La playa está en calma.

Giuliana se baña con Marie mientras, en la arena, Ana come unos pedazos de sandía que han comprado poco antes en la frutería de Manolo, cerca de casa.

Manolo les ha escogido la pieza con una sonrisa. Está feliz de verlas felices. Se lo dice:

—Tenía tantas ganas de veros así…

Ríen, con complicidad.

—¿Vais a la playa?

Le dicen que sí y él le da un plátano a Ana.

—¿Te acuerdas cuando eras pequeña?

Ana asiente.

Sonríen todos, por el recuerdo de Ana robando las frutas de la frutería y comiéndoselas a toda prisa como si el frutero y su mujer, María José, no la hubieran visto, mientras Manolo les dice que se la cortará en varios pedazos para que quepan en la nevera portátil y cuando se la coman esté fresca y buena.

Desde la orilla, Giuliana se lo pregunta:

—¿Está rica la sandía?

Ana hace un gesto con el pulgar levantado, y William sonríe al verlo.

Se saca el auricular del oído y, mientras cae hacia su hombro desnudo, todavía algo mojado del último chapuzón, le llega la voz de Gino Paoli, que canta Senza fine desde el Spotify del móvil. «Senza un attimo di respiro, per sognare, per potere ricordare, ciò che abbiamo già vissuto, senza fine, tu sei un attimo senza fine, non hai ieri e non hai domani, tutto è ormai nelle tue mani, mani grandi, mani senza fine», dice Gino desde su clavícula. Él no habla italiano, pero, tras tantos años de convivencia con Giuliana, tantas veces la ha oído tarareándola que entiende la letra.

Sonríe a su hija pequeña y Ana le devuelve la sonrisa.

—Qué guapa estás, princesa, con ese biquini de las Monster High…

Levanta la mirada y observa a Giuliana. Se coloca las manos alrededor de la boca y con ellas fabrica un altavoz.

—Vengan las dos ahora mismo.

Giuliana y Marie obedecen, risueñas. Su esposa está algo más delgada que el verano anterior, pero se resiste a usar biquini y sigue llevando el mismo bañador estampado, horroroso, que podría llevar su madre. Se lleva la mano a la sien e imita a un soldado.

—A sus órdenes, mi general.

La abraza y la tira al suelo. Las niñas los siguen. Se rebozan en la arena, se les cae la sandía y se llena de tierra, lo mismo que el teléfono, pero no se enfadan ni se molestan ni les parece que podrían haber tenido más cuidado para poder seguir comiendo fruta, para que el móvil no se estropease, para que no se les llenase el cuerpo de partículas minúsculas de arena y piedras que luego tardarán días enteros en quitarse de ahí y les picarán y les picarán y no los dejarán dormir.

Will la besa.

Las niñas se ríen.

Marie dice:

—Puaj, qué asco, parecen de una peli de amor…

Ana dice:

—Paren ya, que no quiero tener un hermano pequeño.

Giuliana quiere decir algo, pero dice:

—…

William dice:

—¿Qué?

—¿Lo estoy haciendo bien, Will?

Él encoge los hombros.

—A veces lo hacés bien, otras veces no lo hacés tan bien…

—Eso me temo.

—Nadie espera que seás perfecta, Giuli.

—¿Y qué es lo que se espera de mí, entonces?

—Que lo intentés. Que no tirés la toalla. Que sigás hacia delante, siempre, siempre hacia delante…

—Pero es difícil.

La abraza.

—Suerte que hoy estás aquí… Si estás, todo es más fácil.

—Lo sé, lo sé.

Se besan y él le acaricia el pelo.

—Vas a tener que despertar, mi amor.

—¿Tan pronto?

Will le hace un gesto con la mano y vuelve a colocarse el auricular dentro del oído. Allí sigue Gino: «Non m’importa della luna, non m’importa delle stelle, tu per me sei luna e stelle, tu per me sei sole e cielo, tu per me sei tutto quanto tutto quanto io voglio avere, senza fine».