El mismo día

Sin lavar, aún apestando al agua de las alcantarillas, Leo conducía su coche al máximo de velocidad. Incómodo y lento, incapaz de estar a la altura de su urgencia, era el primer vehículo que habían podido requisar después de que él y Timur salieran de la alcantarilla, casi a un kilómetro al sur de donde habían entrado al principio. Leo, que tenía las manos hechas un amasijo sangriento, había rechazado el ofrecimiento de conducir de Timur, se había puesto unos guantes y se había agarrado al volante con las puntas de los dedos, con los ojos acuosos cada vez que cambiaba de marchas. Había ido hasta el piso de sus padres y había descubierto la zona cerrada por la milicia. Se habían llevado a Elena, a Raisa y a sus padres al hospital. A Elena la estaban tratando por el shock. Raisa se encontraba en estado crítico. Zoya había desaparecido.

Al llegar a urgencias al Hospital Municipal 31 se detuvo, patinando, dejó el coche junto a la acera —con las llaves puestas y el motor en marcha— y entró corriendo, con Timur pisándole los talones. Todo el mundo lo miraba, horrorizados por su olor. Indiferente al espectáculo y pidiendo respuestas, Leo fue finalmente conducido al quirófano, donde Raisa luchaba por su vida.

Fuera del quirófano, un cirujano le explicó que se había caído desde una altura significativa y sufría hemorragias internas.

—¿Vivirá?

El cirujano no podía asegurarlo.

Al entrar en la sala donde estaban tratando a Elena, Leo vio a sus padres de pie junto a la cama. Anna llevaba la cara vendada. Stepan parecía ileso. Elena dormía; su cuerpecito estaba perdido en medio de una cama blanca de hospital. Le habían dado un sedante suave, pues se había puesto histérica cuando se dio cuenta de que Zoya había desaparecido. Quitándose los guantes ensangrentados, Leo cogió la mano de Elena y la apretó contra su cara, entristecido, como queriéndole decir lo mucho que lo sentía.

Timur le puso una mano en el hombro.

—Frol Panin está aquí.

Leo siguió a Timur a la oficina requisada por Panin y sus guardaespaldas. La puerta de la oficina estaba cerrada. Era imposible entrar sin que antes anunciaran el nombre. Dentro había dos guardias uniformados y armados. Aunque Panin parecía impecable, pulcro como siempre, la protección adicional revelaba que estaba asustado. Él advirtió en los ojos de Leo que se había dado cuenta.

—Todo el mundo está asustado, Leo, al menos los que están en el poder.

—Usted no estuvo implicado en la detención de Lazar.

—El tema va más allá de su principal sospechoso. ¿Y si su comportamiento desencadena una serie de represalias? ¿Y si todos los afectados buscan venganza? Leo, nunca antes ha ocurrido nada parecido: la ejecución y persecución de miembros de nuestros servicios de la Seguridad del Estado. Sencillamente, no sabemos qué esperar a continuación.

Leo permaneció en silencio, advirtiendo que el interés de Panin no era el bienestar de Raisa, Elena o Zoya, sino las implicaciones más amplias del asunto. Era un político consumado que trataba con naciones y ejércitos, fronteras y regiones, nunca con meros individuos. Encantador e ingenioso, había sin embargo algo frío en él que se revelaba en momentos como ése, cuando una persona normal hubiera pronunciado alguna palabra de apoyo.

Llamaron a la puerta. Los guardias echaron mano a sus armas. Una voz gritó:

—Busco al oficial Leo Demidov. Se ha entregado una carta en la recepción.

Panin asintió a los guardias, que abrieron cautelosamente la puerta. Uno cogió la carta mientras el otro registraba al hombre que la traía, sin encontrar nada. Le tendieron el sobre a Leo.

Fuera había dibujado cuidadosamente un crucifijo con tinta. Leo rasgó el sobre y sacó una sola hoja de papel.