Varias semanas más tarde, resume esos dos meses en cinco carpetas que se llaman «Viaje a Argentina (I), (II), (III), (IV) y (V)».

En la primera, coloca las fotos de la peripecia en avión. A la ida, Ana y Marie juegan a cartas en el primer avión, están enfadadas en sus asientos, la azafata se cuela por una esquina de la foto porque se acerca para decirle que les pida a sus hijas que no griten porque molestan al resto del pasaje, posan con la corona de reinas del McDonald’s del aeropuerto de Roma, y hacen la señal de la victoria y fingen que besan el suelo en el de Buenos Aires. En esa carpeta están también las imágenes que Marie tomó de su madre abrazando a sus padres, de su abuelo recogiendo la boina del suelo y sacándose algo del ojo con el dorso de la mano, una mota de polvo, un mosquito, tal vez una lágrima. A la vuelta, hay menos imágenes. Ana y Marie duermen en sus asientos, juegan a cartas, juegan con las bandejas de la cena y ponen caras de menudo asco de comida.

En la segunda, están las del reencuentro con sus compañeras de la escuela secundaria. Hay doce fotos, llenas de abrazos, besos, botellas de vino llenas, botellas de vino vacías, más abrazos, más besos, vasos llenos con gin-tonic y vasos vacíos, más abrazos, más besos, etcétera.

En la tercera, coloca las que se tomaron el día de la reunión familiar en casa de los primos Mariana y Alberto, en la que se dieron cita un total de cincuenta y ocho personas. Fotos de asado criollo, de copas que chocan, de manos que se toman, de besos y de abrazos. Composiciones estudiadas: atrás los altos, delante los bajos; atrás los viejos, en el centro los de edad mediana, delante los jóvenes, a la vanguardia los niños y los bebés; atrás los abuelos, delante los padres, delante los hijos, delante los nietos, y así.

En la cuarta, mete las de la reunión con los compañeros de la facultad. Son bastante parecidas a las de las compañeras de secundaria, pero aquí hay más gente porque la mayoría fue con sus parejas.

La quinta la reserva para su familia. Salen sus padres dándose un beso en los labios, el primer beso en los labios que ella recuerda haberles visto; sus hermanos llevándola en la sillita de la reina; sus hermanos y ella tirados en el piso porque se han caído mientras la llevaban en la sillita de la reina; sus dos hijas jugando un partido de fútbol con sus siete primos, los tres de Lautaro y los cuatro de Laura; los nueve niños rotos de sueño, dormidos en sus sacos, en una fiesta de pijamas improvisada en el salón de la casa; Ana dándole un beso a su abuelo; Marie dándole un beso a su abuela; ella abrazando a sus padres; su padre sosteniendo a una perra que ha recogido de la protectora, una perra vieja, desdentada y fea que se llama Perra.

Ha colgado sólo unas cuantas, una representación. En total ha hecho quinientas cincuenta y dos, y en todas sale contenta. En todas está contenta, principalmente porque lo ha estado, contenta, y porque de los malos momentos no se tomaron fotos.

No hizo fotos de cuando las niñas se despidieron de la urna de las cenizas de su padre ni de cuando fueron a verlas nada más llegar.

No hizo fotos de cuando se encerró en el baño a llorar en brazos de su madre; ni de cuando su padre se sentó a su lado en la cama y la vio moquear durante tres horas y media sin decir ni muy, cuando por fin ella cerró el grifo, le acarició la cabeza con esos dedos grandes cubiertos de pelos blancos y trató de decir algo pero se le quebró la voz y no dijo nada y salió del cuarto, y ella lloró durante un buen rato más.

Tampoco retrató lo mal que le sentaron las copas de la primera reunión con las compañeras de secundaria, ni su vomitona en el baño del bar, ni la resaca del día siguiente.

No sacó fotografías de la bronca que armaron dos de los primos que acudieron a la comida sólo por verla, aunque llevaban tres años sin coincidir y sin hablarse porque uno le había robado al otro dinero o la novia o una idea para montar un negocio, dependiendo de quién fuera contando el cuento; ni de las lágrimas que le costó despedirse de toda esa gente a la que hacía años que no veía, pero que, de pronto, revelaron su importancia vital para ella y para sus hijas, como si fueran una pieza clave, la que faltaba, del puzle que era su vida. De hecho, hasta ese momento, nunca lo había pensado así: que su vida era eso, un rompecabezas, una caja de juegos llena de pedazos que tenían que encajar unos con los otros aunque hasta un instante atrás estuvieran desperdigados por el cajón, sin que nadie les hiciera ni caso.

La cena en la que se reunió con los compañeros de la universidad concluyó sin que fotografiara la tremenda decepción de no reencontrarse con Santi entre los viejos amigos. La tristeza infinita de reconocer que quizá todo ese viaje se había armado nada más que para ese momento, el de entrar en el bar y tenerle enfrente y comprender si de verdad se conformaba con vivir una fantasía de loco amor o era posible empezar donde lo habían dejado. La desilusión de la derrota del sueño y de la realidad cuando le contaron que Santi se había separado de su esposa años atrás, a la vuelta de uno de sus viajes, para largarse con otra mujer.

—Su esposa era insufrible —le dicen.

Ella asiente para sus adentros. No le sorprende.

—Lo tenía controlado, era una sargenta —le explican.

Tampoco le causa sorpresa.

—Él se pensaba que no nos dábamos cuenta, pero no le caíamos bien y no quería quedar con nosotros.

Eso también lo intuía.

—Hasta que se cansó de aguantarla, ¿sabés? Y la dejó por una alumna.

Ahí ya sí se queda impresionada.

—¿Cómo, con una alumna? Pero eso no puede ser…

—Bueno, no quedó claro que estuvieran juntos cuando él era su profesor. Pero lo bien sabido es que dejó a su mujer por ésta, quince años más joven.

—Joder.

—Y se hizo gallego, como vos.

—¿En qué sentido?

—Pues en el único sentido posible: dejó el país y se fue a España con su nueva esposa, porque ella trabajaba allá, en la embajada de Argentina.

—¿Y él? Estoooo, ¿y sus hijos, su trabajo? Para él era importante todo lo que tenía acá…

—No tan importante como las lolas de una veinteañera… Se agarró una excedencia. Esto pasó hace… unos dos o tres años.

—¿Mantienen contacto con él?

—No mucho… Nos mandamos mails de vez en cuando, nos felicitamos en las fiestas, poco más. ¿Y vos? ¿No lo has visto, en España?

—No… Ni sabía que compartíamos continente, lo ubicaba acá…

—Claro.

—Aunque lo llamé, alguna vez. Pero no di con él.

Finge que se está orinando. Cuando sale, todos la notan contenta, pero se dan cuenta de que ha llorado y dan por hecho que es por Will. Ella asiente, aunque no es verdad. Tampoco ha llorado por que haya comprendido que el Santi real no ha estado a la altura del Santi que la visita en sus sueños, el que vive en su memoria, el que sigue tal y como lo dejó: desnudo, entregado, rendido en aquella habitación. «No te vayas, huyamos juntos. Atrevámonos.» ¿Se lo dijo, de verdad? ¿O es así como ella prefiere recordarlo? Qué más da. Bueno. Por eso, un poco si ha habido llanto. Pero, sobre todo, ha llorado por una pregunta. ¿Y ahora qué? ¿Y ahora con quién va a soñar que existe una vida mejor? Y ha sido entonces cuando se ha dado cuenta de lo que acababa de pasar y se ha detenido un instante.

No es que haya vacilado. No es que haya dudado ni que haya pensado que se va a mentir a sí misma una vez más al decirse que mientras pueda seguir soñando podrá seguir viviendo. Es que ha recordado el epitafio de aquella poetisa que tanto llamó tiempo atrás la atención a su marido y ha querido sentir ese instante, disfrutar ese breve espacio en el que el dolor ha hecho un hueco, pequeño, minúsculo, por el que se ha colado un hilo infinitesimal de vida, porque conoce la respuesta. No. No es verdad que la esperanza haya muerto.

Pone el Spotify a todo volumen y escribe un post para avisar a sus parientes y amigos de que ha colgado las cinco carpetas con las fotos del viaje.

Giuliana Di Benedetto

3 de septiembre de 2012

Miren lo que he leído: la duración media de un abrazo entre dos personas es de tres segundos, pero los investigadores han descubierto que, cuando dura un poco más, sólo unos segundos más, se produce un efecto terapéutico sobre el cuerpo y la mente. Dicen los científicos que un abrazo sincero produce oxitocina, ya saben, la hormona del amor, y por eso abrazar nos relaja, nos hace sentir seguros, y calma nuestros temores. Leo que esto sucede cada vez que tenemos a una persona en nuestros brazos, como cuando acunamos a un niño, o cuando acariciamos un perro o bailamos agarrado con alguien, o un amigo nos sostiene con su hombro. Aquí están estas fotos, que contienen tantos abrazos. Por eso, al verlas de nuevo me he dado cuenta de cuánto bien me ha hecho estar con ustedes y he comprendido que la cau

Escucha sonar el móvil y detiene la escritura, pero continúa porque recuerda que lo tiene dentro del bolso colgado en el perchero de la entrada y que no llegará a tiempo para atenderlo.

sa es que ustedes me hacen feliz y me han traído esa sensación de vuelta.

Mi vida sigue siendo un tobogán de sensaciones, a veces más tristes, a veces menos tristes. Añoro a Will cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día. Pero ustedes lograron que me diera permiso para que ese dolor comparta espacio con el amor infinito que me hacen sentir.

Los amo.

En su teléfono, un mensaje aguarda a que Giuliana recuerde que ha olvidado escucharlo.

—Hola, Giuliana, habla Santi. Santiago Parodi… Me contaron las chicas de la facultad lo de William… Lo siento muchísimo, de verdad… ¿Cómo estás? Pienso mucho en vos. Quiero hablar con vos, verte. Llamame. Me dijeron que me habías llamado. Cambié de número. Llamame a éste, no al que te di aquella tarde. Llamame, te lo ruego. No sabés cuántas veces he recor…

Se corta la comunicación.