Conduce llorando todo el camino. Aparca en la puerta. Abre el bolso. Saca las llaves, y marca en el móvil el número que tiene apuntado en un papel con el logotipo de un hotel y que está tan arrugado que un día de estos se le romperá y se quedará sin poder volver a llamar porque se niega a guardarlo en la agenda del teléfono aunque sabe que no es verdad, porque hace más de tres años que se lo ha aprendido de memoria.

Espera a que salte el contestador.

—Soy yo.

Llora con fuerza.

Se calma.

—Perdoná, perdoná… Perdoná que te llame a estas horas…

Vuelve a llorar, con fuerza.

Vuelve a calmarse.

—Perdoná que te llame tanto… Pero es que no sé a quién llamar.

Traga saliva.

—No es verdad. Tengo a quién llamar. Pero es con vos con quien quiero hablar, es con vos, sólo con vos…

Llanto.

Calma.

—Siento que sólo vos me vas a entender…

Llanto.

Calma.

Llanto.

—Quiero contarte que intenté estar con un hombre y no pude. Pero no te lo puedo contar, porque nunca me vas a atender el puto telé…

Se corta.

Llanto.

Llanto.

Llanto.