con los prisioneros, lo era. Si le decían que fuera amable, lo era. Con su cara de niño, siempre se le había dado mejor ser amable que duro.
Después de años transportando a miles de prisioneros políticos condenados según el Artículo 58 —los hombres y mujeres que decían lo que no debían o estaban en el lugar donde no debían—, el Stary Bolshevik tenía una nueva función: transportar un cargamento más selecto, sólo a los más violentos y peligrosos criminales, hombres sobre los que todo el mundo estaba de acuerdo. No cabía pensar que fueran a ser liberados nunca.
En el vientre negro como la pez del Stary Bolshevik, entre los cuerpos apestosos de quinientos asesinos, violadores y ladrones, Leo yacía de espaldas, apoyado sobre la frágil y estrecha litera de arriba, con el hombro apretado contra el casco. Al otro lado había una gran extensión de mar, una masa de agua helada soportada sólo por una placa de acero no más gruesa que su pulgar.