El mismo día

Zoya y Elena estaban dormidas: Leo podía oír cómo subía y bajaba su respiración. Adaptándose a la oscuridad, cerró con cuidado la puerta. No podía fallar como padre. Aunque clausuraran el Departamento de Homicidios, aunque le quitaran el piso y sus privilegios, tenía que haber algún modo de salvar a su familia, nada le importaba más. Y estaba seguro de que su familia, a pesar de sus problemas, le ofrecía la mejor oportunidad entre todas. Se negaba a imaginar un futuro en el que no estuvieran juntos. Era cierto que ambas niñas se sentían más cercanas a Raisa que a él. Claramente el obstáculo no era la adopción, sino su pasado. Había sido un ingenuo al pensar que su relación con Elena y Zoya sólo requeriría tiempo, lo cual, como un truco de perspectiva que se alejara lo suficiente del incidente, permitiría que apareciera más pequeño y menos significativo. Incluso ahora usaba eufemismos —el incidente— al referirse al asesinato de sus padres. La ira de Zoya era tan fuerte como el día en que los mataron. En lugar de olvidar, él tenía que enfrentarse directamente a su odio.

Zoya estaba durmiendo de lado, frente a la pared. Leo extendió la mano y le cogió el hombro, haciéndola girar suavemente. La intención había sido despertarla poco a poco, pero ella se sentó de un salto, tensa, y se apartó de su mano. Sin darse cuenta con exactitud de lo que estaba haciendo, Leo colocó la otra mano en su hombro, impidiéndole moverse. Lo hizo por una buena razón, por el interés de ambos. Necesitaba que ella lo escuchara. Tratando de mantener un tono medido y tranquilizador, susurró:

—Zoya, tú y yo tenemos que hablar. No podemos dejarlo. Si esperamos hasta mañana, encontraré alguna excusa y lo retrasaré hasta el día siguiente. Lo llevo dejando desde hace tres años.

Ella no dijo nada, permaneció inmóvil, con los ojos fijos en él. Aunque se había pasado al menos una hora pensando en lo que iba a decir exactamente, aquellas palabras con tanto cuidado planeadas desaparecieron.

—Estuviste en mi dormitorio. Encontré el cuchillo.

Había empezado con el tema equivocado. Estaba allí para hablar de sus fallos, no para criticarla. Trató de dar un giro a la conversación.

—Primero, déjame aclarar una cosa. Ahora soy una persona diferente. No soy el oficial que fue a la granja de tus padres. Fracasé. Viviré toda mi vida con ese fracaso. No puedo hacer que vuelvan. Pero puedo daros oportunidades a ti y a tu hermana. Así es como veo a esta familia. Es una oportunidad. Es una oportunidad para ti y para Elena, pero también para mí.

Leo se calló y permaneció en silencio, esperando a ver si ella se burlaba de él. Zoya no se movió ni habló. Sus labios estaban fuertemente cerrados y su cuerpo, rígido.

—¿No puedes… intentarlo?

La voz de ella tembló, sus primeras palabras.

—Déjalo.

—Zoya, no te enfades: sólo dime lo que estás pensando. Sé sincera. Dime lo que quieres que haga. Dime qué clase de persona quieres que sea.

—Déjalo.

—No, Zoya, por favor, tienes que entender lo importante que es esto.

—Déjalo.

—Zoya…

Su voz se volvió más alta, tensa…, desesperada.

—¡Déjalo!

Aturdido, Leo retrocedió. Zoya gemía como un animal herido. ¿Por qué aquello estaba saliendo tan mal? Incrédulo, la observó mientras ella retrocedía ante su afecto. Se suponía que no iba a ser así. Él trataba de expresarle su amor y ella se lo estaba escupiendo a la cara. Zoya lo estaba estropeando, no sólo para él. Se lo estaba estropeando a todos. Elena quería formar parte de una familia. Él lo sabía. Lo cogía de la mano, sonreía, reía. Quería ser feliz. Raisa quería ser feliz. Todos querían ser felices. Menos Zoya, que, testaruda, se negaba a reconocer que él había cambiado, agarrándose infantil a su odio como si fuera su muñeca favorita.

Leo advirtió el olor. Al tocar las sábanas, descubrió que estaban mojadas. Incluso entonces tardó un par de segundos en entender que Zoya había mojado la cama. Él se levantó y retrocedió, murmurando:

—No pasa nada. Lo limpiaré. No te preocupes. Es culpa mía.

Zoya negó con la cabeza al tiempo que se apretaba las sienes con las manos y se arañaba la cara. Leo se quedó sin aliento, asombrado de que su amor pudiera causar tanta desgracia.

—Zoya, me llevaré las sábanas.

Ella negó con la cabeza y agarró las sábanas sucias de orina como si se estuviera protegiendo con ellas. Para entonces Elena ya se había despertado y lloraba.

Leo se volvió hacia la puerta y luego regresó, incapaz de dejarla en aquel estado. ¿Cómo podía arreglar aquel problema si el problema era él?

—Sólo deseo quererte, Zoya.

Elena miraba a Zoya y luego a Leo. Zoya cambió de actitud al verla despierta. Recuperó la compostura y le dijo a Leo con calma:

—Voy a lavar las sábanas. Lo haré yo misma. No necesito tu ayuda.

Leo salió de la habitación, dejando a la niña cuyo afecto había querido conquistar sentada entre orina y lágrimas.

Al entrar en la cocina, Leo se puso a caminar de un lado a otro, inmerso en la catástrofe. Mientras ordenaba los informes, la hoja de papel de la imprenta de Moskvin estaba tal como él la había dejado:

Bajo tortura, Eikhe.

Una compañía apropiada: un recuerdo de su antigua carrera, una carrera que lo iba a perseguir para siempre. Al recordar la reacción de Zoya en el dormitorio, Leo se vio obligado a pensar en algo que minutos antes no hubiera considerado posible. La familia iba a tener que separarse.

¿Acaso su deseo de que permanecieran todos juntos se había vuelto una obsesión ciega? Estaba obligando a Zoya a rascar en la costra de una herida que nunca se curaría, infectándola con odio y amargura. Por supuesto, si ella no podía vivir con él, tampoco podría hacerlo Elena. Las hermanas eran inseparables. No tendría más opción que buscarles un nuevo hogar que no tuviera ninguna relación con el Estado, quizá fuera de Moscú, en una ciudad más pequeña donde el aparato del poder fuera menos visible. Él y Raisa tendrían que encontrar unos tutores adecuados, conocer a posibles padres y preguntarse si ellos podrían hacer un trabajo mejor, si podrían aportar felicidad a las niñas, cosa que Leo no había conseguido.

Raisa apareció en la puerta.

—¿Qué está pasando?

Venía de su dormitorio. No sabía nada de la cama mojada, de la conversación, y se refería a Nikolai, a la llamada de teléfono y a la reunión de medianoche. La voz de Leo se quebró de emoción.

—Nikolai estaba borracho. Le dije que hablaríamos cuando estuviera sobrio.

—¿Eso te llevó toda la noche?

¿A qué estaba esperando? Tenía que sentarse con ella y contárselo.

—Leo, ¿qué pasa?

Él le había prometido que no habría más secretos. Pero no podía admitir que, después de tres años de intentar ser un buen padre, no hubiera conseguido más que el odio de Zoya. No podía admitir que la había despertado en medio de la noche para pedirle patéticamente que lo aceptara como padre. Tenía miedo. La división de su familia podría hacer preguntarse a Raisa en qué lado quería quedarse ella. ¿Se quedaría con las niñas o con él? Durante los años que había sido oficial del MGB, ella lo había despreciado a él y a todo lo que representaba. Por el contrario, amaba a Elena y a Zoya sin ambages. Su amor por él era complicado. Su amor por ellas era sencillo. Al tomar su decisión, podría decidir recordar al hombre que había sido, al hombre que fue. Una parte de él estaba convencido de que su relación con Raisa dependía de que él demostrara saber ser padre. Por primera vez en tres años, le mintió.

—No pasa nada. Fue un shock volver a ver a Nikolai. Eso es todo.

Raisa asintió. Miró hacia el pasillo.

—¿Están despiertas las niñas?

—Se despertaron cuando volví. Lo siento. Les he dicho que lo sentía.

Raisa cogió la hoja de papel de la imprenta.

—Será mejor que recojas esto antes de que vengan las niñas.

Leo se llevó la hoja a su habitación. Se sentó en la cama y observó cómo Raisa se iba de la cocina a levantar a las niñas. Nervioso, casi enfermo, esperó a que ella descubriera la verdad. Su mentira le había dado un respiro momentáneo, pero nada más. Raisa escucharía las explicaciones de Zoya.

Levantó la vista, sorprendido al ver a Raisa salir tranquilamente de su dormitorio y volver a la cocina sin decir una palabra. Unos segundos más tarde salió Zoya; llevaba sus sábanas al baño, donde las metió en la bañera e hizo correr el agua caliente. No le había dicho nada a Raisa. No quería que Raisa lo supiera. Lo único que odiaba más que a Leo era molestar a Raisa por aquello.

Leo se levantó y entró en la cocina. Preguntó:

—¿Está Zoya lavando las sábanas?

Raisa asintió. Leo continuó:

—No tiene por qué hacer eso. Puedo hacer que las limpien. Raisa bajó la voz.

—Creo que ha tenido un accidente. Déjala tranquila, ¿vale?

—Vale.

Elena entró primero, con la camisa mal abrochada, y se sentó. Estaba callada. Leo le sonrió. Ella estudió su sonrisa como si fuera algo desconocido y amenazador. No se la devolvió. Él oyó los pasos de Zoya, que se detuvieron. Estaba de pie en el pasillo, esperando fuera de su vista.

Zoya entró. Se enfrentó directamente Leo, mirándolo desde el otro lado de la habitación. Echó un vistazo a Raisa, que estaba ocupada dando vueltas a los cereales, y luego a su hermana, que comía. Comprendió que él tampoco había dicho nada. El cuchillo era su secreto. Mojar la cama era su secreto. Eran cómplices en aquella falsa familia. Zoya no estaba lista para separar a la familia. Su amor por Elena era más fuerte que su odio hacia él.

Vivamente, como un gato callejero, Zoya avanzó hacia su asiento. No tocó el desayuno. Tampoco Leo, que revolvía los cereales en el cuenco, incapaz de levantar la mirada. Raisa estaba tranquila.

—¿No vais a comer ninguno de los dos?

Leo esperó a que Zoya respondiera. Ella no dijo nada. Leo empezó a comer. Entonces, Zoya se puso de pie y depositó su cuenco intacto en el fregadero.

—Me encuentro mal.

Raisa se levantó y comprobó si tenía fiebre.

—¿Estás bien para ir a la escuela?

—Sí.

Las niñas abandonaron la mesa. Raisa se acercó a Leo.

—¿Qué te pasa hoy?

Leo estaba seguro de que si abría la boca empezaría a llorar. No dijo nada y cerró los puños bajo la mesa.

Moviendo la cabeza, Raisa se fue a ayudar a las niñas. Hubo cierto jaleo en la puerta: los últimos preparativos para la marcha, los abrigos. Se abrió la puerta. Raisa volvió a la cocina con un paquete envuelto en papel marrón atado con un cordel. Lo colocó sobre la mesa y se marchó. La puerta principal se cerró de golpe.

Leo no se movió durante varios minutos. Luego, lentamente, extendió la mano y tiró del paquete hacia sí. Vivían en un recinto ministerial. Solían dejarles las cartas en la verja: eso lo habían dejado en su puerta. El paquete era de unos treinta centímetros de largo, veinte de ancho y diez de fondo. No había nombre ni dirección, sólo el dibujo a tinta de un crucifijo. Al desgarrar el papel marrón, vio una caja sobre la que estaba escrito:

NO IMPRIMIR