El mismo día

El vagón de metro no estaba demasiado lleno, pero Elena cogió la mano de Raisa y la agarró con fuerza, como si tuviera miedo de que las fueran a separar. Las dos niñas permanecían inusualmente calladas. El comportamiento de Leo aquella mañana las había alterado. Raisa no podía entender qué le había pasado. Solía ser muy cuidadoso delante de las niñas, pero parecía aceptar que estaban a punto de sentarse a desayunar y ser testigos de su preocupación por aquella palabra: «tortura». Cuando ella le pidió que se llevara la hoja de papel, para que se tranquilizara, él obedeció, pero volvió a la cocina en el mismo estado de nervios, mirando fijamente a las niñas y sin decir una palabra. Con los ojos inyectados en sangre y la mirada perdida: ella no había visto aquella expresión desde hacía años, desde que volvía de misiones nocturnas como oficial de la policía secreta, exhausto y aun así incapaz de irse a la cama. Se ovillaba en un rincón, en la oscuridad, de mal humor, silencioso, como si los acontecimientos de la noche anterior se repitieran una y otra vez en su cabeza. Durante aquella época nunca hablaba de su trabajo, pero Raisa sabía lo que estaba haciendo: detenía a gente indiscriminadamente, y en secreto lo odiaba por ello.

Aquellos tiempos habían pasado. Leo había cambiado, estaba segura. Había arriesgado su vida para apartarse de una profesión que consistía en detenciones a medianoche y confesiones forzadas. El aparato de la Seguridad del Estado seguía existiendo, con el nombre de KGB, y seguía teniendo presencia en la vida de todos, pero Leo ya no tomaba parte en sus operaciones y había rechazado la oferta de una posición de alto rango. En lugar de ello, y corriendo riesgos mucho mayores, había abierto su propio departamento de investigación.

Cada noche compartía historias de su día de trabajo, en parte, porque le interesaba la opinión de ella y, en parte, para demostrar lo diferente que era aquel departamento del KGB, pero sobre todo para demostrar que ya no había secretos entre ellos. Aun así, su aprobación no era suficiente. Raisa, cuando lo observaba con las niñas, se daba cuenta de que actuaba como si estuviera maldito, como si fuera un personaje de un cuento infantil, y sólo las palabras «te queremos», dichas por las niñas podrían romper el negro hechizo de su pasado.

A pesar de sus frustraciones, Leo nunca había mostrado celos ante la sencilla relación de Raisa con Elena y Zoya, aunque Zoya lo atormentaba deliberadamente mostrando mucho afecto hacia ella y frialdad hacia él. Durante los tres años anteriores, él había aguantado groserías y rechazo, sin perder nunca los nervios, quitando importancia a la hostilidad, como si pensara que no merecía otra cosa. Había convertido a las niñas en su única esperanza de redención. Zoya lo sabía y reaccionaba en contra. Cuanto más buscaba él su afecto, más lo odiaba ella. Raisa no podía señalar esa contradicción, ni decirle que se relajara. Antes era un fanático del comunismo, ahora un fanático de su familia. Su visión de la utopía había menguado, era menos abstracta y, aunque sólo comprendía ahora a cuatro personas en lugar de al mundo entero, seguía siendo igual de evasiva.

El tren se detuvo en la estación TsPkiO, abreviatura de su nombre completo, Tsentralnyl Park Kulturyi Otdykha Imeni Gorkovo. La primera vez que las niñas lo habían oído entero por el sistema de megafonía, se habían echado a reír. Zoya, cogida de improviso ante aquellas palabras absurdas, había revelado una bonita sonrisa que solía mantener escondida. En aquel momento Raisa pudo ver con fugacidad a la niña que había sido: alegre e irreverente. En unos segundos, su sonrisa desapareció. Raisa sintió un intenso dolor. No estaba menos implicada emocionalmente. Ella y Leo no habían podido tener hijos propios: la adopción era su única posibilidad de ser madre. Pero era la que mejor escondía sus sentimientos, aunque Leo hubiera sido entrenado por la policía secreta. Ella había tomado una decisión táctica y tenía cuidado de que las niñas no fueran conscientes todo el tiempo de lo importantes que eran para ella. Las trataba sin grandes ceremonias y establecía bases funcionales: la escuela, la ropa, la comida, las salidas, los deberes. Aunque ambos tenían formas de ser diferentes, ella compartía el sueño de Leo, el sueño de crear una familia amante y feliz.

Raisa y las niñas salieron en la estación de la esquina de Ostozhenka y Novokrymskiy de camino a sus respectivas escuelas, siguiendo un sendero hecho en la nieve. Raisa hubiera querido que las dos niñas fueran al mismo colegio, donde ella también pudiera dar clase, para que las tres estuvieran juntas. Pero las autoridades de la escuela, u otras a un nivel más alto, habían decidido que Zoya fuera al Lycée 1535. Como allí sólo aceptaban a estudiantes de secundaria, Elena tuvo que ir a otra escuela primaria. Raisa se había resistido, ya que la mayoría de escuelas aceptaban estudiantes de primaria y secundaria y no había necesidad de separarlas. Su petición había sido rechazada. Los hermanos estaban en la escuela para crear una relación con el Estado, no para refugiarse en los lazos familiares. Según estos razonamientos, Raisa había tenido suerte al encontrar trabajo en el Lycée 1535, y había renunciado a la demanda para poder tener esa ventaja. Al menos así podía echar un vistazo a Zoya. Aunque Elena era más pequeña y le ponía más nerviosa la idea de ir a una nueva escuela en una ciudad grande, Zoya preocupaba mucho más a Raisa. Iba más atrasada porque la escuela de su aldea no estaba a la altura de las exigencias de Moscú. No cabía duda de que era muy inteligente. Pero estaba sin pulir, no tenía un rumbo claro ni disciplina y, al contrario que Elena, se negaba a hacer esfuerzos por adaptarse, como si fuera una cuestión de principios permanecer aislada.

Delante de la escuela primaria, una mansión aristocrática prerrevolucionaria, Raisa se pasó un tiempo innecesariamente largo arreglando el uniforme de Elena. Al fin, la abrazó y susurró:

—Todo va a ir bien, te lo prometo.

Durante los primeros meses Elena lloraba cuando se separaba de Zoya. Aunque se fue adaptando poco a poco a pasar ocho horas sin ella, al final de la jornada, sin excepción, se colocaba junto a la verja para esperar ansiosa reunirse con ella. Su emoción al ver a su hermana mayor no había disminuido; un encuentro tan lleno de alegría como si hubieran estado separadas un año.

Después de que Zoya le diera un abrazo a su hermana, Elena corrió hacia el interior de la escuela y se detuvo en la puerta para decir adiós con la mano. Una vez dentro, Zoya y Raisa caminaron en silencio hacia el Lycée. Raisa se resistió al deseo de hacer preguntas a Zoya. No quería ponerla nerviosa antes de clase. Hasta la más sencilla de las preguntas podía ponerla a la defensiva y desencadenar una serie de comportamientos alterados que se alargaban durante todo el día. Si le preguntaba sobre el trabajo en la escuela, ella se lo tomaba como una crítica implícita a sus logros académicos. Si le preguntaba por sus compañeros, era una referencia a su negativa a hacer amigos. El único tema del que se podía hablar eran las habilidades atléticas de Zoya. Era alta y fuerte. Por supuesto, odiaba los deportes de equipo, pues no era capaz de aceptar órdenes. Los deportes individuales eran otra cuestión; era una excelente nadadora y corredora, la más rápida de la escuela de su edad. Si participaba en una competición, perdía deliberadamente la carrera, aunque tenía el orgullo suficiente como para no llegar la última. Buscaba el cuarto lugar y, como a veces calculaba mal, o se olvidaba de lo que estaba haciendo en el fragor del momento, podía llegar tercera e incluso segunda.

Construido en 1929, el Lycée 1535 era de diseño anguloso y sobrio, y estaba destinado a encarnar un enfoque igualitario en la enseñanza, un nuevo tipo de arquitectura para un nuevo tipo de estudiante. A veinte metros de la verja, Zoya se detuvo y permaneció inmóvil con la mirada fija ante sí. Raisa se agachó.

—¿Qué pasa?

Zoya dejó caer la cabeza y habló en voz baja.

—Me siento triste. Me siento triste todo el tiempo.

Raisa se mordió el labio, tratando de no llorar. Puso una mano sobre el brazo de Zoya.

—Dime qué puedo hacer.

—Elena no puede volver a ese orfanato; no puede volver nunca más.

—Nadie va a ir a ninguna parte.

—Quiero que se quede contigo.

—Se quedará. Las dos os quedaréis. Claro que sí. Os quiero mucho. Raisa nunca se había atrevido a decir eso en voz alta.

Zoya la miró cautelosa.

—No puedo ser feliz… viviendo contigo.

Nunca habían hablado así. Raisa tenía que tener cuidado: si decía algo equivocado o contestaba mal, Zoya se cerraría y puede que nunca tuviera otra oportunidad.

—Dime lo que quieres que haga.

Zoya se quedó pensando.

—Deja a Leo.

Sus hermosos ojos parecieron hincharse para absorber cada detalle de la reacción de Raisa. La expresión de Zoya era de esperanza ante la idea de no volver a ver nunca a Leo. Le estaba pidiendo a Raisa que se divorciara. ¿Dónde podía haberse enterado de que existía el divorcio? Rara vez se hablaba de ello. La actitud inicialmente permisiva del Estado se había endurecido bajo el gobierno de Stalin y el divorcio era más difícil, caro y estigmatizado. En el pasado, Raisa había pensado muchas veces en una vida sin Leo. ¿Habría detectado Zoya los restos de aquella relación amarga y se habría esperanzado? ¿Se habría atrevido a pedirlo si no pensara que había una oportunidad de que Raisa accediera?

—Zoya…

Raisa se veía atrapada por un intenso deseo de conceder a la niña lo que quisiera. Al mismo tiempo, la niña era muy joven, necesitaba ser guiada y no podía exigir cosas raras y esperar que se hicieran realidad.

—Leo ha cambiado. Hablemos los tres esta noche.

—No quiero hablar con él. No quiero verlo. No quiero oír su voz. Quiero que lo dejes.

—Pero Zoya… le amo.

La esperanza desapareció del rostro de Zoya. Su expresión se volvió fría. Sin decir una palabra más, echó a correr. Dejó atrás a Raisa y atravesó la verja de entrada.

Raisa vio cómo Zoya desaparecía en la escuela. No podía correr tras ella: no podían hablar delante de los otros estudiantes y además era demasiado tarde. Zoya permanecería silenciosa, negándose a contestar. El momento había pasado, la oportunidad se había ido y Raisa había dado su respuesta: «Le amo». Las palabras encontraron un triste estoicismo, como un convicto que oye la confirmación de una sentencia de muerte. Raisa, maldiciéndose por haber respondido de forma tan tajante, entró en el recinto de la escuela. Ignorando a estudiantes y profesores que pasaban junto a ella, pensó en el sueño de Zoya: una vida sin Leo.

Dentro del edificio, pasó a la sala de profesores, incapaz de concentrarse, confusa y distraída. Raisa encontró un paquete para ella. Llevaba una carta. La abrió y la miró. Iba a leer el documento que había dentro a todos sus estudiantes, a todos los grupos. La carta era del Ministerio de Educación. Rompió el papel marrón que envolvía el paquete y miró la tapa de la caja:

NO IMPRIMIR

Levantó la tapa y sacó el grueso fajo de papeles pulcramente mecanografiados. Como profesora de política, le enviaban con regularidad material y le ordenaban pasárselo a sus estudiantes. Tras haber leído la carta, la tiró a la papelera y vio que ésta estaba llena de cartas idénticas. Debían de haber mandado cartas a todos los profesores, que deberían leer el discurso a cada clase. Raisa cogió la caja apresurándose, porque ya llegaba tarde.

Al llegar al aula vio que sus alumnos hablaban, aprovechando su retraso. Había treinta estudiantes de entre quince y dieciséis años. Había dado clase a muchos de ellos durante los tres años que llevaba en la escuela. Puso las páginas sobre la mesa y les explicó que ese día oirían un discurso de su líder, Jruschev. Cuando los aplausos amainaron, Raisa empezó a leer en voz alta.

—Informe especial sobre el Vigésimo Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Sesión cerrada. 25 de febrero de 1956. Por Nikita Sergeyevich Jruschev, primer secretario, Partido Comunista de la Unión Soviética.

Era el primer congreso desde la muerte de Stalin. Raisa recordó a su clase que la Revolución comunista era mundial y que en esas reuniones había emisarios de partidos internacionales de los trabajadores, además de líderes soviéticos. Preparada para pasar una hora hablando de lugares comunes y declaraciones autohalagadoras, sus pensamientos se centraron en la improbable esperanza de que Zoya consiguiera pasar el día sin meterse en ninguna pelea.

Rápidamente su atención volvió al material que estaba leyendo. No era un discurso corriente. Empezaba con las descripciones habituales de los sorprendentes logros soviéticos. A mitad del cuarto párrafo, sus manos se tensaron sobre el papel y se detuvo, incapaz de creer lo que estaba viendo. La clase permanecía en silencio. Con voz insegura leyó:

—El culto a la personalidad de Stalin ha ido creciendo poco a poco, un culto que se convirtió en origen de una serie de perversiones muy graves de los principios del Partido, de la democracia del Partido, de la legalidad revolucionaria.

Sorprendida, hojeó las páginas, preguntándose si había más de aquello, y leyó en silencio:

—Las características negativas de Stalin, que, en tiempos de Lenin, eran sólo incipientes, se transformaron durante los últimos años en un grave abuso de poder…

Raisa se había pasado toda su carrera haciendo propaganda del Estado, enseñando a aquellos niños que el Estado siempre tenía razón, que era bueno y justo. Si Stalin había sido culpable de fomentar un culto, Raisa había colaborado en ello. Había justificado enseñar tales falsedades, pues era necesario que sus alumnos aprendieran el lenguaje de la adulación, el vocabulario de la adoración al Estado sin el que serían vulnerables a la sospecha. La relación entre un estudiante y un profesor dependía de la confianza. Ella creía haber defendido aquella premisa no en el sentido ortodoxo de que hubiera dicho la verdad, sino que les había dicho las verdades que tenían que oír. Aquellas palabras la convertían en una tramposa. Alzó la mirada. Los estudiantes estaban demasiado confusos para comprender aquellas implicaciones de inmediato. Pero acabarían haciéndolo. Entenderían que ella no era un modelo ilustrado, sino una esclava de cualquiera que estuviera al mando.

La puerta se abrió de par en par. La profesora Iulia Peshkova estaba de pie en la puerta, con la cara muy roja, la boca abierta, incapaz de hablar. Raisa se levantó.

—¿Qué pasa?

—Ven enseguida.

Iulia era la profesora de Zoya. El miedo invadió a Raisa. Dejó las páginas, dijo a los alumnos que permanecieran en sus sitios y siguió a Iulia por el pasillo y las escaleras, incapaz de conseguir que ella le diera una respuesta coherente.

—¿Qué ha ocurrido?

—Es Zoya. Es el discurso. Lo estaba leyendo y ella… tienes que verlo tú misma.

Llegaron a la clase. Iulia se quedó detrás y permitió que Raisa entrara delante. Abrió la puerta. Zoya estaba de pie en el estrado de la profesora. La mesa había sido empujada contra la pared. Los demás estudiantes estaban en el extremo opuesto de la habitación, apiñados, lo más lejos posible, como si Zoya tuviera una enfermedad contagiosa. A sus pies se encontraban las páginas del discurso y trozos de cristales. Zoya se erguía orgullosa, triunfante. Tenía las manos ensangrentadas y agarraba los restos de un cartel que había arrancado de la pared, una imagen de Stalin con las palabras:

PADRE DE TODOS LOS NIÑOS

Zoya se había subido a la mesa para quitar el cartel de la pared: había roto el marco y se había cortado la mano antes de rasgar el cartel en dos, decapitando la imagen de Stalin. Los ojos le brillaban victoriosos. Alzó las mitades del cartel, manchadas de su sangre, como si blandiera el cuerpo de un enemigo vencido:

—Él no es mi padre.