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13 de Marzo

La garganta de la víctima había sido desgarrada por una serie de profundos cortes irregulares. No había heridas por encima o por debajo de lo que quedaba del cuello del hombre, lo que daba una impresión contradictoria de frenesí y de control a un tiempo. Teniendo en cuenta la ferocidad del ataque, sólo una pequeña cantidad de sangre había salpicado a derecha e izquierda de las incisiones, formando un charco semejante a las alas de un ángel. El asesino parecía haber tirado a la víctima al suelo y la había seguido acuchillando mucho después de que Suren Moskvin —de cincuenta y cinco años y director de una pequeña imprenta académica— hubiera muerto.

Habían encontrado su cuerpo a primera hora de la mañana, cuando sus hijos Vsevolod y Akvsenti entraron en el lugar, preocupados porque su padre no hubiera vuelto a casa. Enloquecidos, se pusieron en contacto con la milicia, que había encontrado el despacho saqueado: cajones arrancados del escritorio, papeles en el suelo, archivadores abiertos. Concluyeron que había sido un robo chapucero. Hasta última hora de la tarde, unas siete horas después del descubrimiento inicial, la milicia no contactó con el Departamento de Homicidios, encabezado por el antiguo agente del MGB Leo Stepanovich Demidov.

Leo estaba acostumbrado a tales retrasos. Había creado el Departamento de Homicidios hacía tres años usando las influencias que había conseguido por resolver el asesinato de más de cuarenta y cuatro niños. Desde su inicio, las relaciones del departamento con la milicia regular eran tensas. La cooperación era errática. La misma existencia del departamento era considerada por muchos oficiales de la milicia y del KGB como una inaceptable crítica implícita tanto a su trabajo como al del Estado. En realidad, tenían razón. El motivo de Leo para organizar el departamento había sido una reacción contra su trabajo como agente. Había detenido a muchos civiles durante su anterior carrera, detenciones que había practicado basándose sólo en listas mecanografiadas que le pasaban sus superiores. Sin embargo, el Departamento de Homicidios perseguía una verdad basada en pruebas, no una verdad politizada. El deber de Leo consistía en presentar los hechos de cada caso a sus superiores. Lo que ellos hicieran con aquella verdad era cosa suya. La esperanza íntima de Leo era poder equilibrar algún día su libro mayor de detenciones y que los culpables superaran a los inocentes. Incluso con cálculos muy conservadores, aún le quedaba un largo camino por recorrer.

La libertad de la que gozaba el Departamento de Homicidios se debía a que su trabajo estaba sometido al más alto nivel de discreción. Informaban directamente a instancias superiores en el Ministerio del Interior y operaban como una subsección oculta de la Oficina Principal de Investigaciones Criminales. La población en general aún necesitaba creer en la evolución de la sociedad. Las tasas en disminución de los delitos eran consecuencia de esa creencia. Se filtraban hechos contradictorios de la conciencia nacional. Ningún ciudadano podía ponerse en contacto con el Departamento de Homicidios porque ningún ciudadano sabía que existía. Por esta razón, Leo no podía difundir solicitudes de información, ni pedir a los testigos que se presentaran, ya que estas acciones serían un equivalente a hacer propaganda de la existencia del crimen. La libertad que se le había concedido era muy especial, y Leo, que había hecho todo lo que estaba en su mano para dejar atrás su trabajo en la policía secreta, se encontraba dirigiendo una fuerza policial secreta muy diferente.

Incómodo con la primera explicación de la muerte de Moskvin, examinó la escena del crimen y fijó la mirada en la silla. Colocada ante el escritorio, la silla estaba ligerísimamente torcida. Se acercó, se agachó y pasó el dedo sobre una fina grieta que había en una de las patas de madera. Cuando comprobó su peso, apoyándose en el respaldo, la pata cedió de inmediato. La silla estaba rota. Si alguien se hubiera sentado en ella, se habría hundido. Pero estaba colocada ante el escritorio como si estuviera lista para ser usada.

Volviendo su atención al cuerpo, sujetó las manos de la víctima. No había cortes, ni arañazos, ninguna señal de autodefensa. De rodillas, Leo se acercó al cadáver. Apenas le quedaba piel alguna en el cuello, excepto en la parte de atrás, en la zona que tocaba el suelo, protegida de las repetidas puñaladas. Leo sacó un cuchillo, lo metió bajo el cuello de la víctima y alzó la hoja hacia arriba, dejando a la vista una pequeña tira de piel que no había sido destruida. Estaba amoratada. Bajó la tira de piel, retirando el cuchillo, y estaba a punto de levantarse cuando se fijó en un bolsillo del traje del hombre. Metió la mano y sacó un libro delgado, El Estado y la Revolución, de Lenin. Antes incluso de abrirlo, notó algo raro en la tapa: había una página pegada a ella. Al volver la página en cuestión, vio la foto de un hombre desharrapado. Aunque Leo no sabía quién era, reconoció el tipo de fotografía: el brillante fondo blanco, la expresión desorientada del sospechoso. Era una foto de detención.

Sorprendido ante esta elaborada anomalía, Leo se levantó. Timur Nesterov entró en la habitación y echó un vistazo al libro.

—¿Algo importante?

—No estoy seguro.

Timur era el colega y amigo más íntimo de Leo. La amistad que habían desarrollado era discreta. No bebían juntos, no bromeaban ni hablaban mucho excepto del trabajo; una asociación caracterizada por largos silencios. Los cínicos podían encontrar resentimiento en su relación. Leo, casi diez años menor, era ahora el superior de Timur, a pesar de que antes había sido su subordinado, y siempre se había dirigido a él formalmente como general Nesterov. Objetivamente, Leo se había beneficiado más de su éxito conjunto. La gente había insinuado que era un aprovechado, un individualista y un arribista. Pero Timur no mostraba celos. El tema del rango era anecdótico. Estaba orgulloso de su trabajo. Su familia se encontraba bien atendida. Al trasladarse finalmente a Moscú, tras languidecer en listas de espera, le habían proporcionado un piso moderno con agua corriente caliente y suministro de electricidad las veinticuatro horas. A pesar de lo que su relación pudiera parecer desde fuera, confiaban el uno en el otro plenamente.

Timur hizo un gesto hacia el piso principal del taller, donde se encontraban las linotipias, como gigantescos insectos mecánicos.

—Han llegado los hijos.

—Tráelos.

—¿Con el cuerpo de su padre en la habitación?

—Sí.

La milicia había permitido que los hijos se marcharan, los había enviado a casa antes de que Leo pudiera interrogarlos. Se disculparía por hacerlos volver a ver el cuerpo del padre, pero no tenía intención alguna de confiar en información de segunda mano que le pudiera proporcionar la milicia.

Vsevolod y Akvsenti —ambos de veintipocos años— aparecieron en la puerta, juntos, al ser llamados. Leo se presentó.

—Soy el oficial Leo Demidov. Comprendo que esto les resulte difícil.

Ninguno de los dos miró al cuerpo de su padre, mantuvieron los ojos fijos en Leo. El hijo mayor, Vsevolod, habló.

—Respondimos a las preguntas de la milicia.

—Mis preguntas no llevarán mucho tiempo. ¿Está esta habitación tal como la encontraron esta mañana?

—Sí, es la misma.

Vsevolod era el que hablaba. Akvsenti permanecía en silencio y alzaba los ojos de vez en cuando.

—¿Estaba esta silla ante la mesa? ¿Podría haberse caído, durante la lucha quizá?

—¿La lucha?

—Entre su padre y el asesino.

Hubo un silencio. Leo continuó:

—La silla está rota. Si se sientan en ella, se hundiría. Es raro tener una silla rota delante de un escritorio, ¿no les parece?

Ambos hijos se volvieron hacia la silla. Vsevolod contestó:

—¿Nos ha hecho venir para hablar de la silla?

—La silla es importante. Creo que su padre la usó para colgarse.

La insinuación debería haber resultado ridícula. Deberían haberse sentido ofendidos. Pero permanecieron en silencio. Al darse cuenta de que sus suposiciones estaban dando en el blanco, Leo siguió con su teoría:

—Creo que su padre se colgó, quizá de una de esas vigas del taller. Se puso de pie en la silla y luego la apartó de una patada. Ustedes encontraron el cuerpo esta mañana. Lo trajeron aquí y colocaron la silla en su sitio sin darse cuenta de que estaba rota. Uno de ustedes, o los dos, le cortó el cuello en un intento de esconder la marca de la cuerda. El despacho se dispuso para que pareciera que había sido un robo.

Eran unos estudiantes prometedores. El suicidio habría acabado con sus carreras y habría destruido sus perspectivas. Suicidio, intento de suicidio, depresión —hasta vocalizar el deseo de acabar con la propia vida— eran cosas interpretadas como afirmaciones maliciosas contra el Estado. El suicidio, como el asesinato, no tenía lugar en la evolución hacia una sociedad superior.

Evidentemente, los hijos estaban decidiendo si era posible o no negar la afirmación. Leo suavizó su tono.

—Una autopsia revelará que tiene el cuello roto. Tengo que investigar su suicidio con tanto rigor como si fuera un asesinato. La razón de su suicidio es lo que me preocupa, no su comprensible deseo de esconderlo.

El hijo de menos edad, Akvsenti, habló por primera vez.

—Yo le corté el cuello.

El joven continuó:

—Estaba bajando su cuerpo. Me di cuenta de lo que supondría en nuestras vidas.

—¿Tienen alguna idea de por qué se mató?

—Estaba bebiendo. El trabajo lo deprimía.

Le estaban contando la verdad, aunque incompleta, o por ignorancia o deliberadamente. Leo insistió.

—Un hombre de cincuenta y cinco años no se mata porque sus lectores tengan tinta en los dedos. Su padre había sobrevivido a problemas mayores que ése.

El hijo mayor se enfadó.

—Llevo años estudiando para ser médico. Todo para nada; ningún hospital me contratará ahora.

Leo los condujo fuera del despacho, al piso del taller, lejos de la visión del cuerpo de su padre.

—No se preocuparon porque su padre no había vuelto por la mañana. Esperaban que trabajara hasta tarde o se habrían preocupado por la noche. Si así era, ¿por qué no hay páginas listas para ser impresas? Hay cuatro linotipias. No se ha preparado ninguna página. No hay nada que indique que aquí se estaba trabajando.

Se acercaron a las enormes máquinas. Delante de cada una había un aparato semejante a una máquina de escribir, un panel de letras. Leo se dirigió a los hijos.

—Ahora mismo necesitan amigos. No puedo pasar por alto el suicidio de su padre. Puedo hacer una petición a mis superiores para que eviten que su acción influya en sus carreras. Ahora los tiempos son diferentes: las faltas de su padre no tienen por qué reflejarse en ustedes. Pero tienen que ganarse mi ayuda. Díganme qué ocurrió. ¿En qué estaba trabajando su padre?

El hijo más joven se encogió de hombros.

—Estaba trabajando en una especie de documento de Estado. No lo habíamos leído. Destruimos todas las páginas que había preparado. No había acabado. Pensamos que quizá estuviera deprimido porque iba a tener que imprimir otro periódico mal hecho. Quemamos la copia de papel. Fundimos las planchas. No queda nada. Es la verdad.

Negándose a darse por vencido, Leo señaló hacia la máquina.

—¿Con qué máquina estaba trabajando?

—Con ésta.

—Muéstrenme cómo funciona.

—Pero lo hemos destruido todo.

—Por favor.

Akvsenti echó una mirada a su hermano, buscando evidentemente su permiso. Su hermano asintió.

—La máquina funciona mecanografiando. En la parte de atrás, el aparato recoge los moldes de las letras. Cada línea está formada por moldes individuales agrupados con moldes de espacio en medio. Cuando la línea se ha terminado, se vacía en una mezcla de plomo fundido y estaño, que forma una tira. Esas tiras se colocan en esta bandeja, hasta que tienes toda la página de texto. La página de acero se cubre de tinta y el papel se pasa por encima; el texto se imprime. Pero, como ya he dicho, fundimos todas las páginas. No queda nada.

Leo rodeó la máquina. Sus ojos siguieron el proceso mecánico, desde la recogida de moldes de letras hasta la línea compuesta. Preguntó:

—Cuando mecanografío, ¿los moldes se recogen en esta rejilla?

—Sí.

—No hay líneas completas de texto. Las destruyeron. Pero en la rejilla hay una línea parcial, una línea que no se ha acabado.

Leo señalaba una fila incompleta de moldes.

—Su padre tenía una línea a medio terminar.

Los hijos miraron hacia la máquina. Leo tenía razón.

—Quiero imprimir esas palabras.

El hijo mayor empezó a golpear la barra espaciadora.

—Si añadimos espacios al final de la línea, se completará y estará lista para hacer la tira.

Añadieron moldes de espacio a la línea incompleta hasta que la rejilla se llenó. Un émbolo vertió plomo fundido en el molde y salió una estrecha tira rectangular. Las últimas palabras que había escrito Suren Moskvit antes de quitarse la vida.

La tira yacía de lado, con las letras fuera de la vista. Leo preguntó:

—¿Está caliente?

—No.

Leo cogió la tira y la colocó en la bandeja. Cubrió la superficie con tinta, colocó una hoja de papel blanco encima y presionó.