El mismo día

Raisa estaba sentada enfrente del director de la escuela, Karl Enukidze, un hombre amable de barba gris. Con ellos se encontraba Iulia Peshkova, la profesora de Zoya. Karl tenía los dedos cruzados bajo la barbilla, se rascaba hacia delante y hacia atrás y miraba a Raisa y a Iulia. Durante la mayor parte del tiempo, Iulia evitaba su mirada, se mordía los labios y deseaba estar en cualquier parte menos allí. Raisa entendía su agitación. Si se investigaba el destrozo del retrato de Stalin, Zoya sería colocada bajo vigilancia del KGB. Y ellos también. La cuestión de la culpa podría ser analizada; ¿culpaban a la niña o a los adultos que influenciaban a la niña? ¿Era Karl un subversivo y fomentaba el comportamiento disidente entre los estudiantes cuando deberían ser fervientemente patrióticos?, ¿o quizá las lecciones de Iulia sobre carácter soviético eran deficientes? Surgirían preguntas acerca de qué clase de tutora había sido Raisa. Evaluaron con rapidez los posibles resultados. Rompiendo el silencio, Raisa dijo:

—Seguimos comportándonos como si Stalin estuviera vivo. Los tiempos han cambiado. No hay necesidad de denunciar a una niña de catorce años. Ya han leído el discurso: Jruschev admite que las detenciones fueron demasiado lejos. No tenemos por qué llevar al Estado un asunto interno de la escuela. Podemos arreglarlo nosotros. Veamos esto como lo que realmente es: una niña con problemas, una niña que está a mi cargo. Dejadme ayudarla.

A juzgar por la silenciosa reacción, una vida entera no se borraba con un solo discurso, fuera quien fuese el que hablaba y lo que se decía. Ajustando el énfasis de su estrategia, Raisa señaló:

—Sería mejor que no se informara nunca de esto.

Iulia alzó la mirada. Karl se recostó. Se inició una nueva serie de cálculos: Raisa había tratado de silenciar el asunto. Su propuesta podía usarse en su contra. Iulia dijo:

—No somos las únicas personas que sabemos lo que ha ocurrido. Los estudiantes de mi clase lo vieron todo. Son más de treinta. Ahora ya habrán hablado con sus amigos y el número crecerá. Me sorprendería que mañana toda la escuela no estuviera hablando de ello. Las noticias viajan fuera de las aulas. Los padres se enterarán. Querrán saber por qué no hemos hecho nada. ¿Qué diremos? ¿Que no nos había parecido importante? No somos nosotros los que tenemos que decidirlo. Confía en el Estado. La gente lo descubrirá, Raisa, y si no hablamos, lo harán otros.

Tenía razón: el silencio no era posible. A la defensiva, Raisa contestó:

—¿Y si Zoya abandonara la escuela de inmediato? Hablaré con Leo; él podría hablar con sus colegas. Encontraremos otra escuela para ella. No hay ni que decir que yo también me marcharía.

No había forma de que Zoya siguiera en la escuela. Los estudiantes la evitarían. Muchos no querrían sentarse junto a ella. Los profesores se resistirían a tenerla en su clase. Sería una marginada con tanta seguridad como si le hubieran pintado una cruz a la espalda.

—Propongo que tú, Karl Enukidze, no hagas ninguna declaración acerca de nuestra marcha. Simplemente desapareceremos sin dar ninguna explicación.

Los demás estudiantes y profesores supondrían que alguien se había ocupado del asunto. La repentina ausencia se entendería como que los culpables habían sido castigados. Nadie querría hablar de ello porque las consecuencias habrían sido muy severas. El tema se cerraría como un barco que se hunde en el mar mientras pasa otro barco cuyos pasajeros están mirando en dirección opuesta.

Karl sopesó la propuesta. Al fin preguntó:

—¿Te ocuparías de todos los arreglos?

—Sí.

—¿Hasta de hablar del tema con las autoridades competentes? ¿Tienes conexiones en el Ministerio de Educación?

—Leo sí, estoy segura.

—¿No necesito hablar con Zoya? ¿No tengo que tratar nada con ella?

Raisa negó con la cabeza.

—Me llevaré a mi hija y nos iremos. Sigue con normalidad, como si yo nunca hubiera existido. Mañana ni Zoya ni yo acudiremos a clase.

Karl miró a Iulia, recomendando el plan con la mirada. Ahora todo dependía de ella. Eran amigas. Iulia asintió, diciendo:

—Eso será lo mejor.

Nunca volverían a hablar.

Fuera del despacho, en el pasillo, Zoya esperaba apoyada en la pared, indiferente, como si sólo hubiera olvidado entregar unos deberes. Tenía la mano vendada: el corte había sangrado con profusión. Una vez terminadas las negociaciones, Raisa cerró la puerta del despacho y sintió cómo la invadía el agotamiento. Ahora todo dependía de Leo. Se acercó a Zoya y se agachó.

—Nos vamos a casa.

—No es mi casa.

Ninguna gratitud, sólo desdén. A punto de llorar, Raisa no pudo decir nada.

Al abandonar el edificio de la escuela, Raisa se detuvo en la verja. ¿Había sido traicionada tan pronto? Dos oficiales uniformados caminaban hacia ella.

—¿Raisa Demidova?

El mayor de los oficiales continuó.

—Hemos sido enviados por su marido para que la escoltemos hasta su casa.

No tenía nada que ver con Zoya. Aliviada, preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Su marido quiere estar seguro de que se encuentra a salvo. No podemos darle detalles, pero ha habido una serie de incidentes. Nuestra presencia es por precaución.

Raisa verificó sus tarjetas de identidad. Estaban en orden. Preguntó:

—¿Trabajan con mi marido?

—Formamos parte de su Departamento de Homicidios.

Como el departamento era un secreto, esa afirmación satisfizo más las sospechas de Raisa. Les devolvió las tarjetas y dijo:

—Tenemos que recoger a Elena.

Mientras caminaban hacia el coche, Zoya le tiró de la mano. Raisa bajó la cabeza. La voz de Zoya era un susurro.

—No me fío de ellos.

Solo en su oficina, Karl miraba por la ventana.

Los tiempos han cambiado.

Quizá fuera cierto, él quería creerlo y quitarse todo el asunto de la cabeza. Siempre le había gustado Raisa. Era inteligente y hermosa, y le deseaba lo mejor. Cogió el teléfono, pensando en cómo denunciar a su hija de la mejor manera posible.