Apretando la hoja contra el muslo, Zoya caminó hacia el dormitorio de Leo. Lentamente empujó la puerta hasta que hubo espacio suficiente para colarse dentro. Se movió silenciosa por el suelo de madera. Las cortinas estaban echadas, la habitación a oscuras, pero conocía la disposición de las cosas, dónde pisar para llegar a Leo, que dormía en la parte más alejada.
De pie, justo sobre él, Zoya alzó el cuchillo. Aunque no podía verlo, su imaginación trazaba el contorno de su cuerpo. No lo apuñalaría en el estómago: las mantas podrían detener la hoja. Hundiría el arma en el cuello, tan profundamente como pudiera, antes de que él tuviera la oportunidad de sujetarla. Con el cuchillo estirado, apretó hacia abajo con un control perfecto. A través de la hoja sintió su brazo, su hombro; ascendió, haciendo pequeñas depresiones hasta que la punta del cuchillo tocó directamente su piel. En posición, lo único que tenía que hacer era agarrar el mango con las dos manos y empujar hacia abajo.
Zoya llevaba a cabo este ritual a intervalos regulares, a veces una vez por semana, a veces nunca en un mes. La primera vez había sido hacía tres años, poco después de que ella y su hermana se trasladaran a aquel piso desde el orfanato. En aquella ocasión, tenía toda la intención de matarlo. Ese mismo día él las había llevado al zoológico. Ni ella ni Elena habían ido nunca a un zoológico, y ante los animales exóticos, criaturas que nunca había visto antes, se olvidó de sí misma. Durante quizá no más de cinco o diez minutos, disfrutó de la visita. Sonrió. Él no la había visto sonreír, estaba segura, pero eso no importaba. Al verlo con Raisa, una pareja feliz, imitando a una familia, fingiendo, mintiendo, comprendió que estaban tratando de robar el lugar de sus padres. Y les dejó hacerlo. De camino a casa, en el tranvía, su culpabilidad había sido tan intensa que vomitó. Leo y Raisa echaron la culpa a los dulces y al movimiento del tranvía. Aquella noche, febril, lloró en la cama y se rascó las piernas hasta que le sangraron. ¿Cómo podía haber traicionado tan fácilmente el recuerdo de sus padres? Leo creyó que conseguiría conquistar su amor con ropa nueva, comidas especiales, excursiones y chocolate: era patético. Se juró que aquel lapsus no volvería a ocurrir. Había una manera de asegurarse: cogió el cuchillo y decidió matarlo. Estaba lista para asesinar.
El mismo recuerdo que la había llevado hasta la habitación, el recuerdo de sus padres, era la razón por la que no lo había matado. Ellos no querrían que se manchara las manos con su sangre. Querrían que cuidara de su hermana. Obediente, llorando silenciosamente, permitió vivir a Leo. De vez en cuando volvía, arrastrándose, armada con un cuchillo, no porque hubiera cambiado de opinión, no por venganza, no para asesinar, sino como un homenaje a sus padres, como una manera de decirles que no los había olvidado.
Sonó el teléfono. Sobresaltada, Zoya retrocedió y el cuchillo se le escurrió de la mano, que cayó al suelo con un ruido. Se puso de rodillas y rebuscó frenética en la oscuridad para encontrarlo. Leo y Raisa se estaban moviendo, la cama se tensaba con su movimiento. Estarían buscando el interruptor de la luz. Palpando, Zoya rebuscó desesperada por el suelo. Cuando el teléfono sonó por segunda vez, tuvo que dejar el cuchillo atrás y rodear la cama, corrió hacia la puerta y se deslizó por ella justo cuando se encendía la luz.
Leo se incorporó, con las ideas confusas del recién despertado, mezclando sueños y realidad. Había habido movimiento, una figura, o quizá no. El teléfono estaba sonando. Sólo sonaba por trabajo. Miró su reloj: casi medianoche. Echó un vistazo a Raisa. Estaba despierta, esperando a que él cogiera el teléfono. Él murmuró una disculpa y se levantó. La puerta estaba abierta. ¿No la cerraban siempre antes de irse a dormir? Quizá no, no importaba. Se dirigió al pasillo.
Cogió el auricular. La voz al otro extremo era urgente, fuerte.
—¿Leo? Soy Nikolai.
Nikolai: el nombre no le decía nada. No contestó. Interpretando correctamente el silencio de Leo, el hombre continuó:
—¡Nikolai, tu antiguo jefe! Leo, ¿no te acuerdas? ¡Te di tu primera tarea! El sacerdote, ¿recuerdas, Leo?
Leo se acordó. Hacía mucho que no sabía nada de Nikolai. Aquel hombre no tenía importancia alguna ya en su vida y le molestó que llamara.
—Nikolai, es tarde.
—¿Tarde? ¿Qué te ha ocurrido? No empezábamos a trabajar hasta estas horas.
—Ya no.
—No, ya no.
La voz de Nikolai se alejó, antes de añadir:
—Tengo que verte.
Le patinaban las palabras. Estaba borracho.
—Nikolai, ¿por qué no la duermes y hablamos mañana?
—Tiene que ser esta noche.
Se le quebró la voz. Estaba a punto de llorar.
—¿Qué pasa?
—Ven a verme. Por favor.
Leo quería decir que no.
—¿Dónde?
—En tu oficina.
—Estaré ahí dentro de treinta minutos.
Leo colgó. Su enfado estaba mitigado por la inquietud. Nikolai no se habría puesto en contacto con él si no tuviera un motivo. Cuando volvió al dormitorio, Raisa estaba sentada. Leo se encogió de hombros y le dio una explicación.
—Un antiguo colega. Quiere que nos veamos. Dice que tiene que ser esta noche.
—¿Un colega? ¿De cuándo?
—De…
Leo no tuvo que terminar la frase.
—¿Y llama así, salido de la nada?
—Estaba borracho. Hablaré con él.
—Leo…
No terminó. Leo asintió.
—A mí tampoco me gusta.
Cogió su ropa y se cambió rápidamente. Casi listo para marcharse, al atarse los cordones de los zapatos vio algo debajo de la cama, algo en lo que se reflejaba la luz. Curioso, se movió hacia delante, agachándose. Raisa preguntó:
—¿Qué?
Era un gran cuchillo de cocina. Cerca de él había una marca en el suelo.
—¿Leo?
Tenía que habérselo enseñado.
—No es nada.
Cuando Raisa se inclinó para mirar, él se puso de pie, escondió el cuchillo tras la espalda y apagó la luz.
En el pasillo puso la hoja plana contra la palma de su mano. Echó un vistazo al dormitorio de sus hijas. Avanzó hacia la puerta y la empujó con suavidad. La habitación estaba a oscuras. Las dos niñas estaban en la cama, dormidas. Al retirarse, cerrando silenciosamente la puerta, sonrió ante la respiración lenta y ligera de Elena al dormir. Hizo una pausa para escuchar con atención. No oía ningún ruido del lado de Zoya: estaba conteniendo la respiración.