Unión Soviética, Moscú
3 de Junio de 1949
Durante la Gran Guerra Patriótica había demolido el puente de Kalach en defensa de Stalingrado, había llenado fábricas con dinamita, reduciéndolas a escombros, y había incendiado refinerías indefendibles, cortando la línea del horizonte con columnas de petróleo ardiendo. Se había apresurado a destruir cualquier cosa que la Wehrmacht invasora pudiera requisar. Mientras sus compatriotas sollozaban al ver sus pueblos destrozados a su alrededor, él supervisaba la devastación con triste satisfacción. El enemigo conquistaría un erial, tierra quemada y un cielo lleno de humo. Improvisaba a menudo con los materiales que tuviera a mano —proyectiles de tanque, gasolina sacada de camiones militares volcados y abandonados— y se había ganado fama de ser un hombre en el que el Estado podía confiar. Nunca perdía el temple, nunca cometía una falta aunque estuviera operando en condiciones extremas: heladas noches de invierno, metido hasta la cintura en ríos rápidos, bajo el fuego enemigo. Para un hombre de su experiencia y su temperamento, el trabajo de ese día era pura rutina. No había prisa, ni balas silbando sobre su cabeza. Pero las manos, conocidas como las más firmes del oficio, le temblaban. Le caía el sudor en los ojos, lo que le obligaba a limpiárselos con una punta de la camisa. Se sentía mal, como un novato; era la primera vez que Jekabs Drozdov, aquel héroe de guerra, hacía saltar por los aires una iglesia.
Había que colocar aún una carga más, justo delante de él, en el lugar que había sido antes el altar. El trono del obispo, los iconos, los candeleras; lo habían quitado todo. Hasta el pan de oro lo habían arrancado de las paredes. La iglesia estaba vacía y no quedaba más que la dinamita metida bajo los cimientos y atada a las columnas. Saqueada y desprovista de todo, era un espacio vasto e impresionante. La bóveda central, adornada con una cruz de ventanas con vidrieras, era tan alta y estaba tan llena de luz que parecía formar parte del cielo. Con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, Jekabs admiraba la cúpula que se levantaba unos cincuenta metros por encima de él. Los rayos de sol entraban a través de los altos ventanales iluminando frescos que pronto saltarían por los aires, reducidos a las partes que los conformaban: un millón de partículas de pintura. La luz se extendía por el liso suelo de piedra no muy lejos de donde él estaba sentado, como tratando de alcanzarlo con una dorada palma extendida.
—Dios no existe —murmuró.
Lo volvió a decir, más alto esta vez, haciendo resonar las palabras dentro de la bóveda:
—¡Dios no existe!
Era un día de verano; claro que había luz. No era una señal de nada. No era divina. La luz no significaba nada. Estaba pensando demasiado, ése era el problema. Ni siquiera creía en Dios. Trató de recordar las muchas frases antirreligiosas del Estado.
La religión pertenecía a una época en que cada hombre trabajaba para sí y Dios para todos los hombres.
Aquel edificio no era sagrado ni estaba bendecido. No debía considerarlo más que piedra, vidrio y madera; dimensiones, cien metros de largo y sesenta de ancho. La iglesia, que no producía nada, no servía para ninguna función cuantificable; era una estructura arcaica erigida por razones arcaicas por una sociedad que ya no existía.
Jekabs se recostó y pasó la mano por el frío suelo de piedra gastado por los pies de muchos cientos de miles de fieles que habían acudido a los servicios durante muchos cientos de años. Abrumado por la magnitud de lo que estaba a punto de hacer, empezó a atragantarse como si tuviera algo atravesado en la garganta. La sensación pasó. Estaba cansado y había trabajado demasiado, eso era todo. Normalmente, en un proyecto de demolición a esta escala, lo habría ayudado un equipo. En este caso había decidido que sus hombres podían tener un papel secundario. No hacía falta dividir la responsabilidad, no hacía falta implicar a sus colegas. No todos tenían tanta claridad mental como él. No todos se habían vaciado de sentimientos religiosos. Él no quería a hombres con motivaciones conflictivas trabajando a su lado.
Durante cinco días, empezando a la salida del sol y acabando al atardecer, había colocado cada carga; explosivos estratégicamente situados para asegurarse de que la estructura se hundiera hacia dentro y las bóvedas cayeran limpiamente sobre sí mismas. Había orden y precisión en su arte y estaba orgulloso de su habilidad. Aquel edificio representaba un desafío único. No era una cuestión moral, sino una prueba intelectual. Con un campanario y cinco cúpulas doradas, la mayor de las cuales estaba apoyada en un tabernáculo de ochenta metros de alto, la demolición controlada y lograda de aquel día iba a ser una estupenda conclusión para su carrera. Después de aquello, se había prometido retirarse. Se había hablado incluso de que recibiría la Orden de Lenin, la recompensa por un trabajo que nadie más quería hacer.
Negó con la cabeza. No debería estar allí. No debería estar haciendo aquello. Debería haber fingido que estaba enfermo. Debería haber obligado a algún otro a colocar la carga final. No era trabajo para un héroe. Pero los peligros que suponía eludir el trabajo eran mucho mayores, mucho más reales que una idea supersticiosa de que aquel trabajo pudiera estar maldito. Tenía una familia que proteger —una esposa, una hija— a la que quería muchísimo.
Lazar estaba entre la multitud y se apartó del perímetro de la iglesia de Santa Sofía a una distancia prudencial de unos cien metros; su solemnidad contrastaba con la excitación y los parloteos que había a su alrededor. Le pareció que era la clase de turba que podría haber asistido a una ejecución pública no por principios, sino por el mero espectáculo, por hacer algo. Había un ambiente festivo, conversaciones que bullían de impaciencia. Los niños saltaban sobre los hombros de sus padres, ansiando que ocurriera algo. Una iglesia no era suficiente para ellos: la iglesia tenía que hundirse para que fuera divertida.
En la parte delantera de la barricada, sobre un podio especialmente construido para que estuviera elevado, un equipo de filmación colocaba trípodes y cámaras, discutiendo qué ángulo captaría mejor la demolición. Se aseguraron especialmente de incluir las cinco cúpulas y se discutió mucho acerca de si las bóvedas de madera se romperían en el aire al estamparse unas contra otras o si no lo harían hasta alcanzar el suelo. Supusieron que dependería de la habilidad de los expertos que habían colocado la dinamita en el interior.
Lazar se preguntaba si entre la multitud también habría tristeza. Miró a derecha e izquierda, buscando alguna alma gemela: la pareja casada a lo lejos, silenciosa, con los rostros desprovistos de color; la mujer mayor del fondo, con la mano en el bolsillo. Ahí tenía algo escondido, quizá un crucifijo. Lazar hubiera querido dividir a aquella multitud, separar a los que se lamentaban de los que se regocijaban. Hubiera querido estar junto a los que apreciaban lo que estaba a punto de perderse: una iglesia de trescientos años de antigüedad. Había tomado su nombre y su diseño de la catedral de Santa Sofía de Gorky, y había sobrevivido a guerras civiles y a guerras mundiales. Los daños recientes causados por los bombardeos eran una razón para conservarla, no para destruirla. Lazar había leído con desprecio el artículo de Pravda en el que se argumentaba «inestabilidad estructural». Semejante cosa no era más que un pretexto, una dosis de falsa lógica para hacer posible aquella acción. El Estado había ordenado su destrucción, y lo peor era que esa orden se había dado con el acuerdo de la Iglesia ortodoxa. Ambos perpetradores del crimen pretendían que fuera una decisión pragmática, no ideológica. Enumeraban una serie de factores que la hacían necesaria. Daños causados por las bombas de la Luftwaffe. El interior necesitaba complejas reparaciones que no podían pagarse. Es más, el terreno, en el corazón de la ciudad, necesitaba un proyecto de remodelación crucial. El poder estaba de acuerdo. Aquella iglesia, que no era una de las más bonitas de Moscú ni mucho menos, tenía que ser derribada.
Bajo el vergonzoso acuerdo se escondía la cobardía. Las autoridades eclesiásticas, tras haber reunido a todas las congregaciones de cada iglesia con Stalin durante la guerra, eran ahora un instrumento del Estado, unas subordinadas del Kremlin. La demolición era una demostración de ese dominio. La volaban sólo para demostrar su humildad: un acto de automutilación para poner en evidencia que la religión no era dañina, sino dócil, obediente. No tenía por qué ser perseguida nunca más. Lazar entendía la política del sacrificio: ¿no era mejor perder una iglesia que perderlas todas? De joven había sido testigo de cómo los seminarios se convertían en barracones para obreros y las iglesias en salas de exposiciones antirreligiosas. Los iconos se habían usado como leña para el fuego, los sacerdotes habían sido encarcelados, torturados y ejecutados. Persecución continua o sumisión irreflexiva: ésas eran las opciones.
Jekabs escuchó el ruido que hacía la multitud reunida fuera, el clamor mientras esperaban que empezara la función. Iba con retraso. Debería haber acabado ya. Pero durante los cinco minutos anteriores no se había movido, se había quedado mirando la última carga y no había hecho nada. Oyó la puerta abrirse. Miró por encima del hombro. Era su colega y amigo, de pie en el marco de la puerta, en el umbral, como si tuviera miedo a entrar. Gritó y su voz retumbó:
—¡Jekabs! ¿Qué pasa?
Jekabs contestó:
—Ya casi he terminado.
Su amigo dudó antes de comentar, bajando la voz:
—¿Vamos a beber los dos esta noche para celebrar tu jubilación? Por la mañana tendrás un dolor de cabeza terrible, pero por la tarde te sentirás mucho mejor.
Jekabs sonrió ante el intento de consuelo de su amigo. La culpa no sería peor que una resaca. Se pasaría.
—Dame cinco minutos.
El amigo lo dejó solo.
Arrodillado en una parodia de oración, con el sudor cayéndole por la frente y los dedos resbaladizos, se limpió la cara, pero no sirvió de nada; tenía la camisa empapada y no podía absorber más. «¡Acaba el trabajo!». Y nunca más tendría que volver a trabajar. Mañana se llevaría a su hijita a dar un paseo junto al río. Al día siguiente le compraría algo, observaría su sonrisa. A finales de la semana siguiente se habría olvidado de aquella iglesia, de las cinco cúpulas doradas y de la sensación del suelo frío.
«¡Acaba el trabajo!».
Agarró el detonador y se agachó junto a la dinamita.
Las vidrieras saltaron, todas las ventanas se rompieron simultáneamente y llenaron el aire de fragmentos de colores. La pared trasera pasó de ser una masa sólida a una evanescente nube de polvo. Trozos desiguales de piedra cayeron de golpe al suelo, llevándose por delante la hierba y deslizándose hacia la muchedumbre. La frágil barrera no ofrecía protección alguna y cayó hacia un lado con un agudo chasquido. A derecha e izquierda de Lazar caía gente a quien la explosión había arrancado las piernas. Niños sobre los hombros de sus padres se agarraban la cara, cortada con astillas de piedra silbante y cristales. Como si fuera una única entidad, un gran banco de peces, la muchedumbre se apartó al unísono, agachándose, escondiéndose unos detrás de otros, temerosos de que más escombros los destrozaran. Nadie esperaba que ocurriera nada todavía; muchos ni siquiera miraban aún en aquella dirección. Las cámaras no estaban preparadas. Había obreros dentro del perímetro de explosión, un perímetro mal calculado o una explosión excesiva.
Lazar se quedó de pie, con los oídos silbándole, mirando las volutas de polvo y esperando a que se posaran. A medida que la nube se dispersaba, reveló un agujero que tenía dos veces la altura de un hombre y la misma anchura. Era como si un gigante hubiera puesto accidentalmente la punta de su bota sobre la iglesia y luego hubiera retirado el pie, disculpándose, sin tocar el resto del templo. Lazar miró hacia arriba, a las cúpulas doradas. Todos los que estaban a su alrededor siguieron su mirada; una sola pregunta en las mentes de todos: ¿caerían las torres?
Con el rabillo del ojo, Lazar vio cómo el equipo de filmación luchaba por poner en marcha las cámaras, limpiaba el polvo de las lentes y abandonaba los trípodes, desesperado por conseguir metraje. Si se perdían el hundimiento, con la excusa que fuera, sus vidas correrían peligro. A pesar del riesgo, nadie salió corriendo, todos permanecieron fijos en su puesto, buscando el más mínimo movimiento, un temblor o una sacudida. Parecía que incluso los heridos permanecían silenciosos por la expectación.
Las cinco cúpulas no cayeron, se mantenían erguidas sobre el miserable caos del mundo que tenían debajo. Mientras la iglesia permanecía en pie, muchos entre el gentío sangraban, heridos, llorosos. Lazar sintió cambiar el ambiente, como si el cielo se hubiera nublado. Aparecieron dudas. ¿Habría intervenido algún poder sobrenatural que hubiera detenido aquel crimen? Los espectadores empezaban a marcharse, unos cuantos lentamente, luego otros que se unían a ellos, alejándose cada vez más. Nadie quería seguir mirando. Lazar luchó por reprimir una risa. ¡La multitud se había dispersado y la iglesia había sobrevivido! Se volvió hacia el matrimonio con el deseo de poder compartir ese momento con ellos.
El hombre que estaba justo detrás de Lazar se encontraba tan cerca que casi se tocaban. Lazar no lo había oído acercarse. Sonreía, pero sus ojos eran fríos. No llevaba uniforme ni mostró ninguna placa de identificación. Pero no había duda de que formaba parte de la Seguridad del Estado, un oficial de la policía secreta, un agente del MGB…, una deducción posible no por lo que estaba a la vista en su aspecto, sino por lo ausente. A derecha e izquierda había gente herida. Pero aquel hombre no se interesaba por ellos. Estaba entre la multitud para controlar las reacciones de la gente. Y Lazar había fracasado: había estado triste cuando tenía que estar alegre, y alegre cuando tenía que estar triste.
El hombre habló con una tensa sonrisilla, sin apartar nunca sus ojos mortecinos de Lazar.
—Un pequeño retraso, un accidente; se arreglará pronto. Debería quedarse: quizá la demolición se lleve a cabo hoy. Quiere quedarse, ¿no? ¿Quiere ver caer la iglesia? Será bastante espectacular.
—Sí.
Una respuesta cuidadosa y también la verdad: quería quedarse, pero no, no quería ver caer la iglesia y sin duda no lo diría. El hombre continuó:
—Este lugar va a convertirse en una de las piscinas cubiertas más grandes del mundo. Así nuestros niños estarán sanos. Es bueno eso de que los niños estén sanos. ¿Cómo se llama?
La pregunta más corriente y a la vez la más terrorífica.
—Me llamo Lazar.
—¿En qué trabaja?
Ya no lo ocultaba como una conversación casual, era ya un interrogatorio claro. Sumisión o persecución, ser pragmático o atenerse a sus principios; Lazar tenía que escoger. Y había escogido, a diferencia de muchos de sus semejantes, que eran reconocibles al instante. Él no tenía que admitir que era sacerdote. Vladimir Lvov, antiguo jefe procurador del Santo Sínodo, había establecido que los sacerdotes no tenían por qué destacar por su manera de vestir y que podían «arrojar lejos sus túnicas, cortarse el pelo y convertirse en mortales corrientes». Lazar estaba de acuerdo. Con su barba recortada y su apariencia vulgar, podía mentir al agente. Podía negar su vocación y esperar que la mentira lo protegiera. Trabajaba en una fábrica de zapatos o hacía mesas; cualquier cosa menos la verdad. El agente estaba esperando.