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Siete años después

Moscú

12 de Marzo de 1956

Director de una pequeña imprenta académica, Suren Moskvin había llegado a ser conocido por hacer libros de texto de la peor calidad, con tinta que manchaba y papel finísimo, todo ello unido con un lomo encolado que empezaba a soltar páginas al cabo de unas horas de haberlos abierto. No es que fuera perezoso ni incompetente. Al contrario, empezaba a trabajar a primera hora de la mañana y acababa a última hora de la noche. La razón por la que los libros eran tan malos se debía a la calidad de la materia prima suministrada por el Estado. Aunque el contenido de las publicaciones académicas se comprobaba cuidadosamente, no eran una prioridad. Encerrado en un sistema de cupos, Suren se veía obligado a producir un gran número de libros con papel de la peor calidad en el menor tiempo posible. La ecuación nunca cambiaba y él estaba a su merced, cada vez más preocupado de lo bajo que había caído su reputación. Se hacían bromas; con los dedos manchados de tinta, estudiantes y profesores se burlaban diciendo que los libros de Moskvin permanecían contigo para siempre. Ridiculizado, le había acabado costando levantarse de la cama. No comía bien. Bebía durante todo el día, tenía botellas guardadas en los cajones, detrás de las estanterías. A los cincuenta y cinco años había descubierto algo nuevo acerca de sí mismo: no tenía estómago para aguantar la humillación pública.

Mientras revisaba las máquinas de linotipia pensando tristemente en sus fracasos, advirtió que un joven estaba de pie en la puerta. Suren se dirigió a él a la defensiva:

—¿Sí? ¿Qué pasa?

No es normal estar ahí de pie sin decir nada. El hombre dio un paso hacia delante. Iba con la vestimenta típica del estudiante: un abrigo largo y una bufanda negra barata. Llevaba un libro abierto. Suren se lo quitó de las manos, estaba preparado para recibir más quejas. Echó un vistazo a la cubierta: El Estado y la Revolución, de Lenin. Habían impreso un nuevo volumen la semana anterior y lo habían distribuido hacía un par de días, y este hombre, al parecer, había sido el primero en localizar algo que estaba mal. Un error en una obra fundamental era un asunto grave: durante el gobierno de Stalin, un fallo semejante sería suficiente para garantizar la detención. El estudiante se inclinó hacia delante y abrió el libro, pasando las páginas hacia atrás. Impresa en la primera página había una foto en blanco y negro. El estudiante comentó:

—El texto de debajo dice que es una foto de Lenin, pero… como puede ver…

La foto era de un hombre que no se parecía nada a Lenin, un hombre de pie, apoyado en una pared, una pared blanca reluciente. Tenía el pelo revuelto. Los ojos extraviados.

Suren cerró de golpe el libro y se dirigió al estudiante:

—¿Cree usted que voy a haber impreso mil copias de este libro con una fotografía equivocada? ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama? ¿Por qué está haciendo esto? ¡Mis problemas se deben a la escasez de materiales, no al descuido!

Al ser empujado hacia atrás y golpeado en el pecho con el libro, la bufanda del estudiante se soltó, dejando ver el borde de un tatuaje. La visión paralizó a Suren. Un tatuaje no coincidía con la apariencia típica de un estudiante. Nadie, excepto los vory, los criminales profesionales, marcarían así su piel.

Con el impulso que le había proporcionado la indignación de Suren, el hombre aprovechó su vacilación y se fue corriendo. Suren lo siguió sin ganas, sujetando aún el libro, y vio cómo la misteriosa figura desaparecía en la noche. Incómodo, cerró la puerta con llave. Algo le preocupaba: aquella fotografía. Se quitó las gafas, abrió el libro y examinó la cara un poco más de cerca: aquellos ojos aterrorizados. Como un barco fantasma que emergiera lentamente de una densa niebla, su identidad se le reveló. El rostro era familiar. El pelo estaba revuelto y los ojos atemorizados porque había sido detenido y sacado de la cama. Suren reconoció la fotografía porque la había hecho él.

Suren no siempre había dirigido una imprenta. Anteriormente había sido empleado del MGB. Veinte años de leal servicio; su carrera con la policía secreta había durado más que la de muchos de sus superiores. Llevaba a cabo muchas tareas banales —limpiar celdas, fotografiar prisioneros— y su bajo rango le resultó ventajoso; había sido lo bastante hábil como para no buscarse más responsabilidades y nunca había llamado la atención, por lo que se había librado de las purgas periódicas de los niveles más altos. Se le había exigido hacer cosas difíciles. Él había cumplido su deber con constancia. Por entonces, era un hombre al que había que temer. Nadie se burlaba de él. No se habrían atrevido. La mala salud lo había obligado a retirarse. Aunque tenía dinero y era acomodado, no podía estar ocioso. Tumbado en la cama sin tener nada que hacer, su mente había vagado hacia el pasado y recordó caras como la que ahora aparecía en aquel libro. La solución consistía en permanecer atareado, con citas y reuniones. Necesitaba una ocupación. No quería recordar.

Cerró el libro y se lo metió en el bolsillo. ¿Por qué le ocurría esto hoy? No podía ser una mera coincidencia. A pesar de su incapacidad para hacer libros o periódicos de buena calidad, le habían pedido de forma inesperada que publicara un importante documento de Estado. No le habían explicado su naturaleza, pero el prestigio del encargo significaba recursos de buena calidad, buen papel y buena tinta. Finalmente, le habían dado la oportunidad de hacer algo de lo que podría estar orgulloso. Iban a entregar el documento aquella tarde. Y alguien con un viejo rencor había tratado de acabar con él justo cuando su suerte estaba a punto de cambiar.

Abandonó el piso del taller y corrió a su oficina. Se alisó cuidadosamente el escaso pelo gris hacia un lado. Llevaba su mejor traje; sólo tenía dos, uno para diario y otro para las ocasiones especiales. Ésta era una ocasión especial. Hoy no había necesitado ayuda para levantarse de la cama. Se despertó antes que su mujer. Se había afeitado canturreando. Había tomado un buen desayuno, el primero desde hacía semanas. Al llegar temprano al taller, había sacado la botella de vodka del cajón y la había vertido por el fregadero antes de pasarse el día limpiando, barriendo, quitando el polvo, eliminando las partículas de grasa de las linotipias. Sus hijos, ambos estudiantes universitarios, le habían hecho una visita, impresionados por su transformación. Suren les recordó que era una cuestión de principios mantener el lugar impecable. El sitio de trabajo era el lugar donde una persona adquiría su identidad y su personalidad. Ellos se despidieron con un beso, deseándole suerte con el enigmático encargo. Al fin, tras muchos años de secretos y los recientes años de fracasos, tenían razones para sentirse orgullosos de él.

Miró su reloj. Eran las siete de la tarde. Llegarían en cualquier momento. Tenía que olvidarse del extraño y de la fotografía, no era importante. No podía dejar que aquello lo distrajera. De pronto deseó no haber tirado el vodka. Un trago lo hubiera calmado. Pero podían haberlo olido en su aliento. Mejor no tomar nada, mejor estar nervioso; eso demostraba que se tomaba el trabajo en serio. Suren extendió la mano para coger su botella de Kvass, una bebida no alcohólica de centeno: tendría que servir.

En su precipitación, con el pulso tembloroso por la falta de alcohol, volcó una bandeja de moldes de letras. La bandeja cayó desde el escritorio y las letras se dispersaron por el suelo.

Clink clink.

El cuerpo se le puso rígido. Suren, que ya no estaba en su despacho, se quedó de pie en un estrecho pasillo de ladrillo, con una fila de puertas de acero a un lado. Recordaba aquel lugar: la prisión de Oriol, donde había sido guardia durante el estallido de la Gran Guerra Patriótica. Obligados a huir del Ejército alemán, que avanzaba rápidamente, a él y a sus compañeros guardias les habían ordenado que liquidaran a la población reclusa para no dejar atrás ningún posible recluta simpatizante de los invasores nazis. Con los edificios atacados por Stukas y acribillados por Panzers, se enfrentaron a la difícil cuestión logística de eliminar en unos minutos veinte celdas llenas de cientos de criminales políticos. No tenían tiempo para balas o cuerdas. A él se le ocurrió usar granadas, dos en cada celda. Había caminado hasta el extremo del pasillo, había levantado la pequeña mirilla de acero y las había arrojado —clink, clink— al interior de las celdas, con el sonido de la granada rebotando en un suelo de cemento. Había cerrado de golpe las mirillas para que no pudieran devolverlas y había corrido por el pasillo para alejarse de la explosión, imaginando a los hombres cómo manoseaban las granadas, que se escurrirían de sus dedos sucios al tratar de arrojarlas por las pequeñas ventanas con barrotes.

Suren se tapó los oídos con las manos, como si eso pudiera detener los recuerdos. Pero el ruido continuó, más y más alto, granadas en el suelo de cemento, celda tras celda.

Clink clink clink clink.

Gritó en voz alta:

—¡Basta!

Al quitarse las manos de los oídos, se dio cuenta de que alguien llamaba a la puerta.