El mismo día

En el corredor comunitario que había delante del piso de Nikolai estaban los restos del discurso. Al ver las páginas rotas, al leer algunas palabras, Leo levantó la pistola. Detrás de él, Timur hizo lo mismo. Leo, oyendo cómo crujía el papel bajo sus pies, extendió una mano y agarró el picaporte de la puerta. El piso estaba abierto. Empujó la puerta y los dos entraron en la zona vacía del salón. No había señales de lucha. Las puertas de las otras habitaciones se encontraban cerradas excepto una: la del cuarto de baño.

La bañera estaba llena hasta el borde y la superficie del agua ensangrentada sólo la rompían la cabeza de Nikolai y la isla de su grueso y peludo vientre. Tenía los ojos y la boca abiertos, como si le sorprendiera que un ángel, y no un demonio, le hubiera dado la bienvenida a la muerte. Leo se agachó junto a su antiguo mentor, un hombre cuyas lecciones se había pasado los tres años anteriores tratando de olvidar. Timur lo llamó:

—Leo…

Al advertir el tono de su ayudante, se puso de pie y lo siguió a la otra habitación.

Las dos niñas parecían dormidas, con las mantas cubriéndoles el cuerpo hasta el cuello. Si hubiera sido de noche, la quietud de la habitación no habría parecido rara. Pero era mediodía y la luz del sol entraba por las rendijas de las cortinas. Ambas niñas miraban hacia la pared; se daban la espalda una a la otra. El largo y brillante cabello de la hija mayor estaba esparcido sobre la almohada. Leo lo apartó y le tocó el cuello. Quedaba aún un ligero resto de calor, conservado por el grosor del edredón que le habían puesto amorosamente encima. No había señales de heridas en su cuerpo. La más pequeña, de no más de cuatro años, estaba colocada de manera idéntica. Estaba fría. Su pequeño cuerpo había perdido el calor más deprisa que el de su hermana. Leo cerró los ojos. Habría podido salvar a aquellas niñas.

En la habitación de al lado, la esposa de Nikolai, Ariadna, parecía dormida, como sus hijas. Leo la había conocido algo. Siete años antes, después de una detención, Nikolai solía insistir a Leo para que comiera con él. Por muy tarde que fuera, Ariadna siempre hacía la cena y ofrecía hospitalidad y tranquilidad después de las crueldades mutuas de Leo y Nikolai. Las cenas pretendían ser una demostración del valor del espacio doméstico, donde los detalles de su sangriento trabajo no existían, donde podía conservar la ilusión de no ser más que un amante marido corriente. Leo, sentado ante el tocador de ella, contemplaba el cepillo de marfil y hueso, los perfumes y polvos; lujos que Ariadna había aceptado como pago de su devoción sin preguntas. No se había dado cuenta de que la ignorancia no era una elección: era una condición de su existencia. Nikolai no consentiría que su familia fuera de ninguna otra manera.

«Nunca le cuentes nada a tu mujer».

Cuando era un joven oficial, Leo había interpretado aquella advertencia, que le habían susurrado después de haber hecho su primera detención, como algo referente a la necesidad de precaución y discreción, una lección sobre la falta de confianza incluso en los que le eran más cercanos. Pero no era eso lo que Nikolai había querido decir.

Incapaz de permanecer más tiempo en el apartamento, Leo se levantó, vacilante. Dejó los cuerpos atrás y corrió al corredor comunitario, apoyándose en la pared, respirando hondo y mirando hacia los restos del discurso de Jruschev, enviado a la puerta de Nikolai y colocado allí con una intención letal. Al volver a casa la noche anterior, Nikolai había leído un pequeño fragmento; la mayoría estaba aún sin tocar en la caja. Una página estaba desgarrada. ¿Había creído Nikolai que podría destruir aquellas palabras? Si se le había pasado por la cabeza, la carta que las acompañaba habría eliminado esa idea. El discurso tenía que copiarse y distribuirse. La inclusión de la carta oficial era un mensaje a Nikolai que decía que los secretos de su pasado ya no eran sólo suyos.

Leo miró a Timur. Antes de unirse al Departamento de Homicidios, había sido un oficial de la milicia que detenía a borrachos, ladrones y violadores. La milicia también había hecho detenciones políticas. Pero Timur había tenido suerte, no se le había pedido nunca nada así, al menos que le hubiera reconocido a Leo.

Timur, que rara vez perdía el control de sus emociones, estaba visiblemente furioso.

—Nikolai era un cobarde.

Leo asintió. Era cierto. Se había asustado demasiado al enfrentarse a la desaprobación. La vida de Nikolai era su familia. No podía vivir sin ellos. Tampoco podía morir sin ellos.

Leo cogió una página del discurso y la miró como si fuera un cuchillo o una pistola; la más efectiva de las armas letales. Había leído el discurso aquella mañana, después de que se lo hubieran enviado a él. Impresionado ante el ataque velado, Leo había tardado muy poco en darse cuenta de que, si le habían mandado a él el discurso, Nikolai lo habría recibido también. El objetivo estaba claro: la gente responsable de los crímenes descritos en él.

Un ruido de pasos llenó las escaleras. Había llegado el KGB.

Los oficiales del KGB entraron en el apartamento y miraron a Leo con abierto desprecio. Ya no era uno de ellos, había vuelto la espalda a sus filas. Había rechazado un trabajo para dirigir su Departamento de Homicidios, un departamento que habían querido cerrar desde su inicio. Como valoraban la lealtad por encima de todo, a sus ojos era lo peor: un traidor.

Al mando estaba Frol Panin, el oficial superior de Leo del Ministerio del Interior, la oficina de Investigaciones Criminales. De unos cincuenta años, Panin era guapo, bien vestido, encantador. Aunque Leo nunca había visto una película de Hollywood, imaginaba que Panin era el tipo de hombre al que contratarían. Hablaba varios idiomas y era un antiguo embajador que había sobrevivido al reino de Stalin por haber vivido fuera. Se rumoreaba que no bebía, que hacía ejercicio a diario y que se cortaba el pelo una vez a la semana. Al contrario que muchos oficiales que se enorgullecían de su modesto origen y su indiferencia por algo tan burgués como las apariencias, Panin era abiertamente inmaculado. Hablaba bajo, era educado, pertenecía a una nueva raza de oficiales que, sin duda, aprobaban el discurso de Jruschev. Se le criticaba a menudo por detrás. Se decía que ningún hombre tan afectado habría durado con Stalin. Sus manos eran demasiado suaves, sus uñas demasiado limpias. Leo estaba seguro de que Panin se tomaría aquello como un cumplido.

Panin estudió animadamente la escena del crimen antes de dirigirse a los oficiales del KGB:

—Que nadie abandone el edificio. Revisen todos los pisos, comprueben los datos de las personas registradas en ellos y asegúrense de contabilizar a cada persona. Que nadie vaya al trabajo, y los que ya se hayan ido, tráiganlos para interrogarlos. Entrevisten a todo el mundo, descubran lo que han visto u oído. Si sospechan que están mintiendo, llévenlos a una celda y vuelvan a interrogarlos. Nada de violencia ni amenazas, pero háganles saber que nuestra paciencia tiene un límite. Si saben algo… —Panin hizo una pausa y añadió—: Trataremos todo esto individualmente. También quiero una tapadera. Acuerden entre ustedes los detalles, pero no mencionen el asesinato. ¿Entendido?

Pensando que mejor no les daba la responsabilidad de inventar una mentira plausible, continuó:

—Estos cuatro ciudadanos no han sido asesinados. Han sido detenidos y se los han llevado. Las niñas han sido enviadas a un orfanato. Empiecen a difundir sus actitudes subversivas. Utilicen a la gente que tengan a su disposición en comunidades vecinas. Es imprescindible que nadie vea los cuerpos cuando se los lleven. Limpien la calle si es preciso.

Era mejor que la sociedad creyera que habían detenido a una familia entera y que nunca la iban a volver a ver que saber que un oficial retirado del MGB había asesinado a su familia.

Panin se volvió hacia Leo.

—¿Vio a Nikolai anoche?

—Me telefoneó hacia las doce. Fue una sorpresa. No había hablado con él desde hacía más de cinco años. Estaba preocupado, borracho. Quería verme y le dije que sí. Yo estaba cansado. Era muy tarde. Él se mostraba incoherente. Le dije que se fuera a casa y que hablaríamos cuando estuviera sobrio. No lo vi más. Cuando volvió a casa, encontró el discurso de Jruschev en la puerta. Lo pusieron allí como parte de una campaña contra él, instigada, creo, por la misma gente que puso el discurso en mi puerta esta mañana.

—¿Lo ha leído?

—Sí, por eso vine aquí. Me parecía demasiada coincidencia que me lo mandaran y que Nikolai se hubiera puesto en contacto conmigo.

Panin se giró y miró a Nikolai en el agua sangrienta de la bañera.

—Yo estaba en el Palacio del Kremlin cuando Nikita Jruschev dio el discurso. Duró varias horas y nadie se movió; silencio, incredulidad. Sólo un pequeño número de personas trabajaron en él, miembros selectos del Presidium. No se había dado ningún aviso. El Vigésimo Congreso empezó con diez jornadas de charlas irrelevantes. Los delegados seguían aplaudiendo el nombre de Stalin. El último día, los delegados extranjeros se disponían a irse a casa. Nos llamaron para una sesión a puerta cerrada. Jruschev mostró cierto placer en su tarea. Le apasiona admitir los errores del pasado.

—¿Ante todo el país?

—Dijo que aquellas palabras no podrían salir de los límites de la sala o saldría perjudicada a la reputación de nuestra nación.

Leo no pudo evitar que la ira se adivinara en su voz.

—Entonces ¿por qué hay millones de copias en circulación?

—Mintió. Quiere que la gente lo lea. Quiere que la gente sepa que él fue la primera persona que pidió perdón. Ha ocupado su sitio en la Historia. Es el primer hombre que ha criticado a Stalin y no ha sido ejecutado. La advertencia de que no se iba a publicar en la prensa era una concesión a los que se oponían al discurso. Por supuesto, esta estipulación es absurda en el contexto de un plan para distribuirlo ampliamente.

—Jruschev empezó con Stalin.

Panin sonrió.

—Todos somos culpables, ¿no? Y él lo siente así. Se está confesando selectivamente. En muchos sentidos, es una denuncia pasada de moda. Stalin es malo: yo soy bueno. Yo tengo razón: ellos están equivocados.

—Nikolai, yo mismo, somos la gente a la que él quiere que odien. Nos está convirtiendo en monstruos.

—O mostrando al mundo los monstruos que realmente somos. Me incluyo a mí mismo, Leo. Es cierto para todos los que están implicados, todos los que hicieron funcionar el sistema. No estamos hablando de una lista de cinco nombres. Estamos hablando de millones de personas, todos de forma activa envueltos o cómplices. ¿Ha pensado en la posibilidad de que los culpables pueden superar en número a los inocentes? ¿Que los inocentes pueden ser una minoría?

Leo echó un vistazo a los oficiales del KGB que examinaban a las dos hijas.

—Hay que coger a la gente que envió este discurso a Nikolai.

—¿Qué pistas tiene?

Leo abrió su cuaderno de notas y sacó la hoja doblada de papel que había cogido en la imprenta de Moskvin.

Bajo tortura, Eikhe.

Panin la examinó mientras Leo miraba una página de la copia del discurso de Nikolai. Señaló una línea.

Bajo tortura, Eikhe se vio obligado a firmar un protocolo de su confesión preparado con anterioridad por los jueces investigadores.

Al ver la repetición de las palabras, Panin preguntó:

—¿De dónde ha salido la primera hoja?

—De una imprenta dirigida por un hombre llamado Suren Moskvin, retirado del MGB. Estoy seguro de que le entregaron el discurso. Sus hijos dicen que tenía un contrato oficial con el Estado para imprimir cien mil copias, pero no he encontrado prueba alguna de ese contrato. No creo que existiera: era mentira. Le dijeron que era un contrato del Estado y le dieron el discurso. Él trabajó durante toda la noche mecanografiándolo. Cuando llegó a esas palabras, decidió suicidarse. Le dieron el discurso sabiendo el efecto que causaría en él, igual que se lo dieron a Nikolai o me lo dieron a mí. Ayer, Nikolai dijo que le habían mandado fotografías de la gente a la que había detenido. Moskvin también fue acosado con fotografías de gente con la que había estado en contacto.

Leo cogió el volumen modificado del texto de Lenin con la foto de detención pegada a la tapa, sobre la de Lenin.

—Estoy seguro de que una persona nos relaciona a los tres: Suren, Nikolai y yo. Alguien que hace poco haya salido de la cárcel, un pariente de alguna…

Leo hizo una pausa antes de añadir la palabra:

—Una víctima.

Timur preguntó:

—¿A cuánta gente detuviste cuando eras oficial del MGB?

Leo se quedó pensando. A veces detenía a familias enteras; seis personas en una noche.

—A lo largo de tres años… A muchos cientos.

Timur no podía ocultar su sorpresa. El número era alto. Panin comentó:

—¿Y cree que el autor mandaría una fotografía?

—Ya no nos tienen miedo. Nosotros les tenemos miedo a ellos. Panin dio una palmada para reunir a los diversos oficiales.

—Registren este piso. Estamos buscando un paquete de fotografías.

Leo añadió:

—Nikolai las habría escondido con cuidado. Resultaba fundamental que su familia no las encontrara. Era un agente, se le daba bien esconder cosas y saber dónde podría mirar la gente.

Les llevó dos horas registrar sistemáticamente el lujoso apartamento que Nikolai había tardado años en amueblar y decorar. Para buscar debajo de la cama y levantar los suelos, colocaron los cuerpos de las niñas y la mujer en el centro del salón, envueltos en sábanas. A su alrededor, rompieron armarios, desgarraron colchones. No encontraron foto alguna.

Frustrado, Leo se quedó mirando a Nikolai en su baño de agua ensangrentada.

Tuvo una idea. Entró en el baño y, sin quitarse la camisa, hundió el brazo en el agua. Tocó la mano de Nikolai. Tenía los dedos cerrados alrededor de un grueso sobre. Lo estaba agarrando cuando murió. El papel se había ablandado y se rompió en cuanto Leo lo palpó; el contenido flotó en la superficie. Timur y Panin se unieron a Leo y vieron cómo uno por uno los rostros de hombres y mujeres emergían desde el fondo ensangrentado de la bañera. Pronto, una capa de fotografías, cientos de caras que se superponían, flotaron arriba y abajo. Los ojos de Leo pasaban de rostros de ancianas a rostros de hombres jóvenes, madres y padres, hijos e hijas. No reconoció a ninguno. De pronto, una cara le llamó la atención. La sacó del agua. Timur preguntó:

—¿Conoces a ese hombre?

Sí, Leo lo conocía. Se llamaba Lazar.