Pasa la noche en vela, una más, mirando la pantalla del ordenador.

Las primeras horas hace lo de siempre, lee periódicos, ve tráileres de películas, brujulea por páginas que recomiendan cosas que hacer en verano con niñas pequeñas, toma nota de lugares a los que ir, de restaurantes con animación, de piscinas lúdicas para estar una tarde, de parques acuáticos que la pillan cerca para pasar el día, de parques temáticos que están más lejos, de hoteles próximos a los parques temáticos para hacer noche, de casas rurales en la montaña para estar una semana, etcétera. Cuando ya ha hecho lo que nunca hace, planes, se castiga un poco mirando ofertas para cruceros con salida inmediata y se lastima imaginando que se embarcan las tres en uno que navega por el Mediterráneo o por los fiordos noruegos o ese que está tripulado por los personajes de Disney que Ana le lleva pidiendo desde que aprendió a hablar.

Al cabo de un rato, busca información sobre el cáncer de páncreas y su incidencia en los niños y también consulta sobre la somatización de los síntomas de las enfermedades de parientes fallecidos en parientes que les sobreviven. Le duele el corazón sólo de imaginar que Marie esté enferma, y le duele más todavía imaginar que no lo esté pero que añore tanto a su padre que haya desarrollado la capacidad de sentir lo que él sintió antes de morir.

Piensa en William y lo imagina una noche cualquiera haciendo lo que ella hace, investigando en las páginas que hablan sobre el cáncer, sobre la sintomatología, sobre la supervivencia; lo imagina tecleando palabras clave en el buscador, abriendo enlaces que le llevan de un lado a otro, leyendo testimonios de hombres que se curan y siendo testigo del dolor que dejan los que no lo consiguen. Puede ver cómo tragó saliva cuando llegó al lugar en el que hablaba de los tratamientos paliativos. «Si los tratamientos no dan resultados —dice esa web—, lo importante es que usted esté cómodo», y también dice: «Es importante que usted deje de hacer cosas que no desea y se concentre en hacer las que siempre quiso hacer».

En la misma postura en la que ahora está ella, se lo figura sobrecogido al saber la cercanía del final. «En cierta manera este momento es una oportunidad para reenfocarse en las cosas más importantes de su vida», dicen. O sea, deje sus asuntos en orden porque pronto se va a morir.

Nunca hablaron del miedo. ¿Sentiría miedo, William, por encima de ese buen humor que salió de la nada para llenarlo todo? Porque William tenía mal carácter hasta que enfermó. Era mandón, intransigente, propenso al enfado, aunque por fuera era todo lo contrario, se la pasaba sonriendo, pacificando, haciendo amigos con cada palabra, pero, al llegar a casa, si se enojaba, gritaba, daba portazos, se largaba sin decir adónde iba. Y cuando regresaba, a veces con el mismo malhumor con el que se había marchado y otras como si no hubiera pasado nada, ella, que también tenía torcida la forma de ser y si se sentía tensionada convertía la convivencia en algo prácticamente imposible, no se quedaba atrás, menos romper objetos, porque los apreciaba a todos y no quería parecer histérica, y marcharse de casa de mala manera, porque no quería dejar a las nenas en estado de abandono ni aunque fuera una tarde. Gritaba y lloraba y lanzaba frases apocalípticas referidas al fin de su matrimonio, a lo efímero de su amor, a lo feliz que sería si no estuviera junto a un ser tan endemoniado como él. Se peleaban tanto, tan seguido, que muchas veces confundían un enfado con otro al hacerse reproches, y entonces les daba la risa y zanjaban el tema, o lo zanjaban porque las nenas estaban cerca y podían oírlos, o daban el brazo a torcer por puro cansancio. A él las disputas le desgastaban más. Ella entendía que formaban parte de su coreografía de pareja.

—Vos y yo no dejaríamos de pelear ni muertos —decía.

Pero sí. Dejaron de discutir con el primer diagnóstico, en aquella pequeña consulta del sótano del hospital cuyas ventanas daban a ras del suelo y sólo se veían los pies de la gente que pasaba por el jardín.

William dijo:

—Qué lugar tan feo. Aquí traen a la gente para castigarla y para darle malas noticias.

Pero las noticias no fueron tan malas, entonces. Les hablaron de una operación limpia, de una recuperación rápida. Los animaron con estadísticas llenas de pacientes curados, de vidas completamente iguales a las de antes, mejores que las de antes.

—Joder, si tendríamos que estar agradecidos al puto cáncer. Me va a doler un poco, pero va a mejorar nuestras vidas a base de bien —dijo William al salir.

Nada de lo que se dijo en ese minúsculo despacho, feo, oscuro, fue cierto. Tal vez en otros pacientes, seguro que en los que entraron antes, en los que pasaron después, pero no en su caso. William no se recuperó. Pasó un año y medio luchando, plantando cara, peleando, y perdió, como en el poema de Lucía Sánchez de Saornil, de la que jamás había oído hablar hasta que leyó la ficha que William tenía sobre su lectura. «Junio, 2010. Precursora del ultraísmo y pionera en la transparencia del deseo homosexual en España. No he leído de ella nada más que un reportaje en un periódico, pero su figura me llama la atención y no quiero olvidarla. Anarquista y libertaria, murió defraudada por todos en Valencia, víctima de un cáncer. Su derrota la resume este verso que se me ha clavado en el alma: “Has jugado y perdiste: eso es la vida”. Sobre su tumba, su compañera, que se llamaba América, mandó escribir este fragmento de uno de sus últimos poemas, que había escrito ya enferma: “Pero… ¿es verdad que la esperanza ha muerto?”. Nota: buscar por todos los medios la obra Poesía conocida, editada por Pre-Textos y por el IVAM.»

¿Perdería la esperanza, William, alguna vez, en algún momento, a pesar de esa pátina de seguridad en la que envolvió sus últimos años? ¿Pensaría alguna vez: «Así que esto es todo, he luchado y he perdido, así que la vida era eso»?

Quizá no.

—Nunca me he sentido más vivo que ahora —decía—. Me acuerdo muchas veces de ese viaje que hice a Gijón a un peritaje, ¿recordás?

—Sí.

—En el avión, a mi lado, se sentó una mina repesada que me contó su vida, que si tenía un novio allí, que si aquí tenía una tienda de todo a un euro, que si tenía cáncer de mama con metástasis en los huesos…

—¿Qué?

—Sí, eso mismo dije yo, con esa misma mirada, y ¿sabés qué me contestó? Que todos nos estábamos muriendo, pero que ella lo sabía y por eso no perdía ni un minuto.

—Joder.

—Pues algo así me pasa a mí, que de pronto he tomado conciencia de que el tiempo no es infinito. Ya me cansé de pelear, flaca, de andar malhumorado, malcarado, de gritar, de enojarme… Ahora lo que más quiero es disfrutar la vida, disfrutarte, disfrutarlas… Vivir sin temor, pero sin desperdiciar tiempo ni energía en boludeces.

Eso decía y ella le creía y, si no le creía, fingía creerle. ¿Sentiría miedo, William? Sí, seguro. ¿Por qué no hablaron nunca de eso? Del miedo de ella. Del miedo de él. Giuliana no quería decirle lo mucho que temía perderle, lo mucho que la asustaba un futuro sin él. No quería mencionar el terror a no estar a su altura, a no sostenerle, a no servirle de apoyo, a dejarse caer y en su caída arrastrar a los dos, a los cuatro. Por eso callaba y fingía contagiarse de su buen humor, de su buen talante, de su optimismo. Nos vamos de crucero el verano que viene. Nos vamos a Argentina para Navidad. Nos vamos a Disney en Semana Santa. Estaré a tu lado la vida entera, no te dejaré sola, confiá en mí. Y ella asentía, con falsa firmeza, y hacía las maletas y las deshacía y escuchaba planes nuevos y los alentaba y sólo se enfadaba cuando él filosofaba sobre las ideas de la vida y la muerte. «No temo a la muerte», decía, y seguro que decía la verdad. Pero y a lo demás, ¿le temía? Al dolor de estar sin ellas, de que ellas estuvieran sin él, de que la vida continuara a pesar de su ausencia, de no estar presente el día en que a Ana se le cayera el primer diente, o cuando a Marie le bajara la regla, de no poder ir a las reuniones del colegio, de no decirle a Marie «Si alguien te hace daño, le romperé las pelotas, princesa». El miedo a ser un recuerdo, una anécdota, «Tuve un padre y se murió», a no llevar a sus hijas a los conciertos, a no recogerlas de la discoteca, a no enfadarse porque siempre llegan tarde, porque beben, porque no estudian, porque son desobedientes y quieren hacerse un piercing, a que no recordaran su voz y no la reconocieran cuando su madre les pusiera un vídeo, uno cualquiera, en el que él saliese diciendo algo y ellas tuviesen que decir: «¿Pero de verdad ese señor era papá?».

¿Tuvo miedo, William, de que ella se enamorase de otro, de que le superase, de que le reemplazase en su vida, en su cuerpo, de que otras manos recorrieran los caminos que él había abierto años atrás? ¿O tuvo miedo de que no lo hiciera, de que se quedase estancada en la pena y la apatía, envejeciera sola con dos perros y un gato, fuera huraña y arisca, sus hijas la vieran siempre triste, sólo sonriera cuando viviera una vida imaginaria, una vida irreal?

Se conecta a su página de Facebook, cuelga una foto de William y escribe.

Giuliana Di Benedetto

14 de junio de 2012

«No siempre quien sonríe es feliz. Existen lágrimas en el corazón que no llegan a los ojos.» Jane Austen

Hace tiempo que estoy aprendiendo a evitar que muchas de esas lágrimas lleguen a los ojos. No es fácil, pero hago el intento cada día, aunque algunos como hoy son muy difíciles, incluso para intentar… Es más fácil decirlo que sentirlo… Hoy encontré la foto que te saqué en la cocina un día de abril de 2011, cuando sentíamos que las cosas podían mejorar, que había una posibilidad de seguir adelante, peleándola como sólo vos sabías hacerlo… Siempre así, siempre fuerte, es como te recuerdo, aunque sé que tuviste momentos negros de desánimo que no siempre compartiste conmigo y que yo, bajo esa apariencia de respeto a tu silencio, tampoco quise compartir para no contagiarnos el miedo… Cuando lo pienso, y aunque sé que no vale de nada, es de lo único que me arrepiento: de no haberte cogido la mano y haberte dicho: «Joder, es que creo que no voy a saber vivir si te vas, que no voy a saber hacerlo si te vas»…

Si te vas… Hoy ha sido la primera vez que he pensado que te has muerto y no que te has ido, no sé lo que significa, si lo hará todo más sencillo o si será más duro saber que todo esto no me lleva a que vayas a regresar… Pero se me hace imposible pensar que las cosas se van a poner peor.

Es difícil escuchar a tu hija mayor decir que te extraña y que por ese motivo llora; es difícil tratar de ayudar a que tu hija menor te recuerde vivo, pleno de vida, que no seas solamente Tati a secas; es difícil creer que en algún momento la vida pueda darme otra oportunidad para volver a ser feliz, y que esa felicidad sea tan intensa como la que vivimos juntos; es difícil creer que vale la pena seguir, aunque no escuche tu voz ni pueda acariciarte la frente ni pueda sentir tu mirada. En estos meses más de una vez me sentí estafada por la vida, y recuerdo lo que vos siempre me decías: «La vida no es justa, es así».

Volvimos a ver a la beluga, la pasamos genial las nenas y yo. Porque de eso se trata, ¿no? (aunque a veces me sienta culpable de poder disfrutar buenos momentos sabiendo que vos ya no estás como nosotras quisiéramos, porque, estar, seguís estando…).

A veces me siento perdida, llena de rabia. Pienso en no volver a verte sonreír, no volver a verte compartir tiempo con tus hijas, no volver a verte disfrutar de una comida, de una salida, de una charla, de esos momentos cotidianos que nos recuerdan que seguimos estando vivos y que vale la pena vivir por y a pesar de los obstáculos que se nos presentan cada día. Joder… Qué falta nos hacés, y pienso que vos también nos echás de menos. I love you so much.

Recibe, casi al instante, siete mensajes, todos de ánimo, de aliento, «Aquí nos tienes», «Eres una mujer valiente», «No estás sola», etcétera. Va al baño y a beber agua, y cuando regresa lee cinco más en la misma línea, «Te queremos», «Te adoramos», pero uno, además, es de admiración:

Ana Zangaro

Eres admirable, Giuliana, lo que haces por tus hijas, ese ejemplo que les das, te lo van a agradecer toda la vida.

Lo lee, varias veces, hasta que de pronto comprende lo que ha de hacer.

En su portada ya no estará más William con unos anteojos de mentira hechos con sus manos mientras toma el baño en la piscina de Claudia y Marcelo y su hija pequeña le dice: «Tati, te voy a sacar una foto», sino la beluga argentina con la que tanto tienen en común, y en su perfil, coloca la foto de un poema de Benedetti. «Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella me daba la mano y eso era amor.»

Cuando deja de llorar, vuelve a meterse en la página de viajes y saca tres pasajes de avión para que en siete días su madre la abrace y le diga:

—Ya, hijita, ya está, ya verás que pronto todo se te va a pasar.