En la parte de atrás del coche, Zoya miró fijamente a los oficiales de la milicia, siguiendo cada uno de sus movimientos como si estuviera encerrada con dos serpientes venenosas. Aunque el oficial que iba en el asiento del pasajero había hecho un intento superficial por ser amistoso, volviéndose y sonriendo a las chicas, su sonrisa se había estrellado contra un muro de ladrillo. Zoya odiaba a aquellos hombres, sus uniformes e insignias, sus cinturones de cuero y sus botas negras con punteras metálicas, sin distinguir entre el KGB y la milicia.
Mirando por la ventanilla, Raisa calculaba en qué parte de la ciudad estaban. La noche empezaba a caer. Las luces de la calle parpadeaban. Poco acostumbrada a ir a casa en coche, empezó a deducir poco a poco su localización. Aquél no era el camino a su piso. Inclinándose hacia delante y tratando de suavizar la urgencia de su voz, preguntó:
—¿A dónde vamos?
El oficial del asiento del pasajero se volvió, con el rostro inexpresivo y la espalda crujiendo contra la tapicería de cuero.
—Las estamos llevando a casa.
—Éste no es el camino.
Zoya saltó hacia delante.
—¡Déjennos salir!
El guardia frunció el ceño.
Zoya no lo dijo dos veces. Con el coche aún en marcha, tiró de la manecilla y abrió la puerta de par en par en medio de la calle. Unos faros brillaron por la ventanilla mientras un camión que venía de frente zigzagueaba para evitar el choque.
Raisa agarró a Zoya por la cintura y tiró de ella hacia atrás cuando el camión chocaba contra la puerta y la cerraba de golpe. El impacto abolló la chapa y destrozó el cristal, llenando el interior de fragmentos. Los oficiales gritaban. Elena chillaba. El coche golpeó el bordillo y se subió a la acera antes de detenerse a un lado de la calzada.
Se hizo un silencio y los dos oficiales se volvieron, pálidos y sin aliento.
—¿Qué le pasa?
El conductor añadió, golpeándose la sien: Está mal de la cabeza.
Raisa los ignoró y examinó a Zoya, que estaba indemne, aunque le ardían los ojos. Tenía un aspecto salvaje: las energías primigenias de una niña feroz criada por los lobos y capturada por el hombre que se negaba a ser domada o civilizada.
El conductor salió y miró la puerta estropeada. Se rascó la cabeza y la sacudió.
—Las estamos llevando a casa. ¿Qué problema hay?
—Éste no es el camino.
El oficial sacó un pedazo de papel y se lo tendió a Raisa por el agujero donde había estado la ventanilla. Era la letra de Leo. Ella miró aturdida la dirección antes de reconocerla. Su ira se disipó.
—Es donde viven los padres de Leo.
—No sabía de quién era el piso. Sólo cumplo órdenes.
Zoya luchó para liberarse, pasó por encima de su hermana y salió del coche. Raisa la llamó:
—¡Zoya, no pasa nada!
Inquieta, Zoya no volvía. El conductor avanzó hacia ella. Al ver que la iba a coger, Raisa gritó:
—¡No la toque! ¡Déjela! Iremos andando el resto del camino. El conductor negó con la cabeza.
—Se supone que debemos estar con ustedes hasta que llegue Leo.
—Entonces sígannos.
Elena, aún sentada en la parte de atrás, lloraba. Raisa la rodeó con el brazo.
—Zoya está bien. No le pasa nada.
Elena pareció absorber estas palabras y miró a su hermana mayor. Al ver que no le pasaba nada, dejó de llorar. Raisa le limpió las lágrimas que le quedaban.
—Vamos a ir andando. No está lejos. ¿Podrás hacerlo?
Elena asintió.
—No me gusta que me lleven a casa en coche.
Raisa sonrió.
—Ni a mí.
Raisa la ayudó a salir del coche. El conductor alzó las manos, exasperado ante el éxodo de pasajeros.
Los padres de Leo vivían en un moderno bloque al norte de la ciudad, hogar de numerosos padres ancianos de oficiales del Estado, una casa de retiro para los privilegiados. En invierno, los residentes jugaban a las cartas en los salones. En verano, jugaban a las cartas fuera, en la zona de césped. Iban juntos a la compra, cocinaban juntos; eran una comunidad con una sola regla: nunca hablaban del trabajo de sus hijos.
Raisa entró en el edificio y condujo a las niñas hacia el ascensor. Las puertas se cerraron justo cuando los oficiales de la milicia llegaban, lo que les obligó a subir por las escaleras. No había ninguna posibilidad de que Zoya fuera a quedarse en un espacio cerrado con aquellos dos hombres. Al llegar al séptimo piso, Raisa condujo a las niñas por el pasillo hasta la última puerta. Stepan, el padre de Leo, las abrió, sorprendido al verlas. Su sorpresa pronto se transformó en preocupación.
—¿Qué pasa?
La madre de Leo, Anna, salió del salón, igualmente preocupada. Raisa les contestó:
—Leo quiere que nos quedemos aquí.
Raisa hizo un gesto hacia los dos oficiales que se acercaban por las escaleras y añadió:
—Tenemos escolta.
Había miedo en la voz de Anna.
—¿Dónde está Leo? ¿Qué está pasando?
—No lo sé.
Los oficiales llegaron a la puerta. El mayor de los dos, el conductor, sin aliento tras subir las escaleras, preguntó:
—¿Hay alguna otra entrada al piso?
Anna respondió:
—No.
—Nos quedaremos aquí.
Pero Anna quería más información.
—¿Puede explicarnos qué pasa?
—Ha habido represalias. Es todo lo que puedo decir.
Raisa cerró la puerta. Anna no estaba satisfecha.
—Pero Leo está bien, ¿verdad?
Con los dientes apretados, Zoya escuchaba a Anna y observaba cómo temblaba la piel de su papada cuando hablaba. Estaba gorda de no hacer nada en todo el día, gorda por las provisiones de comidas ricas y especiales que le traía su hijo. Sus preocupaciones acerca de Leo eran insoportables, su voz estrangulada de preocupación por su hijo asesino:
¿Está bien Leo? Leo está bien, ¿verdad?
¿Están bien las personas que detuvo, las familias que destruyó? Lo mimaban como si fuera un niño. Peor que la preocupación era su orgullo de padres, emocionados con cada historia, colgados de cada palabra que él decía. Las demostraciones de afecto eran repugnantes: besos, abrazos, bromas. Tanto Stepan como Anna participaban gustosos en la conspiración de Leo para hacer como que eran una familia normal, y planeaban excursiones y visitas a las tiendas, a las tiendas restringidas, en lugar de aquéllas con grandes colas de gente y escaso surtido. Todo era agradable. Todo era cómodo. Todo estaba diseñado para esconder el asesinato de su padre y de su madre. Zoya los odiaba por querer a Leo.
Anna preguntó:
—¿Represalias?
Repitió la palabra como si ese concepto no tuviera sentido y fuera desconcertante, como si nadie pudiera tener razón alguna para vengarse de su hijo. Zoya no pudo evitar meterse en la discusión y dirigir sus palabras a Anna.
—¡Represalias por detener a mucha gente inocente! ¿Qué cree que ha estado haciendo su hijo todos estos años? ¿No ha leído el discurso?
Stepan y Anna se volvieron hacia ella al unísono, impresionados por la mención al discurso. No sabían nada. No habían leído nada. Al darse cuenta de su ventaja, Zoya torció los labios en una sonrisa. Stepan preguntó:
—¿Qué discurso?
—El discurso acerca de cómo su hijo torturó a víctimas inocentes, acerca de cómo las obligó a confesar, acerca de cómo les pegó, acerca de inocentes enviados a los gulags mientras los culpables vivían en pisos como éste.
Raisa se agachó delante de ella, como si tratara de parar sus palabras.
—Necesito que te detengas. Necesito que te detengas ahora mismo.
—¿Por qué? Es cierto. Yo no escribí esas palabras. Me las han leído como parte de mi educación. Sólo estoy repitiendo lo que me han dicho. No eres tú la que tienes que censurar las palabras de Jruschev. El debe de haber querido que hablemos de ello, o si no, no nos hubiera permitido leerlo. No es un secreto. Todo el mundo lo sabe. Todo el mundo sabe lo que hizo Leo.
—Zoya, escúchame…
Pero Zoya estaba lanzada y no podía parar.
—¿Crees que no deben saber la verdad acerca de su maravilloso hijo? El maravilloso hijo que les encontró este maravilloso piso, que los ayuda en sus compras; su maravilloso hijo asesino.
El rostro de Stepan palideció y su voz tembló de emoción.
—No sabes lo que estás diciendo.
—¿No me cree? Pregúntele a Raisa: el discurso es real. Todo lo que he dicho es cierto. Y todo el mundo va a saber que su hijo es un asesino.
La voz de Anna era un murmullo.
—¿Qué discurso es ése?
Raisa negó con la cabeza.
—No tenemos por qué hablar de ello ahora.
Zoya no iba a ceder y disfrutaba de su recién adquirido poder.
—Fue escrito por Jruschev y pronunciado en el Vigésimo Congreso. Dice que su hijo y todos los oficiales como él son unos asesinos. Actuaron ilegalmente. ¡No son oficiales de policía! ¡Son criminales! Pregúntenle a Raisa, pregúntenle si es verdad. ¡Pregúntenle!
Stepan y Anna se volvieron hacia Raisa.
—Hay un discurso con algunas críticas hacia Stalin.
—No sólo hacia Stalin, sino hacia la gente que seguía sus órdenes, incluyendo a su hijo, el asesino de su hijo.
Stepan se acercó a Zoya.
—Deja de decir eso.
—¿Que deje de decir qué? ¿Asesino? ¿Leo el asesino? ¿De cuántas muertes cree que es responsable, aparte de la de mis padres?
—¡Ya basta!
—¡Ustedes lo sabían! Sabían lo que hacía para ganarse la vida y no les importaba porque les gustaba vivir en un bonito piso. ¡Son tan malos como él! ¡Al menos él estaba dispuesto a mancharse las manos de sangre!
Anna le dio a Zoya una buena bofetada.
—Jovencita, no sabes lo que dices. Hablas así porque eres una niña mimada. Durante tres años se te ha permitido hacer de todo. Puedes hacer lo que quieras y tener lo que deseas. Nunca se te ha negado nada. Lo hemos visto y nunca hemos dicho nada. Leo y Raisa han querido dártelo todo. Mírate ahora, mira en qué te has convertido: ingrata, odiosa, cuando todo el mundo lo único que trata de hacer es quererte.
Zoya sintió arder la piel donde había sido abofeteada, una sensación que se extendió por todo su cuerpo; ardía toda ella, desde la punta de los dedos hasta la nuca. Estiró la mano y arañó a Anna, clavándole las uñas, desgarrando toda la piel que pudo.
—¡A la mierda su amor!
Anna retrocedió, gritando. Pero Zoya no había acabado y se agarró a ella, con los dedos arqueados como garras. Raisa la sujetó por la cintura y la apartó. Incontrolable, la ira de Zoya buscaba un nuevo objetivo y se dirigió hacia Raisa. Le mordió el brazo y hundió los dientes todo lo que le fue posible.
El dolor era tan intenso que Raisa se mareó, las piernas le fallaron y estuvo a punto de caerse. Stepan agarró la mandíbula de Zoya, le obligó a abrirla y se la mantuvo así, como si estuviera manejando a un perro rabioso, salvaje. La sangre corrió a borbotones de las profundas marcas de los dientes. Zoya se retorcía y pataleaba. Stepan la tiró al suelo, donde se quedó mostrando los dientes ensangrentados.
Un golpe en la puerta: los guardias habían oído el escándalo. Querían entrar. Raisa examinaba la mordedura, le sangraba mucho. Zoya seguía en el suelo, con los ojos extraviados pero ya sin buscar pelea. Stepan corrió al baño y trajo una toalla, que apretó contra el brazo de Raisa. Hubo una segunda llamada. Raisa se volvió hacia Anna, que estaba de pie prácticamente en la misma posición que cuando la atacaron, atontada, con arañazos en la cara, cuatro líneas sangrantes.
—Anna, deshazte de los oficiales, diles que no tienen por qué interferir.
Anna no reaccionó. Raisa tuvo que alzar la voz.
—¡Anna!
Anna abrió la puerta, apartando la cara para que no se le vieran las heridas, dispuesta a tranquilizar a los guardias. Esperaba ver a dos oficiales, pero se sorprendió al ver a cuatro allí de pie como si, a modo de bacterias, se dividieran y multiplicaran. Los dos nuevos oficiales llevaban uniformes diferentes. Eran del KGB.
Los agentes del KGB entraron en el piso y contemplaron la escena que tenían delante: la niña en el suelo con los dientes y los labios ensangrentados, la mujer sangrando por el brazo y la anciana con la cara arañada.
—¿Raisa Demidova?
A pesar del elemento de lúgubre farsa, Raisa trató de mantener la voz firme y tranquila, con la toalla alrededor de las marcas de los dientes, que se le estaban enrojeciendo.
—Sí.
—Su hija tiene que venir con nosotros. Su atención se fijó en Zoya.
Los planes de Raisa habían fracasado. Iulia o el director de la escuela la habían traicionado. A pesar de su herida, a pesar de todo lo que acababa de ocurrir, Raisa se puso instintivamente delante de Zoya para protegerla.
—Su hija rompió un retrato de Stalin.
—Ya se han ocupado de ese asunto.
—Tiene que venir con nosotros.
—¿Está detenida?
Al ver que los dos oficiales del KGB estaban dispuestos a llevar a cabo sus órdenes, Raisa se dirigió a la tímida milicia, los agentes que Leo había enviado para protegerlas.
—Van a tener que esperar hasta que mi marido vuelva, ¿no es así?
El mayor de los dos oficiales del KGB negó con la cabeza.
—Tenemos órdenes de llevarnos a su hija para interrogarla. Su marido no tiene nada que ver con esto.
—Estos hombres tienen órdenes de asegurarse de que permanezcamos aquí, juntas, hasta que vuelva Leo.
El oficial de la milicia se adelantó tímidamente. El corazón de Raisa dio un vuelco.
—Son oficiales del KGB…
—Leo no tardará. Nos quedaremos aquí juntas hasta que vuelva, él puede arreglar esto. Es una niña de catorce años. No hay prisa por llevarla a ninguna parte. Podemos esperar.
El oficial del KGB se acercó más, alzando la voz.
—Va a tener que venir con nosotros ahora mismo.
Había algo raro en su impaciencia. La dinámica de aquellos agentes era extraña. El mayor era el único que hablaba y el otro se limitaba a estar allí en silencio, incómodo, pasando la mirada de una persona a otra, como si esperara que alguien lo atacase. A los dos les quedaba raro el uniforme. ¿Cómo era posible que hubieran llegado tan deprisa? Al KGB le llevaría horas organizar un plan y autorizar una detención. Más raro aún: ¿por qué habían ido a esa casa? ¿Cómo sabían que Raisa no estaba en la suya? Animada por esas discrepancias, los ojos de Raisa se fijaron en el cuello del agente. Una marca asomaba por encima del cuello de la camisa: el extremo de un tatuaje. Aquellos hombres no eran del KGB.
Raisa miró a los oficiales de la milicia, tratando de comunicarles el peligro en el que se encontraban. Pero los oficiales estaban asombrados ante la actitud de los agentes, atemorizados ante la sola mención del KGB. En sus esfuerzos por llamar su atención, ella cruzó la mirada con la del impostor. Aunque la milicia no se enteraba de sus señales, él se dio cuenta. Antes de que Raisa pudiera alzar la mano para advertir a la milicia, el hombre tatuado los apuntó con su arma. Se dio la vuelta y disparó dos veces, un tiro en la frente a cada uno de los oficiales. Mientras caían al suelo, el hombre apuntó con su arma hacia Raisa.
—Me llevo a su hija.
Raisa se acercó más al cañón de la pistola, delante de Zoya, que aún estaba acurrucada en el suelo.
—No.
El arma apuntó a Elena.
—Deme a Zoya. O mataré a Elena.
Se oyó un disparo.
La bala no dio a Elena y se incrustó en la pared del apartamento como aviso. Al mirarlos a los ojos, Raisa no dudó de que aquel hombre mataría tranquilamente a una niña de seis años, como había matado a los dos oficiales. Tenía que escoger. Se apartó y les permitió coger a Zoya.
El hombre atrapó a Zoya entre sus brazos.
—Si te resistes, te golpearé hasta dejarte inconsciente.
Se la echó al hombro, la llevó hacia la puerta y gritó:
—¡Quédense en el piso!
Les quitaron las llaves: la puerta de la vivienda quedó cerrada.
Raisa corrió hacia Elena y se dejó caer a su lado. La pequeña estaba de rodillas y miraba al suelo, temblando y con la mirada vacía. Le cogió la cabeza, se la alzó y trató de llegar a ella.
—¿Elena?
Pero Elena no parecía oírla, no respondía.
—¿Elena?
Seguía sin responder, no reconocía ni parecía consciente, tenía el cuerpo desmadejado.
Raisa se puso de pie y dejó a Elena al cuidado de Anna. Tiró del picaporte pero no pudo salir. Retrocedió, movió los cuerpos de los oficiales muertos, cogió una de sus armas y se la metió por detrás en los pantalones. Corrió hasta el salón y abrió la puerta del balcón. Stepan la agarró.
—¿Qué estás haciendo?
—Cuidad de Elena.
Salió al balcón y cerró la puerta.
Estaban en el séptimo piso, a unos veinte metros de altura. Había balcones idénticos, unos debajo de los otros. Podían servir como escalones hasta el siguiente. Podía bajar de balcón en balcón. Si se caía, los pequeños montones de nieve poco podrían hacer para amortiguar el golpe.
Raisa se quitó los zapatos de suela blanda y se subió a la barandilla. No había tenido en cuenta el mordisco del brazo. Seguía sangrando. Le dolía y se agarraba débilmente. Como no sabía si podría soportar su peso, se dejó caer hasta el borde exterior del balcón. Se sujetó al borde helado de cemento y se colgó de los dedos, con la sangre goteándole hasta el hombro. Ni siquiera estirándose del todo le llegaban los dedos de los pies a la barandilla del balcón del sexto piso. Calculó que la distancia no sería más que de un par de centímetros. No tenía más posibilidad que dejarse caer.
Un vuelo de una fracción de segundo y sus pies contactaron con la barandilla. Al tratar de guardar el equilibrio, oyó la voz de Zoya. Miró por encima del hombro y vio que los hombres salían por la puerta principal; uno de ellos llevaba a Zoya, el otro le apuntaba con su arma. En equilibrio sobre la fina barandilla, estaba indefensa.
El hombre disparó. Ella oyó cristales rompiéndose. Raisa cayó hacia la nieve.