Iglesia de Santa Sofía
Medianoche
Solo
15 de Marzo
Treinta minutos después de medianoche Leo esperaba donde había estado la iglesia de Santa Sofía. Las cúpulas y los templetes habían desaparecido. En su lugar había un gran hueco de diez metros de fondo, veinte de ancho y setenta de largo. Uno de los muros se había hundido, formando una pendiente desigual que conducía a una charca embarrada de nieve marrón, hielo negro y agua cenagosa. Las paredes que quedaban estaban a punto de derrumbarse y se deslizaban hacia dentro, creando la impresión de una boca que se cerrara alrededor de una monstruosa lengua negra. No se había hecho ninguna obra desde 1950: era un tajo sin obra, sellado y cerrado. A lo largo de la verja perimetral metálica había letreros descoloridos que advertían a la gente que no se acercara. Después de un primer intento torpe, cuando un experto en demoliciones había muerto y varias personas de la multitud habían resultado heridas, la iglesia al fin se había destruido y se había retirado, cargada en camiones, y los restos se habían arrojado fuera de la ciudad, un cadáver de escombros que ahora se mantenía unido gracias a las malas hierbas. Se habían empezado las obras preliminares para lo que iba a ser el mayor complejo de deportes acuáticos, con una piscina de cincuenta metros y una serie de banya, una para hombres, otra para mujeres, y una cámara de mármol para oficiales del Estado.
Se había levantado una gran expectación gracias al bombardeo de noticias en los medios. Los esquemas del diseño se habían publicado en Pravda, y en los cines se habían pasado documentales que mostraban a personas reales superpuestas en un dibujo de los baños terminados. Aunque la propaganda crecía, la obra se había detenido. La tierra junto al río era inestable y podía haber desprendimientos. Los cimientos habían empezado a moverse y a agrietarse, y las autoridades lamentaron no haber examinado con más cuidado los antiguos cimientos de la iglesia antes de recogerlos y tirarlos. Se había llamado a algunos de los mejores especialistas del país, que, tras cuidadosas consideraciones, declararon el lugar inadecuado para un complejo que requería una profunda red de tuberías y desagües que irían más profundos de lo que había estado la iglesia. Esos expertos habían sido despedidos y se habían traído a otros más complacientes, quienes, tras unas cuidadosas consideraciones de diferente cariz, declararon el problema solucionable. Sólo necesitaban más tiempo. Ésa era la respuesta que el Estado quería oír, pues no deseaba admitir un error. Aquellos expertos habían sido alojados en pisos de lujo donde dibujaron planos, fumaron e hicieron cálculos mientras el profundo pozo se llenaba de lluvia durante el otoño, de nieve durante el invierno y de mosquitos durante el verano. Las películas de propaganda se retiraron de los cines. Los ciudadanos astutos comprendieron que sería mejor olvidarse del proyecto. Los ciudadanos imprudentes comentaban con ironía que una trinchera aguada era el triste sustituto de una iglesia de trescientos años de antigüedad. En el verano de 1951 Leo había detenido a un hombre por hacer ese tipo de comentarios.
Leo miró el reloj. Llevaba una hora esperando. Tiritando y exhausto, estaba casi loco de impaciencia. No sabía si su mujer había sobrevivido a la operación y, como no había comunicación, no tenía medios de saberlo. No cabía duda de que dejar a Raisa y ver a Lazar había sido la decisión correcta. En el hospital no podía hacer nada. Por mucho que Zoya lo odiara, se comportara como se comportase, por mucho que lo quisiera muerto, él era responsable de ella, una responsabilidad que había prometido mantener, tanto si lo quería como si no. Para preparar el encuentro se había ido a casa, se había duchado, se había quitado el olor de las alcantarillas y se había cambiado el uniforme. Le habían curado las manos en el hospital. No quiso tomar analgésicos por temor a que lo atontaran. Llevaba ropa civil, consciente de que los atributos de la autoridad podrían provocar a un sacerdote vengativo.
Al oír un ruido, Leo se volvió para buscar a su adversario en la oscuridad. Había luz procedente de edificios cercanos que estaban fuera del perímetro vallado. La maquinaria valiosa —grúas, excavadoras— permanecía abandonada allí, oxidándose, porque nadie se atrevía a admitir la derrota y a cambiarla de lugar mientras aún pudiera utilizarse. Leo oyó el ruido de nuevo: el choque del metal contra la piedra. No venía de dentro del recinto de la obra, sino del río.
Se acercó con cautela al parapeto de piedra y se inclinó para mirar hacia el agua. Una mano se extendió no muy lejos de donde él estaba. Un hombre se izó ágilmente y pasó sobre el parapeto antes de saltar hasta el recinto de la obra. Junto a él trepó otro hombre. Se arrastraban desde la boca de un túnel de alcantarilla y subían por la pared, como un hormiguero alterado que respondiera a una amenaza. Leo reconoció al chico que había asesinado al Patriarca, trepaba usando con habilidad los huecos de los ladrillos para agarrarse con pies y manos. Al verlo moverse con semejante destreza, no era de extrañar que hubiera sobrevivido tras sumergirse en el torrente.
La cuadrilla registró a Leo en busca de armas. Eran siete hombres y el chico, con tatuajes en el cuello y las manos. Varias prendas de su ropa estaban bien cortadas, mientras que otras se veían deshilachadas, desparejadas, como si llevaran una selección escogida al azar de los guardarropas de cien personas diferentes. Su apariencia no dejaba lugar a dudas. Formaban parte de una fraternidad criminal, el vory, una hermandad forjada durante el tiempo que habían pasado en los gulags. A pesar de la profesión de Leo, él rara vez se encontraba con alguna vory, que se consideraban al margen del Estado.
Los miembros de la cuadrilla se dispersaron, examinaron los alrededores y verificaron que eran seguros. Finalmente, el chico silbó y dio el visto bueno. Aparecieron dos manos en el parapeto. Lazar se dejó ver, erguido sobre su vory, a contraluz ante las luces del otro lado del río. Pero no era Lazar. Era una mujer: Anisya, la esposa de Lazar.
El pelo de Anisya era muy corto. Sus rasgos, afilados. Toda la dulzura de su rostro y de su cuerpo habían desaparecido. A pesar de eso, parecía más viva, más imponente y fuerte que antes, como si una gran energía emanara de ella. Llevaba pantalones sueltos, una camisa abierta y un chaquetón corto y grueso. Iba vestida de manera muy parecida a sus hombres. Portaba una pistola en el cinturón, como un bandido. Desde su posición triunfal, miró a Leo, orgullosa de que su llegada lo hubiera sorprendido. Leo sólo pudo decir una palabra: su nombre.
—¿Anisya?
Ella sonrió. Su voz era quebrada y profunda, ya no era melódica, ya no era la voz de una mujer que solía cantar en el coro de su marido.
—Ese nombre ya no significa nada para mí. Mis hombres me llaman Fraera.
Saltó desde el parapeto hasta cerca de donde estaba Leo. De pie, derecha, examinó fijamente su cara.
—Maxim…
Se dirigió a él con su antiguo alias.
—Contéstame a esto, y no mientas: ¿cuántas veces piensas en mí? ¿Cada día?
—Francamente, no.
—¿Piensas en mí una vez a la semana?
—No.
—Una vez al mes…
—No sé…
Fraera le permitió caer en un silencio embarazoso antes de comentar:
—Te puedo garantizar que tus víctimas piensan en ti cada día, cada mañana y cada noche. Recuerdan tu olor y el sonido de tu voz. Te recuerdan con tanta claridad como te veo yo ahora.
Fraera alzó la mano derecha.
—Esta era la mano que tocaste cuando me hiciste tu oferta, que dejara a mi marido. ¿No fue eso lo que dijiste? Debía dejarlo morir en los gulags mientras yo me metía en la cama contigo.
—Era joven.
—Sí, lo eras. Muy joven, pero tenías poder sobre mí, sobre mi marido. Eras un chico encaprichado, poco más que un adolescente. Creías hacer algo noble al tratar de salvarme.
Era una conversación que ella había ensayado miles de veces, palabras formadas por siete años de odio.
—Pude escapar. Si el miedo me hubiera atrapado, si hubiera caído, habría acabado como tu esposa, la mujer de un agente del MGB, una cómplice de tus crímenes, alguien con quien compartir tu culpa.
—Tienes toda la razón para odiarme.
—Tengo más razones de las que crees.
—Raisa, Zoya, Elena; ellas no tienen nada que ver con mis errores.
—¿Quieres decir que son inocentes? ¿Cuándo ha importado eso a agentes como tú? ¿A cuánta gente inocente has detenido?
—¿Pretendes asesinar a todas las personas que te hicieron daño?
—Yo no asesiné a Suren. Yo no asesiné a tu mentor, Nikolai.
—Sus hijas han muerto.
Fraera negó con la cabeza.
—Maxim, yo no tengo corazón. No tengo lágrimas que verter. Nikolai era débil y superficial. Debería haber adivinado que moriría de la manera más patética. Pero, como mensaje al Estado, fue sin duda algo más potente que si se hubiera limitado a colgarse.
Igual que la iglesia de Santa Sofía había sido destruida y sustituida por un pozo oscuro y profundo, Leo se preguntaba si le había pasado lo mismo a ella. Sus cimientos morales habían sido arrancados y sustituidos por un abismo oscuro.
—Supongo que ya has relacionado a Suren, el hombre que llevaba la imprenta, a Nikolai, al Patriarca y a ti —comentó Fraera—. Conocías a Nikolai: era tu jefe. El Patriarca era el hombre que te permitió infiltrarte en nuestra iglesia.
—Suren trabajaba para el MGB, pero yo no lo conocía personalmente.
—Era guardia cuando yo fui interrogada. Lo recuerdo de puntillas, observando el interior de la celda. Recuerdo la parte de arriba de su cabeza, sus ojos curiosos, mirando como si se hubiera colado en un cine.
Leo preguntó:
—¿Cuál es la razón de todo esto?
—Cuando los policías son criminales, los criminales deben convertirse en policías. Los inocentes deben vivir bajo tierra, entre los desechos de la ciudad, mientras los malvados viven en cálidos pisos. El mundo está al revés; yo me limito a ponerlo al derecho.
Leo habló.
—¿Y Zoya? ¿Matarías a una niña que ni siquiera me quiere? ¿Una niña que sólo decidió vivir conmigo para salvar a su hermana de un orfanato?
—Tus intentos para apelar a mi humanidad no sirven de nada. Anisya ha muerto. Murió cuando el Estado le quitó a su hijo.
Leo no comprendió. Para contestar a su evidente confusión, Fraera añadió:
—Maxim, estaba embarazada cuando me detuviste.
Con la precisión de un cirujano, Fraera hurgó en esta herida recién infligida, abriéndola y viendo cómo sangraba.
—Nunca te paraste a averiguar qué había sido de Lazar. Nunca te preocupaste por saber qué había sido de mí. Si hubieras revisado los archivos, habrías descubierto que di a luz ocho meses después de haber sido detenida. Se me permitió amamantar a mi hijo durante tres meses antes de que me lo quitaran. Me dijeron que lo olvidara. Me dijeron que nunca lo volvería a ver. Cuando me soltaron, gracias a un indulto tras la muerte de Stalin, busqué a mi hijo. Había sido enviado a un orfanato, pero le habían cambiado el nombre y habían borrado toda la información sobre mi maternidad. Esto es habitual, me dijeron. Una cosa es perder a un hijo y otra saber que está vivo, en alguna parte, y que ignora tu existencia.
—Fraera, no puedo defender al Estado. Yo cumplía órdenes. Y estaba equivocado. Las órdenes estaban mal. El Estado estaba equivocado. Pero he cambiado.
—Sé que has cambiado. Ya no estás en el KGB, sino en la milicia. Sólo te ocupas de crímenes reales, no políticos. Has adoptado a dos hermosas niñas. Ésa es tu idea de la redención, ¿verdad? ¿Qué significa eso para mí? ¿Y lo que me debes? ¿Y lo que debes a los hombres y mujeres que detuviste? ¿Cómo se va a pagar eso? ¿Piensas construir una modesta estatua de piedra para conmemorar a los muertos? ¿Pondrás una placa de bronce con nuestros nombres escritos en letras pequeñas para que quepan todos? ¿Bastará eso?
—¿Quieres quitarme la vida?
—Lo he pensado muchas veces.
—Entonces mátame a mí y deja vivir a Zoya. Deja vivir a mi mujer.
—Morirías encantado para salvarlas. Eso te ennoblecería; te limpiaría de tus crímenes. ¿Sigues creyendo que puedes vivir tu vida como un héroe? Quítate la ropa.
Leo permaneció callado, no muy seguro de haber oído bien. Ella repitió su orden.
—Maxim, quítate la ropa.
Leo se quitó el gorro, los guantes y el abrigo y los dejó caer al suelo. Se desabrochó la camisa, estremeciéndose de frío, y la colocó sobre el montón que tenía delante. Fraera alzó la mano.
—Ya basta.
Él se quedó allí de pie, temblando, con los brazos colgando.
—¿Te parece fría la noche, Maxim? No es nada comparado con los inviernos de Kolyma, el helado rincón de este país donde enviaste a mi marido.
Ante su sorpresa, Fraera también empezó a desnudarse; se quitó el abrigo y la camisa, revelando su torso desnudo. Los tatuajes le cubrían la piel: uno bajo el seno derecho, otro en el vientre, tatuajes en los brazos, las manos, los dedos. Avanzó para acercarse a Leo.
—¿Quieres saber lo que fue de mí durante estos años? ¿Quieres saber cómo una mujer, la esposa de un sacerdote, llega a ser la jefa de una cuadrilla de vory? Las respuestas las llevo escritas en la piel.
Cogió su seno derecho, lo alzó y le enseñó a Leo el tatuaje. Había un león.
—Significa que me vengaré de todos los que me hicieron daño, desde los guardias de la prisión a los agentes de policía.
En el centro de su pecho, alzándose entre los senos, había un crucifijo.
—Esto no tiene nada que ver con mi esposo, Maxim; representa mi autoridad como «ladrona en la ley» (Expresión vinculada a los vory. En ruso es vor vzakone.). Quizá éste lo entiendas.
Tocó el tatuaje que tenía en la tripa. Mostraba una mujer en avanzado estado de gestación; un corte revelaba el interior de su gran vientre. En lugar de un feto, el vientre contenía alambre de espino, enrollado, como un largo cordón umbilical dentado.
—Maxim, tienes la piel blanca de un niño. Eso, a mí y a mis hombres, nos parece poco honrado. ¿Cuáles son tus crímenes? ¿Dónde están las cosas que has hecho? No veo señales de ellas. No veo marcas en ti. No veo ninguna de tus culpas escritas sobre ti.
Fraera se acercó un paso más y su cuerpo casi tocó el de él.
—Puedo tocarte, Maxim. Pero si tú me pones un dedo encima, morirás. Mi piel es igual que mi autoridad. Si me tocas, sería una violación, un insulto.
Se apretó contra él y susurró:
—Siete años más tarde, me toca a mí hacerte una oferta. Lazar sigue en Kolyma, trabajando en una mina de oro. Se niegan a soltarlo. Es sacerdote. Los sacerdotes vuelven a ser odiados, ahora que no hay luchas que el Estado necesita que fomenten. Se le ha dicho que cumplirá toda la sentencia: veinticinco años. Quiero que lo saques. Quiero que corrijas ese error.
—No tengo ese poder.
—Tienes relaciones.
—Fraera, has asesinado al Patriarca. Te culpan de la muerte de dos agentes, Nikolai y Moskvin. Nunca negociarán contigo. Nunca soltarán a Lazar.
—Entonces tendrás que encontrar otra manera de sacarlo.
—Fraera, por favor; si me lo hubieras pedido hace una semana, quizá hubiera sido viable. Pero después de lo que has hecho, es imposible. Escúchame. Haré lo que sea por Zoya, lo que sea que esté en mi poder. Pero no puedo liberar a Lazar.
Fraera se inclinó hacia delante y susurró:
—Recuerda: yo puedo tocarte, pero tú no debes tocarme a mí.
Con esa advertencia, lo besó en la mejilla. Tierna al principio, antes de que los dientes le agarraran la piel, se cerraran con fuerza y se hundieran en ella, aumentando la presión…, haciendo brotar la sangre. El dolor fue intenso. Leo quería rechazarla, pero si la tocaba, lo matarían. No podía hacer otra cosa que soportar el daño. Finalmente, Fraera abrió la boca, retrocedió y admiró las marcas de los dientes.
—Maxim, ya tienes tu primer tatuaje. —Con su sangre en los labios, concluyó—: Libera a mi marido o asesinaré a tu hija.