Durante las primeras semanas que estuvieron juntos, Anisya no había pensado mucho en ello. Maxim tenía sólo veinticuatro años y era graduado del Seminario Académico Teológico de Moscú, cerrado desde 1918 y reabierto recientemente como parte de la rehabilitación de las instituciones religiosas. Ella era seis años mayor que él, estaba casada, era inalcanzable, una perspectiva tentadora para un joven a quien ella suponía poca, si es que tenía alguna, experiencia sexual. Introvertido y tímido, Maxim nunca se relacionaba fuera de la Iglesia y tenía pocos amigos o familiares, al menos que vivieran en la ciudad. No era de extrañar que hubiera desarrollado una especie de enamoramiento. Ella toleraba sus lánguidas miradas, quizá incluso se sentía halagada. Pero en modo alguno le había dado alas. Él había malinterpretado su silencio, suponiendo que le daba permiso para seguir cortejándola. Por eso se había sentido lo bastante seguro como para cogerle la mano y decir:
—Déjalo. Vive conmigo.
Ella estaba convencida de que él nunca encontraría el valor para poner en práctica lo que no podría ser nada más que un sueño infantil: los dos huyendo juntos. Se había equivocado.
Curiosamente, él había elegido la iglesia del marido para cruzar la línea desde la fantasía privada a la proposición descarada: los frescos de discípulos, demonios, profetas y ángeles juzgaban sus movimientos ilícitos desde sombríos nichos. Maxim estaba arriesgando todo aquello para lo que había sido educado, enfrentándose a la desgracia segura y al exilio de la comunidad religiosa sin esperanza de redención. Calculó mal su ruego sincero y sentido, pero tan absurdo, que ella sólo pudo reaccionar del peor modo posible. Soltó una risa corta y sorprendida.
Antes de que él tuviera tiempo de responder, la pesada puerta de roble se cerró de un golpe. Sobresaltada, Anisya se dio la vuelta y vio a su marido, Lazar, corriendo hacia ellos con una urgencia tal que no pudo sino pensar que había malinterpretado la escena como prueba de su infidelidad. Se apartó de Maxim, un movimiento repentino que sólo aumentó la impresión de culpa. Pero a medida que él se acercaba se dio cuenta de que Lazar, su marido desde hacía diez años, estaba preocupado por otra cosa. Sin aliento, le cogió las manos, manos que sólo unos segundos antes había sujetado Maxim.
—Me localizaron entre la multitud. Un agente me interrogó.
Hablaba rápidamente, le salían las palabras a borbotones, y Anisya dejó de lado la importancia de la proposición de Maxim. Ella preguntó:
—¿Te siguieron?
Él asintió.
—Me escondí en el piso de Natasha Niurina.
—¿Qué ocurrió?
—Él se quedó fuera. Me vi obligado a salir por la parte de atrás.
—¿Detendrán a Natasha y la interrogarán?
Lazar se llevó las manos a la cara.
—Me entró el pánico. No sabía a dónde ir. No debería haber ido a su casa.
Anisya lo cogió por los hombros.
—La única manera de que puedan encontrarnos es deteniendo a Natasha, tenemos poco tiempo.
Lazar negó con la cabeza.
—Le dije mi nombre.
Ella comprendió. Él no mentiría. No comprometería sus principios, ni por ella ni por nadie. Los principios eran más importantes que sus vidas. No tenía que haber asistido a la demolición. La muchedumbre iba a ser inevitablemente controlada y él sería un observador muy visible. Él la ignoró, como era su costumbre; siempre parecía tener en cuenta sus consejos, pero nunca los ponía en práctica. ¿Acaso no le había rogado que no se apartara de las autoridades eclesiásticas? ¿Estaban en una posición en la que pudieran permitirse hacer enemigos tanto en el Estado como en la Iglesia? Pero a él no le interesaba la política de la alianza. Sólo quería expresarse, aunque lo dejaran aislado, cuando criticaba la nueva relación entre los obispos y los políticos. Obstinado, cabezota, exigía que ella lo apoyara en esa cuestión, sin darle la oportunidad de decir lo que pensaba. Ella lo admiraba, era un hombre íntegro. Pero él no la admiraba a ella. Ella era más joven que él y sólo tenía veinte años cuando se casaron. Él tenía treinta y cinco. A veces se preguntaba si se había casado con ella porque, al ser un sacerdote blanco, un sacerdote casado, adoptar un voto monástico era en sí una declaración reformista. La idea lo atraía y se adaptaba a su pensamiento liberal y filosófico. Ella siempre anduvo preparada para el momento en que el Estado pudiera cruzarse en sus vidas. Pero ahora que había llegado el momento, se sentía defraudada. Estaba pagando por sus opiniones, opiniones en las que nunca le habían dejado tener influencia, ni había contribuido en ellas.
Lazar puso una mano en el hombro de Maxim.
—Sería mejor que volvieras al Seminario Teológico y nos denunciaras. Como nos van a detener, la denuncia servirá para distanciarte de nosotros. Maxim, eres un hombre joven. Nadie pensará mal de ti si te vas.
Viniendo de Lazar, la oferta era una proposición llena de implicaciones. Lazar consideraba un comportamiento tan pragmático como algo que no iba con él, aceptable en otros, hombres y mujeres más débiles. Su superioridad moral era agobiante. Lejos de ofrecer a Maxim una salida, lo había atrapado. Anisya dijo, tratando ser amable:
—Maxim, debes irte.
Él reaccionó con viveza.
—Quiero quedarme.
Desairado por su risa anterior, se sintió indignado y obstinado. Hablando con un doble sentido que su marido no podía entender, Anisya dijo:
—Por favor, Maxim, olvida todo lo que ha ocurrido, no conseguirás nada quedándote.
Maxim negó con la cabeza.
—Estoy decidido.
Anisya se dio cuenta de que Lazar sonreía. No había duda de que su marido apreciaba a Maxim, lo había tomado bajo su protección, ciego ante el enamoramiento de su protegido, pendiente sólo de las deficiencias de su conocimiento de las escrituras y la filosofía. Estaba complacido con la decisión de quedarse de Maxim, creyendo que tendría algo que ver con él. Anisya se acercó a Lazar.
—No podemos permitir que arriesgue su vida.
—No podemos obligarlo a marcharse.
—Lazar, esta pelea no es suya.
Tampoco era de ella, en realidad.
—La ha hecho suya. Lo respeto. Tú también debes hacerlo.
—¡No tiene sentido!
Al comparar a Maxim con él, el mártir, su marido había escogido humillarla y condenarlo a él.
Lazar exclamó:
—¡Basta! Deseas que esté a salvo. Yo también. Pero si Maxim quiere quedarse, se quedará.
Lazar corrió hacia el altar de piedra y lo despojó de todo. Todas las personas relacionadas con su iglesia estaban en peligro. Poco podía hacer por su mujer o por Maxim: estaban estrechamente relacionados con él. Pero era fundamental que los nombres de las personas de su congregación, la gente que había confiado en él, que había compartido sus miedos, permanecieran en secreto.
Con el altar desnudo, Lazar se puso a un lado.
—¡Empuja!
No muy listo pero sí obediente, Maxim empujó el altar, tensándose al sentir su peso. La áspera base de piedra rascó el suelo mientras se deslizaba lentamente a un lado, revelando un agujero, un escondite creado unos veinte años antes, durante los ataques más duros a la Iglesia. Las lajas de piedra se habían retirado, dejando a la vista la tierra, que había sido cuidadosamente excavada y forrada con soportes de madera para evitar que se hundiera, creando un espacio de un metro de fondo y dos de ancho. Contenía un cajón de acero. Lazar metió la mano y Maxim lo imitó cogiendo el extremo opuesto del cajón y levantándolo para colocarlo en el suelo, listo para ser abierto.
Anisya levantó la tapa. Maxim se agachó junto a ella, incapaz de esconder el asombro que había en su voz.
—¿Música?
El cajón estaba lleno de partituras musicales escritas a mano. Lazar explicó:
—El compositor asistía a los servicios aquí. Era un joven no mucho mayor que tú, estudiante en el Conservatorio de Moscú. Acudió a nosotros una noche, aterrado por que pudieran detenerlo. Temía que su obra fuera destruida y nos confió sus composiciones. Gran parte de su trabajo había sido condenado como antisoviético.
—¿Por qué?
—No lo sé. Él tampoco lo sabía. No tenía a quien acudir, ni familia ni amigos en los que pudiera confiar. Así pues, vino a nosotros. Accedimos a tomar posesión de la obra de su vida. Poco después, desapareció.
Maxim echó un vistazo a las notas.
—La música… ¿es buena?
—No la hemos oído interpretar. No nos atrevemos a enseñársela a nadie, o a que la toquen para nosotros. Pueden surgir preguntas.
—¿No tenéis idea de cómo suena?
—No sé leer música. Ni mi mujer. Pero, Maxim, no lo entiendes. Mi promesa de ayudarlo era independiente de la calidad de su trabajo.
—¿Estáis arriesgando vuestras vidas? Si no vale nada…
Lazar lo corrigió.
—No estamos protegiendo estos papeles; estamos protegiendo su derecho a sobrevivir.
A Anisya la seguridad de su marido le pareció indignante. El joven compositor había acudido a ella, no a él. Ella entonces había hablado con su marido y lo había convencido de que se quedara con la música. Al volver a contar la historia, él suavizaba todas sus dudas y preocupaciones y la reducía a ella a nada más que a su pasiva colaboradora. Ella se preguntaba si él sería consciente de los retoques que le había hecho al relato, elevando automáticamente su propia importancia, acomodando toda la historia a su alrededor.
Lazar cogió la colección entera de música sin encuadernar, quizá unas doscientas páginas en total. Entre las partituras había documentos relativos a los asuntos de la iglesia y varios iconos originales que habían sido escondidos y sustituidos por reproducciones. Dividió apresuradamente el contenido en tres montones y comprobó lo mejor que pudo que las composiciones musicales estuvieran completas. El plan consistía en sacar cada uno una cantidad más o menos parecida. Dividida en tres, había posibilidades razonables de que la música sobreviviera. La dificultad estribaba en encontrar tres escondites distintos, tres personas dispuestas a sacrificar sus vidas por notas escritas en una página aunque nunca hubieran conocido al compositor ni hubieran oído su música. Lazar sabía que mucha gente de su parroquia ayudaría. Seguramente, muchos estarían también bajo sospecha. Para esta tarea necesitaban la ayuda de un perfecto soviético, alguien cuyo piso no fuera a ser nunca registrado. Una persona así, si es que existía, nunca los ayudaría. Anisya hizo unas cuantas sugerencias.
—Martemian Syrtsov.
—Demasiado hablador.
—Artiom Nakhaev.
—Aceptaría, se llevaría los papeles y luego le entraría el pánico, perdería los nervios y los quemaría.
—Niura Dmitrieva.
—Diría que sí, pero nos odiaría por pedírselo. No dormiría. No comería.
Al final, consiguieron ponerse de acuerdo en dos nombres. Lazar decidió que una parte de la música permanecería escondida en la iglesia, junto con los iconos más grandes; los devolvió al altar y colocó éste en su sitio. Como Lazar era a quien con más probabilidad seguirían, Anisya y Maxim se llevarían sus partituras a las dos direcciones. Se marcharían por separado. Anisya estaba lista.
—Iré primero.
Maxim negó con la cabeza.
—No. Lo haré yo.
Se imaginó por qué se ofrecía: si Maxim lograba escapar, era muy probable que ella lo consiguiera también.
Abrieron la puerta principal levantando la pesada tranca de madera. Anisya se dio cuenta de que Maxim vacilaba, sin duda asustado, ahora que se daba cuenta de lo peligroso de su misión. Lazar agitó la mano. Maxim la miró por encima del hombro de su marido. Cuando Lazar se hubo despedido, Maxim avanzó hacia ella. Anisya le dio un fuerte abrazo y se quedó mirando cómo se adentraba en la noche.
Lazar cerró la puerta, la aseguró y repitió el plan:
—Esperaremos diez minutos.
Sola con su marido, esperó junto a la parte delantera de la iglesia. Él se unió a ella. Se sorprendió al advertir que, en vez de rezar, le había cogido la mano.
Habían pasado diez minutos y se acercaron a la puerta. Lazar levantó la tranca. Los papeles estaban en una bolsa colgada de su hombro. Anisya salió. Ya se habían despedido. Ella se volvió y observó en silencio mientras Lazar cerraba la puerta. Oyó cómo la tranca volvía a caer. Caminando hacia la calle, buscó rostros en las ventanas, movimientos entre las sombras. De pronto, una mano la cogió por la muñeca. Sobresaltada, se giró.
—¿Maxim?
¿Qué estaba haciendo él allí? ¿Dónde estaba la música que se había llevado? Desde la parte trasera de la iglesia, una voz llamó, ronca e impaciente:
—¿Leo?
Anisya vio a un hombre vestido con un uniforme oscuro, un agente del MGB. Había otros detrás de él, agrupados como cucarachas. Sus preguntas se desvanecieron, se concentró en el nombre que había oído gritar: «Leo». Con el tirón de una sola palabra, el nudo de mentiras se deshizo. Por eso no tenía amigos ni familia en la ciudad, por eso era tan silencioso en las lecciones con Lazar, porque no sabía nada de escrituras ni de filosofía. Por eso había querido marcharse el primero de la iglesia, no para protegerla, sino para avisar a la vigilancia, para preparar la detención. Era un chekista, un oficial de la policía secreta. Los había engañado a ella y a su marido. Se había infiltrado en sus vidas para recopilar toda la información posible no sólo acerca de ellos, sino de las personas que simpatizaban con ellos, asestando un golpe contra las bolsas de resistencia que aún quedaban dentro de la Iglesia. ¿El intento de seducirla habría sido un objetivo propuesto por sus superiores? ¿La habrían identificado como una persona débil y crédula y habrían indicado a aquel guapo oficial que creara un personaje, Maxim, para manipularla?
Él habló en voz baja, íntimamente, como si nada hubiera cambiado entre ellos.
—Anisya, te doy una última oportunidad. Ven conmigo. He hecho un pacto. Tú no les interesas. Van detrás de Lazar.
El sonido de su voz, tierna y preocupada, era espantoso. La oferta que le había hecho antes, marcharse con él, no había sido una fantasía ingenua. Había sido el cálculo de un agente. Continuó:
—Acepta el consejo que me diste, denuncia a Lazar. Puedo mentir por ti. Puedo protegerte. A quien quieren es a él. No conseguirás nada permaneciendo leal.
Leo se estaba quedando sin tiempo. Anisya tenía que entender que él era su única oportunidad para sobrevivir, pensara lo que pensase de él. No conseguiría nada aferrándose a sus principios. Su oficial superior, Nikolai Borisov, caminó hacia ellos. De cuarenta años, tenía el cuerpo de un envejecido levantador de pesos, aún fuerte pero fofo por un exceso de bebida.
—¿Está cooperando?
Leo extendió la mano, y con los ojos le rogó que le diera la bolsa.
—Por favor.
En respuesta, ella gritó todo lo alto que pudo:
—¡Lazar!
Nikolai avanzó y la abofeteó con el dorso de la mano. Gritó a sus hombres:
—¡Adelante!
Llevaron hachas hasta la puerta de la iglesia.
Leo vio odio en el rostro de Anisya.
Nikolai le arrancó la bolsa.
—Ha tratado de salvarte, perra desagradecida.
Ella se inclinó hacia delante, susurrando al oído de Leo:
—Creías de verdad que acabaría amándote, ¿no es así?
Los oficiales la agarraron por los brazos. Retrocediendo, ella le sonrió con malicia:
—Nadie te amará nunca. ¡Nadie!
Leo le volvió la espalda, ansioso por que se la llevaran. Nikolai le puso una mano en el hombro para consolarlo.
—Habría sido complicado explicar que ella no era una traidora, en cualquier caso. Es mucho mejor así. Mejor para ti. Hay otras mujeres, Leo. Siempre hay otras.
Leo había llevado a cabo su primera detención.
Anisya estaba equivocada. A él ya lo amaban. Lo amaba el Estado. No quería el amor de una traidora; eso no era amor. El engaño y la traición eran las herramientas de un oficial. Tenía derecho legítimo a usarlas. Su país se apoyaba en la traición. Soldado antes de convertirse en agente del MGB, había experimentado la salvaje necesidad de derrotar al fascismo. Hasta las cosas más terribles podían perdonarse por el bien mayor al que servían.
Entró en la iglesia. En lugar de tratar de escapar, Lazar estaba arrodillado junto al altar, rezando, esperando su destino. Al ver a Leo, su orgulloso aire de desafío desapareció. En aquel momento de comprensión pareció envejecer varios años.
—¿Maxim?
Por primera vez desde que se habían conocido, buscó respuestas en su protegido.
—Mi nombre es Leo Stepanovich Demidov.
Durante varios segundos, Lazar permaneció en silencio. Finalmente, dijo:
—Me fuiste recomendado por el Patriarca…
—El Patriarca Krasinov es un buen ciudadano.
Lazar negó con la cabeza, no quería creerlo. El Patriarca era un informador. Su protegido era un espía que le había enviado la figura religiosa suprema. Había sido sacrificado al Estado igual que lo había sido la iglesia de Santa Sofía. Era un insensato que había advertido a otros que tuvieran cuidado mientras de pie junto a él, tomando notas, había un oficial del MGB.
Nikolai avanzó.
—¿Dónde están los papeles restantes?
Leo hizo un gesto hacia el altar.
—Ahí debajo.
Tres agentes lo apartaron y descubrieron el cajón. Nikolai preguntó:
—¿Te dio otros nombres?
Leo contestó:
—Martemian Syrtsov. Artiom Nakhaev. Niura Dmitrieva. Moisei Semashko.
Vio la cara de Lazar: sorpresa convertida en disgusto. Leo avanzó hacia él.
—¡Mantén los ojos fijos en el suelo!
Lazar no bajó la cara. Leo lo obligó a mirar al suelo.
—¡Los ojos hacia el suelo!
Lazar volvió a levantar la cabeza. Esta vez, Leo le dio un puñetazo. Lentamente, con el labio partido, Lazar alzó el rostro, goteando sangre, mirándolo con asco desafío. Leo replicó, como si los ojos de Lazar le hubieran hecho una pregunta:
—Soy un buen hombre.
Sujetando a su mentor por el cabello, Leo no se detuvo; puñetazo tras puñetazo, continuó mecánicamente como un soldado de cuerda, repitiendo la misma acción una y otra vez hasta que le dolieron los nudillos y los brazos, y el lado de la cara de Lazar se ablandó. Cuando al fin se detuvo y lo soltó, Lazar cayó al suelo; la sangre chorreaba alrededor de su boca como si fuera el bocadillo de un cómic.
Nikolai pasó un brazo sobre el hombro de Leo y observaron cómo se llevaban a Lazar, que dejaba un rastro de sangre desde el altar hasta la puerta. Nikolai encendió un cigarrillo.
—El Estado necesita gente como nosotros.
Atontado, Leo se limpió la sangre de los pantalones y comentó:
—Antes de que nos vayamos tengo que registrar la iglesia.
Nikolai aceptó la propuesta de buena gana.
—Un perfeccionista, eso es bueno. Pero date prisa. Esta noche nos emborrachamos. ¡No has tomado una copa en dos meses! ¡Has vivido como un monje!
Nikolai se rió de su propia broma y dio a Leo una palmada en la espalda antes de dirigirse al exterior. Solo, Leo caminó hasta el desplazado altar de piedra y miró hacia el fondo del agujero. Atrapado entre el lado del cajón y la pared de tierra había una hoja de papel. Extendió la mano y la recogió. Era una partitura. Sus ojos recorrieron las notas. Decidió que era mejor no saber lo que se había perdido, alzó la hoja sobre la llama de una vela cercana y observó cómo el papel se ennegrecía.