Sentado ante la mesa de la cocina, Leo se quedó mirando la hoja de papel. Tres palabras eran todo lo que quedaba del documento que había tenido como consecuencia el suicidio de Suren Moskvin:
Bajo tortura, Eikhe.
Leo había leído las palabras una y otra vez, incapaz de quitarle los ojos de encima. Fuera de contexto, el efecto no era menos hipnótico. Rompiendo su hechizo, empujó a un lado la hoja de papel y colocó su maletín sobre la mesa. Dentro había dos archivos clasificados. Para obtener acceso a ellos necesitaba permiso. No había habido ninguna dificultad en conseguir el primero, referente a Suren Moskvin. Pero el segundo había suscitado algunas preguntas. El segundo archivo que había pedido se refería a Robert Eikhe.
Al abrir el primer juego de documentos sintió el peso del pasado de aquel hombre, el número de páginas acumuladas sobre él. Moskvin había sido un agente de la Seguridad del Estado, un chekista como Leo, durante mucho más tiempo que éste, que conservó su trabajo mientras miles de agentes eran asesinados. En el dossier había una lista: las denuncias que Moskvin había hecho a lo largo de su carrera.
Diecinueve años de servicio, dos páginas de denuncias y casi cien nombres; pero sólo había delatado a un miembro de su familia.
Leo reconoció una técnica. Las fechas de las denuncias eran aleatorias; había muchas en un mes y luego ninguna durante varios meses. El caótico espaciado era deliberado y escondía un cuidadoso cálculo. Denunciar a su prima había sido sin duda una estrategia. Moskvin tenía que asegurarse de que no pareciera que su lealtad al Estado acabara en su familia. Para infundir credibilidad a la lista, la prima había sido sacrificada: protección ante la alegación de que sólo señalaba a personas que no le importaban personalmente. Un superviviente consumado. Aquel hombre era un improbable suicida.
Al comprobar las fechas y lugares donde había trabajado Moskvin, Leo se reclinó hacia atrás, sorprendido. Habían sido colegas: ambos habían estado empleados en la Lubyanka hacía siete años. Sus caminos nunca se habían cruzado, al menos que él recordara. Leo había sido investigador, practicaba detenciones, seguía a sospechosos. Moskvin había sido guardia, transportaba prisioneros, supervisaba su detención. Leo había hecho lo imposible por evitar las celdas de interrogatorios de los sótanos, como si creyera que los suelos lo protegían de las actividades que se llevaban a cabo abajo, día tras día. Si el suicidio de Moskvin era una expresión de culpabilidad, ¿qué había desencadenado un sentimiento tan extremado después de todo aquel tiempo? Leo cerró la carpeta y dedicó su atención al segundo dossier.
El dossier de Robert Eikhe era más grueso, más pesado, y en la portada se leía CLASIFICADO. Las páginas estaban fuertemente atadas, como si quisieran guardar algo nocivo atrapado allí dentro. Leo soltó la cuerda. El nombre le resultaba familiar. Al mirar las páginas vio que Eikhe había sido miembro del Partido desde 1905 —antes de la Revolución— en un tiempo en el que ser miembro del Partido Comunista significaba exilio o ejecución. Su expediente era impecable: antiguo candidato al Comité Central del Politburó. A pesar de ello, había sido detenido el 29 de abril de 1938. Estaba claro que el hombre no era un traidor. Pero Eikhe había confesado: el protocolo estaba en el dossier, páginas y páginas que detallaban su actividad antisoviética. Leo había trazado demasiadas confesiones preparadas como para no reconocer aquello como el trabajo de un agente, puntuado con frases estándar, señales del estilo de la casa, la plantilla que cualquier persona podía verse obligada a firmar con su nombre. Un poco más adelante, Leo encontró una declaración de inocencia escrita por Eikhe cuando estaba preso. En contraste con la confesión, la prosa era humana, desesperada, reunía penosamente alabanzas al partido, proclamaba su amor por el Estado y señalaba con tímida modestia la injusticia de su detención. Leo leyó, casi incapaz de respirar:
Como no fui capaz de soportar las torturas a las que fui sometido por parte de Ushakov y Nikolayev —especialmente el primero, que se aprovechó de mis costillas rotas para causarme gran dolor—, me he visto obligado a acusarme a mí mismo y a otros.
Leo supo lo que vendría a continuación.
El 4 de febrero de 1940, Eikhe había muerto fusilado.
Raisa estaba de pie, observando a su marido. Absorto entre informes clasificados, ignoraba su presencia. Esa visión de Leo —pálido, tenso, con los hombros encorvados sobre documentos secretos y el destino de otras personas entre sus manos— podría proceder de su infeliz pasado. La tentación era reaccionar como había hecho tantas veces antes: marcharse, evitarlo e ignorarlo. La oleada de malos recuerdos la invadió como una especie de náusea. Luchó contra aquella sensación. Leo ya no era aquel hombre. Ella ya no estaba atrapada en ese matrimonio. Avanzó, extendió una mano y la colocó sobre su hombro, señalándolo así como al hombre al que había aprendido a amar.
Leo se encogió al sentirla. No se había dado cuenta de que su mujer había entrado en la habitación. Cogido de improviso, se sintió vulnerable. Se puso en pie de repente, haciendo caer la silla. Al mirarla vio su nerviosismo. Él no quería volver a hacerla sentir así. Debería haberle explicado lo que estaba haciendo. Había caído de nuevo en los viejos hábitos, el silencio y los secretos. La rodeó con sus brazos. Apoyando la cabeza en su hombro, supo que Raisa estaba mirando las carpetas. Explicó:
—Un hombre, antiguo agente del MGB, se ha suicidado.
—¿Alguien que conocías?
—No. No que yo recuerde.
—¿Tienes que investigar?
—El suicidio se trata como…
—Me refiero a que… ¿tienes que ser tú?
Raisa quería que él pasara página, que no tuviera nada que ver con el MGB, ni siquiera indirectamente. Él se apartó.
—El caso no llevará mucho tiempo.
Ella asintió despacio, antes de cambiar de tema.
—Las niñas están en la cama. ¿Vas a leerles? ¿Estás ocupado?
—No, no estoy ocupado.
Puso los informes de nuevo en su maletín. Al pasar junto a su esposa, se inclinó para besarla, un beso que ella impidió suavemente con un dedo, mirándolo a los ojos. No dijo nada antes de quitar el dedo y besarlo a su vez, un beso que parecía la más inquebrantable y sagrada de las promesas.
Al entrar en su habitación, Leo puso los archivos fuera de la vista, una vieja costumbre. Cambió de idea: los sacó y los dejó sobre la mesa lateral por si Raisa quería leerlos. Salió al pasillo, hacia el dormitorio de sus hijas, y trató de suavizar la tensión de su rostro. Sonriendo ampliamente, abrió la puerta.
Leo y Raisa habían adoptado a dos hermanas. Zoya tenía ahora catorce años y Elena, siete. Leo se acercó a la cama de Elena, se sentó en el borde y cogió un libro de la estantería, una historia infantil de Yuri Strugatsky. Abrió el libro y empezó a leer en voz alta. Casi al instante, Zoya interrumpió:
—Ya lo hemos oído.
Esperó un momento antes de añadir:
—La primera vez lo odiamos.
La historia hablaba de un niño que quería ser minero. El padre del niño, también minero, había muerto en un accidente y la madre tenía miedo de que su hijo siguiera en una profesión tan peligrosa. Zoya tenía razón. Leo ya se lo había leído. Zoya resumió con desprecio:
—El hijo acaba sacando más carbón que ningún otro, se convierte en héroe nacional y dedica su premio a la memoria de su padre.
Leo cerró el libro.
—Tienes razón. No es muy bueno. Pero, Zoya, aunque dentro de casa puedes decir lo que quieras, ten cuidado con lo que cuentas fuera. Expresar opiniones críticas, incluso sobre asuntos triviales, como una historia infantil, puede ser peligroso.
—¿Vas a detenerme?
Zoya nunca había aceptado a Leo como su tutor. No le había perdonado la muerte de sus padres. Leo no se refería a sí mismo como su padre. Y Zoya lo llamaba Leo Demidov, se dirigía a él formalmente y ponía tanta distancia entre ellos como le era posible. Aprovechaba todas las oportunidades para recordarle que vivía con él por razones prácticas, que lo usaba como un medio para un fin: proporcionar comodidades materiales a su hermana para liberarla del orfanato. Incluso así, ella se ocupaba de que nada le impresionara, ni el piso, ni las salidas, los viajes de un día o las comidas. Tan testaruda como guapa, no había ninguna dulzura en su aspecto. La infelicidad perpetua le parecía de importancia vital. Poco podía hacer Leo para convencerla de que lo dejara. Deseaba que en algún momento las relaciones fueran mejorando poco a poco. Aún seguía esperando. Si era necesario, esperaría para siempre.
—No, Zoya, yo ya no hago eso. Ni lo volveré a hacer nunca.
Leo cogió del suelo una de las revistas Detskaya Literatura, impresas para niños por todo el país. Antes de que pudiera empezar, Zoya interrumpió:
—¿Por qué no inventas una historia? Nos gustaría, ¿verdad, Elena?
Cuando Elena llegó a Moscú, sólo tenía cuatro años y era lo bastante pequeña como para poder adaptarse a los cambios que había habido en su vida. Contrariamente a su hermana mayor, había hecho amigos y trabajaba mucho en la escuela. Susceptible a los halagos, buscaba las alabanzas de sus maestros y trataba de complacer a todo el mundo, incluidos sus nuevos tutores.
Elena se puso nerviosa. Entendía por el tono de voz de su hermana que se esperaba que estuviera de acuerdo. Molesta por tener que tomar partido, se limitó a asentir. Leo, que notaba el peligro, contestó:
—Hay muchas historias que no hemos leído, estoy seguro de que podemos encontrar una.
Zoya no cejaba en su empeño.
—Son todas iguales. Cuéntanos algo nuevo. Invéntate algo.
—Dudo que fuera bueno.
—¿Ni siquiera lo vas a intentar? Mi padre solía inventarse toda clase de historias. Ocurrían en una remota granja, una granja en invierno, con la tierra cubierta de una capa de nieve. El río cercano está helado. Podría empezar así: «Erase una vez dos niñas, hermanas…».
—Zoya, por favor.
—Las hermanas viven con su madre y su padre y son muy felices. Hasta que un día un hombre, de uniforme, llega a detenerlos y…
Leo la interrumpió:
—Zoya. Por favor.
Zoya miró a su hermana y se detuvo. Elena estaba llorando. Leo se levantó.
—Las dos estáis cansadas. Encontraré unos libros mejores mañana. Lo prometo.
Leo apagó la luz y cerró la puerta. En el pasillo, para consolarse, se dijo que las cosas acabarían yendo mejor. Lo único que necesitaba Zoya era un poco más de tiempo.
Zoya yacía en la cama, escuchando los sonidos que hacía su hermana al dormir, lentas inspiraciones. Cuando vivían en la granja con sus padres, los cuatro compartían una pequeña habitación con gruesos muros de barro, calentada por un fuego. Zoya dormía junto a Elena bajo unas ásperas mantas tejidas a mano. El sonido de la respiración de su hermana significaba seguridad: significaba que sus padres estaban cerca. Su sitio no era éste, en este piso, con Leo en la habitación de al lado.
Zoya nunca se dormía fácilmente. Se quedaba tumbada en la cama durante horas, dando vueltas a sus pensamientos hasta que el cansancio podía con ella. Era la única persona que apreciaba la verdad: la única persona que se negaba a olvidar. Se levantó. Aparte de la respiración de su hermanita, el piso estaba en silencio. Fue hasta la puerta, adaptando su visión a la oscuridad. Atravesó el pasillo con la mano sobre la pared. En la cocina entraba la luz de la calle por la ventana. Moviéndose con rapidez, como un ladrón, abrió un cajón y cogió un mango, sintiendo el peso del cuchillo.