El mismo día

Había un crucifijo dibujado en la parte de fuera del sobre, un cuidadoso dibujo de la cruz ortodoxa. El dibujo era pequeño, apenas del tamaño de la palma de su mano. Alguien se había tomado su tiempo con él: las proporciones eran correctas, el dibujo hábil. ¿Se suponía que debía provocar miedo, como si fuera un espíritu o un demonio? Más probablemente, sería algo irónico, como un comentario sobre su fe. Si así era, estaba equivocado, era de una psicología torpe.

Krasikov rompió el sello y vació el contenido sobre su escritorio. Más fotografías… Estuvo tentado de echarlas al fuego como había hecho con las demás, pero la curiosidad lo detuvo. Se puso las gafas, se fijó bien y estudió la nueva serie de rostros. A primera vista no significaban nada. Estaba a punto de dejarlas cuando una de ellas le llamó la atención. Se concentró, tratando de recordar el nombre de aquel hombre de ojos intensos.

Lazar.

Eran los sacerdotes a los que había denunciado.

Los contó. Treinta rostros. ¿Realmente había traicionado a tantos? No todos habían sido detenidos mientras él era Patriarca de Moscú y de Todas las Rusias, la principal autoridad religiosa del país. Las denuncias habían sido anteriores a su nombramiento y habían seguido después durante muchos años. Tenía setenta y cinco años. Treinta detenciones no eran tantas en toda una vida. Su calculada obediencia al Estado había salvado a la Iglesia de inconmensurables daños; quizá fuera una alianza poco santa, pero aquellos treinta sacerdotes habían sido sacrificios necesarios. Era un descuido por su parte no poder recordar cada uno de sus nombres. Debería rezar por ellos todas las noches. Pero los había dejado desaparecer de su mente como lluvia corriendo por un cristal. Le parecía que el olvido era más fácil que pedir perdón.

Aun con sus fotografías en la mano, no sentía remordimientos. Eso no era orgullo. No sufría pesadillas ni experimentaba angustia alguna. Sentía el alma ligera. Sí, había leído el discurso de Jruschev, que le había enviado la misma persona que le había mandado aquellas fotos. Había leído las críticas al régimen asesino de Stalin, un régimen que él había apoyado al ordenar a sus sacerdotes que alabaran a Stalin en sus sermones. Sin duda había habido un culto al dictador y él había sido un leal adorador. ¿Y qué? Si aquel discurso señalaba un futuro de inútil introspección, pues que así fuera; pero no sería su futuro. ¿Era responsable acaso de la persecución a la Iglesia durante las primeras décadas del comunismo? Por supuesto que no, él sólo había reaccionado a las circunstancias en las que se habían encontrado él y su amada Iglesia. Le habían guiado la mano. La decisión de entregar a algunos de sus colegas había sido desagradable, aunque no difícil. Había individuos que creían que podían decir y hacer lo que les parecía simplemente porque era la obra de Dios. Eran ingenuos y él los encontraba aburridos, ávidos de ser mártires. En ese sentido, no había hecho más que darles lo que querían, la oportunidad de morir por su fe.

La religión, como todo, exigía un compromiso. El Pomestny Sobor, el Consejo de Obispos, lo había puesto a él, de manera astuta, al frente como Patriarca. Necesitaban a alguien que pudiera ser político, flexible, sagaz. Su nombramiento había sido aprobado por el Estado y el Estado había permitido elecciones para ello, elecciones debidamente inclinadas a su favor. Hubo quien dijo que su elección había sido una violación de la ley canónica: la jerarquía de la Iglesia no debía ser consagrada por las autoridades seculares. Para él, aquello no era más que un oscuro argumento académico en un momento en que el número de iglesias había disminuido de veinte mil a menos de mil. ¿Acaso iban a desaparecer del todo, aferrándose orgullosos a sus principios como un capitán puede aferrarse al mástil de su barco que se hunde? Su nombramiento había pretendido revertir esa disminución y contener las pérdidas. Lo había conseguido. Se habían construido más iglesias. Los sacerdotes estudiaban, ya no los mataban. Había hecho lo que se le había pedido, no más. Sus acciones nunca habían sido maliciosas. Y la Iglesia había sobrevivido.

Krasikov se levantó, cansado de tantos recuerdos. Recogió las fotos y las amontonó en el fuego, viendo cómo se encogían, se ennegrecían y ardían. Había aceptado que las represalias eran una posibilidad. No había modo de gobernar una organización tan compleja como la Iglesia y manejar sus relaciones con el Estado sin crearse enemigos. Como era un hombre cauto, había dado pasos para protegerse. Viejo, enfermo, era Patriarca sólo de nombre, y ya no participaba en el gobierno diario de la Iglesia. Pasaba gran parte del tiempo trabajando en un refugio para niños que había fundado no lejos de la iglesia de la Concepción de Santa Ana. Había quienes consideraban el refugio como un intento de redención de un hombre moribundo. Que lo pensaran. No le importaba. Disfrutaba del trabajo: no había más misterios. Las tareas más duras las hacían los miembros más jóvenes del equipo, mientras él proporcionaba guía espiritual al centenar aproximado de niños que cabían allí; los sacaba del camino de la adicción al chiffr, un narcótico derivado de las hojas de té, y los llevaba hacia una vida de piedad. Había dedicado su vida a Dios, una dedicación que le impedía tener hijos propios, por lo que aquello era una especie de compensación.

Cerró la puerta de su despacho con llave y bajó las escaleras hacia la sala principal del refugio, donde los niños comían y estudiaban. Había cuatro dormitorios comunitarios; dos para las niñas y dos para los niños. También había una sala de oración con un crucifijo, iconos y velas donde enseñaba asuntos de fe. Ningún niño podía quedarse en el refugio a menos que se abriera a Dios. Si se resistían, si se negaban a creer, eran expulsados. No había escasez de niños de la calle entre los que escoger. Según cálculos secretos del Estado, que él conocía, había por todo el país unos ochocientos mil niños sin hogar, sobre todo concentrados en las principales ciudades, que vivían en estaciones de tren o dormían en callejones. Algunos habían escapado de orfanatos, otros de campos de trabajos forzados. Muchos habían viajado desde el campo y subsistían en las ciudades como jaurías de perros salvajes, rebuscando comida y robando. Krasikov no era sentimental. Entendía que aquellos niños eran potencialmente peligrosos y de poco fiar. Por tanto, empleaba los servicios de antiguos soldados del Ejército Rojo para mantener el orden. El complejo era seguro. Nadie podía entrar o salir sin su permiso. Todos eran registrados al entrar. Había guardas dentro y alrededor, y dos siempre en la puerta de entrada. Aparentemente, aquellos hombres estaban para mantener controlados a los cien niños. Pero también proporcionaban un servicio auxiliar: eran los guardaespaldas de Krasikov.

Krasikov observó la sala, buscando entre las caras agradecidas a su más reciente adquisición: un niño de unos trece o catorce años. No había dicho su edad y no quería hablar mucho. El chico tartamudeaba bastante y tenía una curiosa cara de adulto, como si cada año en la tierra él hubiera envejecido tres. Era el momento de la iniciación del chico, para ver si era sincero en su compromiso con Dios.

Krasikov hizo un gesto para que uno de los guardias se lo trajera. El niño se apartó como un perro apaleado, temeroso del contacto humano. Lo habían encontrado no lejos del refugio, en un portal, envuelto en trapos, agarrando una figura de arcilla de un hombre sentado en el lomo de un cerdo, cabalgando al animal como si fuera un caballo. Era una pieza cómica de porcelana casera que sugería un pasado provinciano. La pintura, que en otro tiempo había sido de brillantes colores, se había descolorido. Curiosamente, no estaba rota más que la oreja del cerdo. El chico, nervudo y fuerte, nunca la perdía de vista ni la soltaba. Tenía algún valor sentimental, quizá, un objeto de su pasado.

Krasikov sonrió al guardia y lo despidió con educación. Abrió la puerta de la sala de oración y esperó a que el chico lo siguiera. El chaval no se movió y se agarró con tanta fuerza a su hombrecillo pintado sobre un cerdo como si estuviera lleno de oro.

—No tienes que hacer nada que no quieras. Pero si dejas que Dios entre en tu vida, puedes quedarte aquí.

Miró a sus compañeros. Éstos dejaron lo que estaban haciendo para ver qué decisión tomaba. Nadie había dicho nunca que no. El niño entró dudoso en la sala de oración. Al pasar, Krasikov le dijo:

—Recuérdame tu nombre.

El niño tartamudeó:

—Ser… gei.

Krasikov cerró la puerta. La habitación estaba preparada. Había velas ardiendo. La luz del atardecer disminuía. Él se arrodilló ante el crucifijo y no dio a Sergei ninguna orden con la esperanza de que lo siguiera, una sencilla prueba para ver si tenía algún pasado religioso. Los que tenían experiencia se unían a él: los que no, se quedaban junto a la puerta. Sergei no se movió y permaneció junto a la puerta.

—Muchos de los niños no sabían nada cuando llegaron. Eso no es un delito. Aprenderás. Espero que Dios ocupe un día el lugar de esa figura de juguete que tanto aprecias.

Para sorpresa de Krasikov, Sergei respondió cerrando la puerta con llave. Antes de que pudiera preguntarle por qué, el chico avanzó y sacó un trozo de alambre de la oreja rota del cerdo, alzó la figura de barro por encima de su cabeza y la arrojó al suelo con todas sus fuerzas. Krasikov se volvió instintivamente, esperando que le golpeara. Pero la figura de loza no le dio y se rompió a sus pies en varios trozos grandes y desiguales. Había algo junto a los restos del cerdo: algo cilíndrico y negro. Se inclinó hacia delante y lo recogió. Era una linterna.

Confuso, trató de levantarse. Antes de que pudiera hacerlo, un lazo le pasó sobre la cabeza y se le ciñó al cuello; fino acero asegurado con un nudo. El chico sujetaba el otro extremo. Tiró y el lazo se apretó. Krasikov jadeó al quedarse sin aliento. Se le puso la cara roja al cortarse el flujo de sangre. Sus dedos se escurrieron sobre el alambre, incapaces de pasar por debajo. El chico volvió a tirar y habló con voz tranquila y compuesta, sin rastros del tartamudeo anterior.

—Conteste correctamente y vivirá.

A Leo y Timur les negaron el acceso en la entrada del refugio de niños y dos guardias les impidieron el paso. Frustrado por el retraso, Leo mostró a los hombres la foto de Lazar, y les explicó:

—Es posible que todos los implicados en la detención de este hombre sean objetivos. Ya han muerto dos personas. Si estamos en lo cierto, el Patriarca puede estar en peligro.

Los guardias no se sintieron impresionados.

—Le pasaremos el mensaje.

—Tenemos que hablar con él.

—Sean o no de la milicia, el Patriarca nos ha dado instrucciones de que no dejemos pasar a nadie.

Hubo una conmoción arriba: se oyeron gritos. En un instante, la complacencia de los guardias se convirtió en pánico. Abandonaron su puesto, subieron por las escaleras seguidos por Leo y Timur y entraron en una gran sala llena de niños. El personal se había reunido en torno a la puerta y la sacudían, incapaces de abrirla. Los guardias se unieron al alboroto, agarraron el picaporte y escucharon todo tipo de explicaciones.

—Entró a rezar.

—Con el chico nuevo.

—Krasikov no contesta.

—Algo se ha roto.

Leo interrumpió en seco la conversación.

—Tiren la puerta abajo.

Los guardias se volvieron hacia él, dubitativos.

—Ahora mismo.

El más ancho y fuerte de los guardias corrió hacia delante y rompió el marco con el hombro. Volvió a cargar y la puerta se rompió.

Leo y Timur entraron en la habitación pasando por la abertura astillada. Una voz joven gritó autoritaria:

—¡Permanezcan donde están!

Los guardias, hombres feroces a los que la escena que tenían delante había vuelto indefensos, se pararon en seco.

El Patriarca estaba de rodillas, vuelto hacia ellos, con la cara roja como la sangre, la boca abierta y la lengua sobresaliendo obscena, como un gusano retorcido. Tenía el cuello pellizcado: un fino acero llegaba hasta las manos del chico, envueltas en trapos; el alambre se iba enrollando en ellas. Como un amo con un perro con correa, el chico ejercía cada vez más tensión y el alambre estrangularía al Patriarca o le cortaría la piel.

El chico dio un cauteloso paso atrás, casi hasta la ventana, manteniendo el alambre tenso y sin ceder un ápice. Leo salió de entre el grupo de guardias que se habían quedado paralizados ante su fracaso. Había unos diez metros entre él y el Patriarca. No podía arriesgarse a correr hacia delante. Aunque alcanzara al Patriarca, no podría meter los dedos por debajo del alambre. Dirigiéndose a Leo, advirtiendo sus cálculos, el chico dijo:

—Si te acercas, muere.

El chico abrió la ventanita y se subió al alféizar. Estaban en el primer piso, una altura excesiva para saltar. Leo preguntó:

—¿Qué quieres?

—Que este hombre pida perdón por haber traicionado a sacerdotes que confiaban en él, sacerdotes que se suponía que tenía que proteger.

Decía las palabras como si estuviera leyendo un guión. Leo miró al Patriarca. Sin duda la amenaza de la muerte lo haría ceder. Las órdenes del chico consistían en que pidiese perdón. Si ésas eran sus órdenes, él las obedecería. Era la única ventaja que tenía Leo.

—Pedirá perdón. Afloja el alambre. Déjalo hablar. Eso es lo que has venido a oír.

El Patriarca asintió, indicando que aceptaba. El chico lo pensó y lentamente aflojó el alambre. Krasikov tosió e inspiró con dificultad.

Una resistencia suprema brilló en los ojos del anciano y Leo se dio cuenta de que había cometido un error. Echando mano de todas sus fuerzas, salpicando saliva con cada palabra, dijo:

—Dile a quien quiera que te haya enviado… ¡que lo volvería a traicionar!

Excepto los del Patriarca, todos los ojos se volvieron hacia el muchacho. Pero él ya se había ido. Había saltado por la ventana.

El alambre vibró y todo el peso del chico tiró del cuello del anciano con tal fuerza que lo alzó como una marioneta manejada con cuerdas antes de caer de espaldas, ser arrastrado por el suelo y golpearse contra la ventanita. Su cuerpo quedó atrapado en el marco. Leo saltó hacia delante y agarró el alambre que estaba alrededor del cuello del Patriarca, tratando de aliviar la presión. Pero el alambre le había cortado la piel y había llegado al músculo. No había nada que hacer.

Al mirar por la ventana, vio al chico en la calle, abajo. Sin decir una palabra, Leo y Timur salieron corriendo de la habitación, abandonando a los desesperados guardias, atravesaron la sala principal del refugio, cruzaron entre los niños y bajaron. El chico era hábil y rápido, pero también muy joven, y no les sacaría mucha ventaja.

Al llegar a la calle, no se le veía por ninguna parte. No había callejones ni esquinas cerca, no podía haber cubierto toda la longitud de la calle en el poco tiempo que habían tardado en salir. Leo corrió a la ventana de donde colgaba el alambre. Encontró las huellas del muchacho en la nieve y las siguió hasta una alcantarilla. Habían apartado la nieve. Timur levantó la tapa. El agujero era profundo y una escalera de acero conducía al sistema de alcantarillado. El chico ya estaba cerca del fondo, con los trapos envolviéndose las manos. Al notar la luz sobre él, miró hacia arriba y reveló su cara a la luz del día. Cuando vio a Leo, soltó la escalera, cayó hasta abajo y desapareció en la oscuridad.

Leo se volvió hacia Timur.

—Trae las linternas del coche.

Sin esperar, Leo agarró la escalera y empezó a bajar. Estaba helada y, sin guantes, se le pegaban las manos al acero. Cada vez que soltaba las barras se le desgarraba la piel. Tenía unos guantes en el coche, pero no podía retrasar la persecución. El sistema de alcantarillado era un laberinto de túneles: el chico podía desaparecer por cualquiera de ellos; si hacía un giro sin ser visto, sería libre. Apretando los dientes de dolor, las palmas de las manos de Leo empezaron a sangrar a medida que la piel se le resquebrajaba a tiras. Con los ojos acuosos, miró hacia abajo y calculó la distancia restante. Aún estaba demasiado alto para saltar. Tenía que seguir, obligado a apretar la carne viva contra el acero helado. Gritó al soltar la escalera.

Aterrizó de cualquier manera sobre un estrecho suelo de cemento y resbaló; estuvo a punto de caerse en una profunda corriente de agua sucia. Se enderezó y examinó el entorno: un gran túnel de ladrillo, de apenas el tamaño de un túnel de metro. Un foco de luz de sol que caía desde el agujero de arriba iluminaba un pequeño trozo de tierra a su alrededor, pero nada más. Delante de él todo estaba oscuro, excepto un parpadeo, como una luciérnaga, unos cincuenta metros por delante de él. Era el chico: tenía una linterna, se había preparado para escapar así.

El parpadeo de luz desapareció. O el chico había apagado su linterna o se había ido por otro túnel. Incapaz de continuar en la oscuridad, incapaz de ver por dónde caminaba, Leo miró hacia el agujero de arriba, esperando a Timur. Cada segundo era vital.

—Vamos…

La cara de Timur apareció en lo alto.

—¡Tírala!

Si no conseguía coger la linterna, ésta se rompería contra el cemento y no podría seguir al chico hasta que Timur bajara. Por entonces, el chaval habría desaparecido. Timur retrocedió para no tapar la luz. Su brazo apareció estirado, sujetando una linterna que colocó en el centro del agujero. Los ojos de Leo la siguieron mientras empezaba a girar y rebotaba en la pared, con un movimiento totalmente impredecible. Dio un paso hacia delante, extendió el brazo y cogió el asa; sintió pinchazos en la palma en carne viva al agarrarla. Luchando contra el instinto de soltar la linterna, le dio al interruptor. La bombilla aún funcionaba. Enfocó el haz en dirección al lugar por donde había desaparecido el muchacho y descubrió un bordillo que corría a lo largo del túnel sobre la lenta corriente de porquería. Empezó a andar, estorbado por el hielo y el limo, con las gruesas botas resbalando sobre la precaria superficie. Mitigado por el frío, el olor no era insoportable y se limitó a hacer inspiraciones cortas y poco profundas.

El bordillo desaparecía por donde el chico se había marchado. Había un túnel secundario, mucho más pequeño —de sólo un metro de ancho—, cuya base parecía estar a la altura del hombro. El túnel lateral iba hacia la corriente que había debajo. Había excrementos pegados a la pared. El chico debía de haber trepado. No había otra posibilidad. Leo tendría que reptar por el túnel.

Metió antes la linterna. Impulsándose, se agarró a los lados, llenos de cieno y sus heridas abiertas rugieron de dolor al exponer su carne a la porquería y los excrementos. Mareado, trató de enderezarse, consciente de que si se soltaba, caería en el agua de debajo. Pero no había nada a lo que agarrarse dentro del túnel; extendió la mano, que salpicó la superficie blanda y curva. La punta de su bota se aferró a los ladrillos: se impulsó hacia el túnel, tumbado de espaldas, tratando de limpiarse la suciedad de las manos. En el cerrado espacio el olor era mareante. Le dieron arcadas. Consiguió no vomitar y sujetó bien la linterna. Iluminó el túnel y reptó sobre la tripa, usando los codos para impulsarse hacia delante.

Una serie de barras oxidadas bloqueaban el camino: el espacio que había entre ellas era menor que el ancho de la mano. El chico debía de haberse ido por otro camino. A punto de volver, Leo se detuvo. Estaba seguro: no había otro camino. Limpió la suciedad y examinó las barras. Dos estaban sueltas. Las agarró y las sacudió. Se podían quitar. El chico había reconocido aquella ruta, por eso tenía la linterna, por eso sabía que tenía que llevar trapos; siempre había tenido la idea de escapar por las alcantarillas. Aun después de quitar las dos barras, a Leo le costó pasar por el hueco. Obligado a quitarse la chaqueta para pasar, salió a una cavernosa cámara.

Bajó los pies y el suelo pareció moverse. Dirigió la linterna hacia el suelo. Estaba plagado de ratas, tres o cuatro niveles de ellas, que trepaban unas sobre otras. Su repugnancia se vio moderada por la curiosidad: todas iban en una misma dirección. Enfocó la luz hacia el lado contrario al que iban y vio un túnel más ancho por el que salían. Dentro del túnel Leo descubrió al chico, a unos cien metros más allá. El chico no corría: estaba de pie contra la pared, con la mano colocada sobre ella. Con cuidado, con la sensación de que algo iba mal, Leo avanzó.

El chico se giró y, al ver a su perseguidor, se puso a correr de nuevo. Llevaba la linterna colgada del cuello con un trozo de cuerda, lo que le permitía tener las dos manos libres. Leo extendió la mano y tocó la pared del túnel. Las vibraciones eran tan intensas que sus dedos temblaron.

El chico aceleraba y el agua salpicaba alrededor de sus tobillos. Leo siguió sus movimientos con la linterna. Ágil como un gato, el muchacho usaba las paredes curvas para saltar e impulsarse con ellas y correr hacia delante. Su objetivo era el primer peldaño de una escalera de mano que surgía de un túnel vertical que subía. No pudo coger el escalón más bajo y cayó al suelo con un chasquido. Leo corrió hacia delante. Tras él, pudo oír a Timur gritando de asco, sin duda al ver la masa de ratas. El chico estaba de pie y se preparaba para saltar de nuevo hacia la escalera.

De pronto, el fino flujo de agua apestosa empezó a crecer y a aumentar de volumen. Un retumbar tremendo llenó el túnel. Leo dirigió la linterna hacia arriba. El rayo de luz iluminó una espuma blanca: el extremo de un muro de agua que corría hacia ellos a menos de doscientos metros.

En los pocos segundos que le quedaban, el chico intentó de nuevo alcanzar la escalera, saltando contra el muro para llegar al primer escalón. Esta vez se pudo agarrar y se colgó de él con las dos manos. Se impulsó hacia arriba y subió por el túnel vertical, fuera del alcance del agua. Leo se giró. El agua se acercaba. Timur acababa de entrar en el túnel principal.

Al llegar a la base de la escalera, Leo se metió la linterna entre los dientes y saltó. Pudo agarrar la barra de acero, con las manos ardiendo, mientras se impulsaba hacia arriba. Ignorando el dolor, se apresuró y consiguió acercarse al fugitivo. Le cogió del pie. Sin soltarlo mientras el chico trataba de zafarse, Leo enfocó con la linterna hacia abajo. Timur, en el fondo, despavorido, dejó caer la linterna y saltó. Agarró el primer escalón con las dos manos justo cuando el agua se estrellaba a su alrededor, agua blanca espumosa explotando hacia el túnel vertical.

El chico rió.

—¡Si quieres salvar a tu amigo tendrás que soltarme!

Tenía razón. Leo tuvo que soltar al chico, bajar y ayudar a Timur.

—¡Va a morir!

Timur surgió del agua, jadeando, se impulsó hacia arriba, se enganchó con un brazo al escalón siguiente y se liberó de la espuma. Su cuerpo permanecía aún casi enteramente sumergido, pero estaba bien agarrado.

Aliviado, Leo no se movió y no soltó al chico, que se retorcía y daba patadas. Timur llegó a la altura de Leo, le cogió la linterna de la boca y enfocó la cara del chico.

—Vuelve a dar una patada y te rompo la pierna.

El chico se detuvo: no había duda de que Timur hablaba en serio. Leo añadió:

—Subiremos juntos lentamente hasta el siguiente nivel. ¿Entendido?

El chico asintió. Los tres empezaron a subir despacio, torpes, una masa de miembros que se movía como una araña deformada.

En lo alto de la escalera, Leo se quedó quieto, sujetando el tobillo del chico mientras Timur subía por encima de ellos y llegaba al pasaje de arriba.

—Suéltalo.

Leo lo soltó y subió. Timur sujetaba los brazos del chico. Leo cogió la linterna con la punta de los dedos, para evitar tocarla con las palmas ensangrentadas. Iluminó la cara del chico con la linterna.

—Tu única oportunidad para seguir vivo es contarme qué ha sucedido. Has asesinado a un hombre muy importante. Mucha gente va a pedir la ejecución.

Timur negó con la cabeza.

—Estás perdiendo el tiempo. Mírale el cuello.

El cuello del chico estaba marcado con un tatuaje, una cruz ortodoxa. Timur explicó:

—Es miembro de una pandilla. Prefiere morir antes que hablar.

El chico sonrió.

—Estás aquí abajo mientras arriba…, tu mujer…, Raisa…

La reacción de Leo fue instantánea: saltó hacia delante, agarró al chico por la camisa, lo liberó de Timur y lo levantó por el aire. Era la oportunidad que necesitaba el chico. Como una anguila, se escurrió de la camisa, se dejó caer al suelo y se lanzó hacia un lado. Leo soltó la camisa, movió la linterna y encontró al chico agachado sobre el extremo del bordillo. El chaval avanzó y cayó al agua de debajo. Leo extendió la mano, pero era demasiado tarde. Miró hacia abajo y no vio señal alguna del chico: había caído a las rápidas aguas, que se lo habían llevado.

Frenético, Leo miró a su alrededor: un túnel cerrado de cemento. Raisa estaba en peligro. Y no había salida.