Nikolai salió y sus botas se hundieron en la fina nieve. Al sentir el frío en el vientre descubierto, se metió la camisa en los pantalones; apenas podía enfocar los ojos y su cuerpo oscilaba como si estuviera en la cubierta de un barco. ¿Por qué había telefoneado a su antiguo protegido? ¿Qué había esperado que hiciese? Quizá sólo hubiera ido a buscar compañía, no sólo la compañía de un amigo de borracheras; había ido a buscar la compañía de un hombre que compartía su vergüenza, un hombre que no podía juzgar sin juzgarse del mismo modo a sí mismo.
«Estoy avergonzado».
Aquéllas eran palabras que Leo debería haber entendido mejor que nadie. La vergüenza mutua debería haberlos unido y haberlos hecho hermanos. Leo debería haberlo rodeado con sus brazos y haber dicho: «Yo también». ¿Tan fácilmente se había olvidado de su historia? No, simplemente tenían técnicas diferentes para enfrentarse a ella. Leo había emprendido una nueva y noble carrera y se había lavado las manos en una palangana de cálida y jabonosa respetabilidad. La técnica de Nikolai había consistido en beber hasta desmayarse, no por la emoción, sino como un ataque a su memoria.
Alguien no quería permitirle que olvidara y le había mandado fotos de hombres y mujeres contra una pared blanca, recortadas de modo que sólo se les veía la cara. Al principio no había reconocido a los sujetos, aunque se daba cuenta de que eran fotografías de detenciones, las necesarias para la burocracia de cualquier prisión. Llegaban en tandas, una vez a la semana, luego una vez al día, todos los días, un sobre que le dejaban en casa. Repasándolas, había empezado a recordar nombres, conversaciones… Recuerdos rotos, un crudo collage con la detención de un ciudadano pegado a otro interrogatorio y a otra ejecución. A medida que se acumulaban las fotografías, sosteniéndolas amontonadas en las manos, se preguntó si había detenido a tantos. En realidad, sabía que había detenido a muchos más.
Nikolai quería confesar, pedir perdón. Pero no se le había enviado ninguna petición, no se le pedía ninguna disculpa, no había instrucciones sobre cómo arrepentirse. El primer sobre llevaba escrito su nombre. Su esposa se lo había dado. Él lo abrió tranquilamente delante de ella. Cuando ella le preguntó qué contenía, él mintió y escondió las fotos. A partir de entonces, se había visto obligado a abrirlos en secreto. Incluso después de veinte años de matrimonio, su mujer no sabía nada de su trabajo. Sabía que había sido agente de la Seguridad del Estado. Pero poco más. Quizá lo ignoraba deliberadamente. A él no le importaba si era deliberado o no, apreciaba su ignorancia; dependía de ella. Cuando le miraba a los ojos veía un amor sin calificativos. Si ella supiera, si viera las caras de las personas a las que había detenido, si hubiera visto sus caras después de dos días de interrogatorio, habría miedo en sus ojos. Lo mismo les ocurría a sus hijas. Reían y bromeaban con él. Le querían y él las quería. Era un buen padre, atento y paciente, que nunca alzaba la voz, que nunca bebía en casa, una casa donde era un buen hombre.
Alguien quería arrancarle todo aquello. Los dos últimos días los sobres ya no llevaban su nombre escrito. Cualquiera podría haberlos abierto: su mujer, sus hijas. Nikolai no se atrevía a salir por si algo llegaba en su ausencia. Había hecho jurar a su familia que le darían cualquier paquete o carta, llevara su nombre o no. El día anterior había ido a la habitación de sus hijas y había visto una carta sin dirección en su mesilla. Había perdido los nervios, y había preguntado furioso a las niñas si la habían abierto. Ellas habían llorado, confusas Por su repentina transformación, y le aseguraron que habían puesto la carta en la mesa para que no se perdiera. Había visto miedo en sus ojos. Eso le había roto el corazón. Aquél fue el momento en el que decidió buscar la ayuda de Leo. El Estado debería atrapar a aquellos criminales que estaban persiguiéndole insensatamente. Él había entregado muchos años de servicio a su país. Era un patriota. Se había ganado el derecho a vivir en paz. Leo podía ayudarlo: tenía a su disposición un equipo de investigadores. Sería de interés mutuo perseguir a esos contrarrevolucionarios. Sería como en los viejos tiempos. Pero Leo no había querido saber nada.
Los primeros trabajadores matutinos empezaban a llegar a la panadería. Se detuvieron en la puerta y miraron a Nikolai. Él los desafió.
—¿Qué?
Ellos no dijeron nada y permanecieron todos juntos, a unos metros, sin pasar junto a él.
—¿Me estáis juzgando?
Sus rostros eran inexpresivos, hombres y mujeres que esperaban para cocer el pan de la ciudad. Tenía que ir a casa, al único lugar donde lo querían y donde su pasado no significaba nada.
Como vivía cerca, se fue tropezando por las calles vacías, con la esperanza de que no hubiera llegado otro paquete de fotografías en su ausencia. Dejó de caminar: su respiración era superficial y pesada, como la de un viejo perro enfermo. Había algo más, otro ruido. Se dio la vuelta y miró tras de sí. Pasos…, estaba seguro, el tap tap de unas suelas duras sobre el suelo de piedra. Lo estaban siguiendo. Miró hacia atrás, hacia las sombras, buscando una silueta, forzando la vista. Sus enemigos iban tras él, lo acosaban: lo perseguían como antes los había perseguido él a ellos.
Ahora corría hacia casa tan deprisa como podía. Tropezó antes de recuperar el equilibrio, con el abrigo golpeándole los tobillos. Cambió de rumbo y giró en redondo. Les ganaría en este juego. Conocía esos trucos. Ellos eran sus trucos. Estaban usando sus métodos contra él. Mirando hacia los rincones oscuros, los lugares lóbregos, los escondites donde había enseñado a moverse a los reclutados por el MGB, gritó:
—¡Sé que estáis ahí!
Su voz retumbó en la calle, aparentemente vacía. Vacía para un lego, pero él era un experto en tales materias. Su bravuconería duró poco.
—Tengo hijos, dos niñas. ¡Me quieren! No merecen esto. Si me hacéis daño, les haréis daño a ellas también.
Sus hijas habían nacido cuando él era oficial del MGB. Después de detener a padres, madres, hijos e hijas, cada noche volvía a casa y daba a su propia familia un beso de buenas noches.
—¿Y los demás? ¡Hubo muchos más! ¡Si nos matáis a todos, no quedará nadie! ¡Todos estamos implicados!
Empezaba a aparecer gente en las ventanas, atraída por sus gritos. Podía señalar cualquier edificio, cualquier casa, y dentro habría antiguos agentes y guardias. Los hombres y mujeres de uniforme eran los blancos evidentes. También estaban los maquinistas de tren que llevaban a los prisioneros a los gulags, hombres y mujeres que procesaban los documentos, que sellaban formularios, la gente que cocinaba y limpiaba. El sistema requería el consentimiento de todos, aunque sólo consintieran no hacer nada. «Nada» era suficiente. Ellos dependían de una falta de resistencia tanto como dependían de los voluntarios. Él no sería un chivo expiatorio. Ésa ya no era su carga solamente. Todo el mundo soportaba una culpa colectiva. Estaba preparado para sentirse culpable de vez en cuando, para pasar cada minuto del día pensando en las cosas tan terribles que había hecho. La gente que lo perseguía no estaba satisfecha. Querían más.
Temeroso, Nikolai se dio la vuelta y corrió, como loco esta vez, tan rápido como pudo. Se enredó en el abrigo y cayó sobre la nieve derretida, con la ropa empapada de agua sucia. Se levantó lentamente con la rodilla dolorida y los pantalones desgarrados y volvió a correr, con el agua goteándole del abrigo. Pronto volvió a caer. Esta vez empezó a llorar, con sollozos exhaustos y espantosos. Rodó sobre la espalda y se liberó del abrigo, ya demasiado pesado. Lo había comprado hacía muchos años en una de las tiendas restringidas. Estaba orgulloso de él. Era una prueba de su estatus. Ya no lo necesitaba: no volvería a salir nunca, se quedaría en casa, cerraría la puerta y echaría las cortinas.
Al llegar a su bloque de pisos, entró en el vestíbulo jadeando y sudando, con la ropa chorreando agua sucia. Empapado, se apoyó en la pared y dejó la huella de su cuerpo; observó la calle, esperando descubrir a sus perseguidores. Incapaz de ver a nadie —eran demasiado astutos—, subió las escaleras, resbalando, y luego a cuatro patas. Cuanto más se acercaba a casa, más se relajaba. No podrían alcanzarlo a través de aquellas paredes, su santuario. Como si hubiera tomado un tónico tranquilizante, empezó a pensar racionalmente. Estaba borracho. Había exagerado, eso era todo. Por supuesto, se había ganado enemigos a lo largo de los años, gente con rencor, amargada por su éxito. Si lo único que podían hacerle era mandarle un par de fotografías, no tenía por qué preocuparse. La mayoría —la sociedad— lo respetaba y lo valoraba. Respiró hondo al llegar a su descansillo y buscó las llaves.
Delante de su puerta había un paquete de unos treinta centímetros de largo, veinte de ancho y diez de fondo, envuelto en papel marrón, pulcramente atado con un cordel. No había nombre ni etiqueta, sólo un dibujo a tinta en el papel, un crucifijo. Nikolai cayó de rodillas. Le temblaban las manos mientras desataba el cordel. Dentro había una caja. En la caja ponía:
NO IMPRIMIR
Levantó la tapa. No había fotos. En lugar de ello, había un montón de páginas impresas, un documento grande, de unas cien páginas. Encima había una carta. La cogió y la miró. No iba dirigida a él: era una carta oficial del Estado que declaraba que ese discurso iba a ser repartido por todas las escuelas, fábricas, grupos de trabajadores y grupos de jóvenes por todo el país. Confuso, dejó a un lado la carta y cogió el discurso. Leyó con atención la primera página. Empezó a negar con la cabeza. Aquello no podía ser verdad. Era una mentira, una invención maliciosa que pretendía volverlo loco. El Estado nunca habría podido publicar aquello: nunca habrían distribuido semejante documento. Era imposible.
VÍCTIMAS
INOCENTES
TORTURA
Aquellas palabras no podían existir en blanco y negro, impresas, aprobadas por el Estado, distribuidas en cada escuela y cada fábrica. Cuando atrapara al que había hecho aquella farsa, aquella farsa bien documentada, lo ejecutaría.
Involuntariamente, Nikolai arrugó la hoja que estaba leyendo y la apartó. Empezó a romper la siguiente página, y la siguiente, las hizo pedazos y tiró a un lado los trozos. Se detuvo, se inclinó hacia delante, se hizo un ovillo y, apoyando la cabeza sobre el resto de páginas, murmuró para sí:
—No puede ser cierto.
¿Cómo era posible? Pero allí estaba, con una carta con el sello del Estado, con información que sólo el Estado podía saber, con fuentes, citas, referencias. La conspiración de silencio, que Nikolai suponía que iba a durar para siempre, había acabado. No había truco.
El discurso era real.
Nikolai se levantó, dejando las páginas tiradas. Abrió la puerta y entró en casa; los papeles quedaron abandonados en el descansillo.
No importaba si cerraba la puerta y corría las cortinas, su casa ya no era un santuario. Ya no había santuarios. Pronto todo el mundo se enteraría, todos los niños de las escuelas y los obreros de las fábricas leerían el discurso. No sólo se enterarían, sino que podrían hablarlo abiertamente, animados a comentarlo.
Empujó la puerta de la habitación y se quedó mirando a su mujer, dormida de costado con las manos bajo la cabeza. Era hermosa. Él la adoraba. Vivían una vida perfecta y privilegiada. Tenían dos hijas maravillosas y felices. Su mujer nunca había conocido la desgracia. Nunca había conocido la vergüenza. Nunca había conocido a Nikolai más que como amante marido, un hombre tierno que daría la vida por su familia. Se sentó en el borde de la cama y le pasó un dedo por el brazo pálido. No podría vivir si ella sabía la verdad, si cambiaba su opinión sobre él y se apartaba, haciendo preguntas o, peor, sin hacerlas. Su silencio sería insoportable. Todos sus amigos harían preguntas. La juzgarían. ¿Cuánto había sabido? ¿Lo había sabido siempre? Era mejor no vivir que verla avergonzada. Debía morir ya.
Pero su muerte no cambiaría nada. Ella lo descubriría todo. Se despertaría, encontraría su cuerpo, lloraría y se lamentaría. Después, leería el discurso. Aunque asistiría a su funeral, se haría preguntas acerca de las cosas que él había hecho. Recordaría los momentos que habían pasado juntos, cuando él la había tocado, cuando le había hecho el amor. ¿Había asesinado a alguien unas horas antes? Quizá, finalmente, ella acabaría creyendo que se había merecido morir, y que quitarse la vida había sido lo más correcto, no sólo por él, sino por sus hijas.
Cogió la almohada. Su mujer era fuerte y él tendría que luchar, pero, aunque no estaba en forma, confiaba en su habilidad para poder con ella. Se colocó con cuidado y ella se movió al sentir su cuerpo, contenta sin duda de que hubiera vuelto a casa. Se tumbó de espaldas, sonriendo. Él no pudo mirarle la cara. Tenía que actuar antes de perder la serenidad. Bajó la almohada rápidamente, sin querer ver cómo abría los ojos. Apretó todo lo fuerte que pudo. Ella se agarró a la almohada, a sus muñecas, arañando. No servía de nada, no la iba a soltar; no podía liberarse. En lugar de contrarrestar su fuerza, ella trató de liberarse saliendo por debajo. Nikolai se subió encima de ella, con las piernas sobre su tripa, y la mantuvo fija en esa posición mientras sostenía la almohada. Estaba atrapada, indefensa, cada vez más débil. Sus manos ya no arañaban, sólo se agarraban a las muñecas de él, hasta que se quedaron flojas y cayeron a los lados.
Nikolai permaneció en la misma posición, encima de ella, sujetando la almohada durante varios minutos después de que ella dejara de moverse. Finalmente, la soltó y dejó la almohada sobre la cara. No quería ver sus ojos inyectados en sangre. Quería recordar su expresión llena de amor. Extendió la mano bajo la almohada para cerrarle los párpados. Con la punta de los dedos le rozó la cara y se acercó más, hasta que llegó a las pupilas, la superficie algo viscosa. Le cerró cuidadosamente los párpados, levantó la almohada y la miró. Estaba en paz. Se acostó junto a ella y le rodeó la cintura con los brazos.
Exhausto, Nikolai casi se durmió. Pero se desperezó. Aún no había acabado. Se puso de pie, estiró las sábanas, cogió la almohada y fue hacia el salón; iba al dormitorio de sus hijas.