La mutua contacta de nuevo con ella. Le escriben un mail en el que le dan un número de teléfono al que llamar con una clave de referencia que contiene toda la información de su caso.

Como por la mañana se ha peleado con Marie —porque no se quería levantar para ir al colegio, no se quería vestir, no quería desayunar, no quería cargar la mochila, no quería ir caminando, no quería ir en coche, no quería que su hermana le hablase, no quería que ella le hablase, no quería que le diese el sol, no quería dejar a su madre vivir—, ésta andaba arrastrando los pies y han llegado cuando Paco, el conserje, estaba cerrando las puertas del patio, y casi se cae por acelerar el paso.

Le dice:

—No te pego porque no soy de pegar, porque, si fuera de pegar, te reventaba la cabeza de un guantazo.

Su hija mayor la mira y le dice:

—…

Ana la observa desconcertada, temerosa, y dice:

—…

Las tres tienen los ojos llenos de lágrimas cuando se alejan. Giuliana sabe que tiene razón, que no puede permitir que una preadolescente enfadada domine su vida y la amargue. Pero se acuerda de cuando era un bebé, de sus primeros dientes, cómo lloraba, todo lo babeaba, todo lo mordía para aliviarse; sus primeros pasos, cómo se caía, y cómo lloraba cuando se caía, y cómo buscaba sus brazos cuando se caía; sus primeras palabras, ininteligibles, y cómo se enfadaba si no la entendían si decía «pan» y le daban pan, porque lo que en verdad quería era leche, pero sólo sabía decir «pan». Conoce a su hija y sabe que, si llora y patalea, es porque algo le duele, y sabe de sobra qué es lo que le duele, así que se marcha a casa arrastrando, un poco, los pies. Si Will viviera, sabría que anda así porque está triste, derrotada. Pero, si Will viviera, no tendría motivo para andar arrastrando, un poco, los pies. O tal vez sí. Antes la vida también la sobrepasaba por motivos que ahora le dan hasta risa.

Por estar gorda, eso era lo que más.

Por no encontrar trabajo. No. Por no encontrar un trabajo de poquitas horas, lo justo para salir de casa y airearse un rato y luego volver a ser una estupenda mamá. Por sentirse una inútil por no tener ninguna inquietud profesional.

Por estar gorda.

Por tener sueño.

Por no ser capaz de controlar la ansiedad que le provocaba el sueño y dedicarse a comer porquerías a cualquier hora.

Por estar gorda.

Cuando Will enfermó, ella perdió peso. No mucho. Lo justo para que la ropa le quedase holgada y pareciese aún más gorda que cuando estaba más gorda. Eso también la irritaba, aunque ya no se sentía sobrepasada por esa angustia.

Alguna vecina le decía:

—Estás más delgada.

Alguna madre del cole le decía:

—¿Te vienes a comprar ropa conmigo?

Alguna dependienta de ropa infantil le decía:

—En la segunda planta está la sección de señora. Baje y aproveche la Semana Fantástica para comprarse algo de su talla ahora que ha adelgazado.

Pero ella no tenía tiempo para nada más que no fuera estar con Will, estar con las niñas, estar en la casa, estar en el mundo haciendo del mundo un lugar cómodo y confortable para los que más quería.

María Martín, que ya por entonces le caía bien al cabo de un rato de caerle mal, le aconsejaba:

—Si tú no estás bien, no vas a poder cuidar de nadie.

Y ella, ya por entonces, la miraba y pensaba: «Que te den por el orto, cretina».

Pero decía:

—Es que la vida no me da para más.

El resto de las mujeres del grupo de Onco también andaban algo fachosas. La única que iba siempre hecha un primor era María. Ahora sabe bien por qué, pero entonces esa manía de arreglarse y de hacer notar a las demás que no estaban arregladas le rompía las pelotas.

Ahora arrastra los pies al caminar porque le rompe el alma no saber soportar el dolor de su hija, no saber hacer del mundo un lugar acogedor para el dolor de su hija, perder la paciencia de esa manera, amenazarla, lastimarla así, de modo que cuando llega a la casa con su caminar cansino y enciende el ordenador y se conecta a internet para ver qué se cuentan las de «Madres argentinas en el exterior» y, si se da el caso, comentar lo que le pasa para que las demás le digan cuatro cosas que la hagan sentir mejor, y le entra el correo de la mutua, decide no llamar, sino ir directamente a la delegación, porque tiene ganas de bronca y mejor pagarla con un desconocido irrespetuoso con su dolor que con su propia hija, sangre de su sangre, pero cómo ha podido decirle eso, «te reviento la cabeza», por el amor de todos los dioses del mundo de los que creen en cualquier dios.

Hace tres colas; espera casi cuatro horas. Llama al colegio y advierte que ha tenido un grave problema y que debe dejar a las niñas en el comedor, y pone su voz más compungida para que hagan una excepción con sus hijas teniendo en cuenta que son las pobres hijas de una pobre viuda. Las dejan, pero le dicen que ha de procurar avisar con más tiempo. Ella fuerza el drama:

—Es por un asunto de William…

—No nos des explicaciones, Giuliana, entendemos que estás sola con todo esto… Sólo, por favor, procura tener previstos estos contratiempos, por la intendencia del comedor…

—Claro, claro, pero es que a veces es tan difícil prevenir los imprevistos… De ahí su nombre…

—…

—Bueno, muchas gracias, avisen por favor a las nenas que no es nada grave, sólo un papeleo que se demoró.

—Perfecto.

—Me piden que demuestre que William murió, ¿pueden creerlo?

—La burocracia…

—Más bien la burrocracia…

Se ríen. Se desean suerte. Se dan las gracias. Se despiden.

Por fin, después de pasar la mañana imaginando la cantidad de improperios que le soltará al pobre que la atienda, le toca. La recibe un hombre de mediana edad, tan amable, tan educado, que le sabe mal decirle todo lo que había pensado decirle: insensible, cruel, inhumano, desalmado, eso para empezar, y si le venía bien, si el hombre le entraba al trapo, ya ir subiendo, chanta, sorete, la concha de tu madre que te remilparió, etcétera. Pero el hombre la recibe con una sonrisa.

—Perdone por la espera, señora. Dígame en qué puedo ayudarla.

Se traga los insultos, aunque su amabilidad le da más ganas de insultarle.

Piensa: «Joder, será cabrón, ahora ya no puedo desahogarme con él».

Dice:

—Mire, mi marido falleció, mi gestor se encargó de la declaración de la renta y el resto del papeleo, y ahora me piden que demuestre que, en efecto, soy viuda.

—Sí, es un error lamentable.

Piensa: «¿Cómo un error, señor? Ahora dígame que a las doce es mediodía».

Dice:

—¿Cómo un error, señor? Ahora dígame que a las doce es mediodía.

Se pone contenta. Le dan ganas de palmearse la espalda y gritar: «¡Hurra por Giuliana, que al fin ha conseguido decir algo de lo que piensa!».

Sonríe. El hombre, que no sabe a qué se debe su sonrisa, sonríe también.

—Mire. Usted sabe que hay gente que comete fraudes de forma continua, y que hay veces que se descubren y hay veces que no se descubren.

—¿Me está llamando delincuente?

—No, por Dios, señora. No me malinterprete. Le estoy explicando que cruzamos datos de personas como modo de detección de estos fraudes, y los cruzamos aleatoriamente, por eso hay delitos que se escapan y delitos que no se escapan. Y en ese cruce de datos, no sólo se descubren infracciones, o no sólo infracciones graves. También se detectan pequeños errores, omisiones, fallos en las formas… Y me temo que esto es lo que ha ocurrido en su caso: que han fallado las formas, y por eso también le pido disculpas.

—No le entiendo.

—Pues que han fallado nuestras formas. Lo que le pedimos es, simplemente, que adjunte la partida de defunción de su esposo. Pero no me parece bien que en un caso como el suyo la comunicación sea la misma exacta que cuando falta cualquier otro documento. No deberíamos olvidar que tratamos con personas.

—Pues eso venía yo a decirles, justamente.

—Pues queda dicho, señora. Y le recomiendo que ponga usted una queja formal.

—¿Servirá de algo?

—Lo que seguro que no sirve de nada es que no se queje. Las palabras se las lleva el viento, pero los papeles… A lo mejor también, pero a lo mejor los lee alguien que, como poco, se avergüenza de lo hecho.

—Venía dispuesta a insultarle…

—No me extraña.

—… pero se me ha olvidado la documentación…

El hombre se ríe, y mientras el hombre se ríe ella piensa que no sabe cómo se llama, que no es de mediana edad, sino más joven que ella, que tiene el pelo rizado y los ojos pardos, que lleva un anillo en el pulgar, que le sobran algunos kilos pero su amabilidad le vuelve atractivo.

—No se preocupe. Puede traerla mañana, o el día que quiera. No tiene que hacer la cola. Pregunte por mí, déjelo a mi atención en un sobre, y yo me encargaré de que no vuelvan a importunarla con este asunto.

—¿Y si se lo traigo a la hora de almorzar y lo invito a un café? La verdad, ha sido usted muy amable, y después de haberme pasado casi seis horas insultándole mentalmente es lo mínimo que puedo hacer.

Sonríen, los dos. Al día siguiente, cuando se encuentran sonríen de nuevo, toman el café y se intercambian los teléfonos, y así se entera de que se llama Manolo, porque en la media hora les ha dado tiempo para compartir medio bocadillo de tortilla de patatas y unas aceitunas partidas, dos cervezas y dos cortados, pero no de decirse los nombres. Él le escribe un Whatsapp y le dice que se alegra de que la mutua haya metido la pata, porque así ha podido conocerla. Ella le contesta que se alegra de no haberle insultado. Él le pide que le diga algunos insultos argentinos. Ella le escribe los habituales, boludo, pelotudo, y él le pide más, porque ésos ya los conoce. Pasan otra media hora tonteando, insulto va, insulto viene, hasta que ella le dice que no le sorprende que se formen las colas que se forman en la oficina si los trabajadores se la pasan flirteando con desconocidas por el celular, y él le responde que si eso es lo que hacen, flirtear. Ella contesta con el emoticono de una cara ruborizada y él la invita a ir al cine al día siguiente. Ella responde que sí, pero tiene dudas, y cuando da por terminada la conversación, se mete en internet para buscar enfermedades que pueda fingir al día siguiente y así no ir a la cita.

Sin la protección de la virtualidad, se vuelve cobarde. Cualquier distancia la protege de las demás relaciones, sean de la naturaleza que sean, le da seguridad para hablar de sí misma y de sus sentimientos. Con Carmina Palau o con Amalia Alba, porque en su trabajo está implícita la capacidad de escucharla sin juzgarla, sin opinar. Con la gente de Facebook, porque no son reales, no tienen cara y a veces ni nombre, porque nadie se llama en realidad Campanilla Plazas ni Vi Vi Na ni Piedad la Meiga. Con el Whatsapp, porque puede cortar la conversación cuando le dé la gana, coquetear con un tipo al que acaba de conocer y con el que mañana puede sufrir amigdalitis, o indigestión, o cefalea. En las distancias cortas, se pierde y se vuelve torpe. Lo sabe porque le pasó en la piscina. Por eso dejó definitivamente el deporte, porque en el carril de al lado siempre se ponía un hombre a nadar, tan ridículo con su gorrito y su bañador pegado al cuerpo y esas gafas de rompetechos, lo mismo que ella, pero que le sonreía cuando se cruzaban en la escalera o cuando caminaban juntos hacia las duchas. Uno de esos días, se quitó el gorro y tenía el pelo negro, rizado, y sin las gafas no estaba tan mal. Otro día lo vio en el aparcamiento y sin la licra su cuerpo ganaba. Tal vez le miró más rato de lo normal, o él malinterpretó su mirada, o no la malinterpretó y se dio cuenta de que al cambiarse de ropa encontraría las bragas un poco mojadas, la cuestión es que ese día la siguió hasta la sauna, se sentó a su lado y le puso la mano en la pierna, como pidiendo permiso para continuar. Se lo dio, pero sólo durante cinco milésimas de segundo. Salió a escape del cuartucho, no porque se asustara de él, sino porque se acojonó de sí misma, de lo que se le pasó por la cabeza sin esa barrera de seguridad.

No volvió a la piscina. No estaba preparada para seguir nadando a contracorriente.

Quizás enferme y tampoco vaya al cine, pero se hace la hora y se presenta en el bar y allí se quedan, en el bar, pese a que él, que es metódico y organizado aunque Giuliana no lo sepa ni quiera saberlo, ha comprado anticipadamente dos entradas para ver El gran año. Cuando se hace la hora, no se lo dice, lo de las entradas, porque se lo están pasando bien y la nota cómoda y la encuentra hermosa y la intuye solitaria y piensa que quizás esa noche, con suerte, se la pueda follar. Se equivoca.

A ella le parece que él es menos amable y más divertido que cuando está en el trabajo. Cuenta chistes todo el tiempo y la hace reír y, aunque mientras se arreglaba pensaba en William y se preguntaba si se sentiría cómoda al salir con un hombre que no fuera él, durante la cita se sorprende pensando que hay momentos, que duran poco, tal vez un par de minutos, en que se olvida de que es lo que es, una viuda, y se comporta como lo que es, una mujer joven que también necesita pasarlo bien, olvidarse por un instante de que su vida es un drama, y no hablar de ausencias que duelen cada día más, ni de niñas que se despiertan en mitad de la noche con un ataque de llanto, ni de facturas que aparecen por los cajones y te traen recuerdos de la tarde en que fuiste a comprar una vitrina para el comedor y acabaste peleándote en la planta de muebles de El Corte Inglés porque no te ponías de acuerdo con el modelo y luego tardaste tres días en hacer las paces y cuando hiciste las paces ya ni te acordabas del verdadero motivo de la discusión, más allá de si comprabas la estantería Brasilia o la Urban Chic Rolly Valley, porque en realidad tu relación no era tan buena ni tan brillante ni tan perfecta como te empeñas en recordarla ahora, porque en realidad, antes, antes de la enfermedad, antes de Santiago Parodi, antes, muchas noches William dormía en el sofá, enojado, o tú en la habitación de las niñas, harta de enfados, con el pretexto del ronquido de él o de las toses de ellas, y la verdad, la pura verdad, la auténtica verdad, es que no sabes si a estas mismas horas estarías tomando una cerveza con otro hombre aunque William no hubiera muerto porque no serías su viuda sino su exmujer.

Se hace la hora de cerrar. Ellos no se dan cuenta, pero el camarero se lo advierte:

—Señores, ¿no tienen ustedes casa?

Se ríen.

—Pues vayan, que ya es hora.

Se ríen más, porque les hace gracia la forma de echarles y porque se han tomado tres cervezas y dos chupitos de orujo y el mundo se ha vuelto un lugar amable, acogedor.

Giuliana, tal vez por el alcohol o tal vez porque Manolo le inspira confianza, ha logrado saltar la barrera protectora del mundo virtual, y la realidad no le parece tan mala cosa para no relacionarse con ella.

—Demos un paseo, para despejarnos.

Él asiente. Caminan con paso descuidado por la calle Colón, casi sin coches y vacía de gente. Hacen como que miran escaparates, él le señala un reloj de running que quiere comprarse porque es aficionado, aunque lo tiene algo dejado por falta de tiempo.

—Si me compro el reloj, como vale una pasta, me lo tomaré en serio y correré otra vez y perderé este michelín que no hay forma de que se me vaya.

Vuelven a reírse.

Ella le dice:

—Ay, no sabes la falta que me hacía…

—¿Qué?

—Reír, pasármelo bien, sentir que no existen demasiadas preocupaciones.

Como si fuera una señal, él inicia la maniobra de aproximación, muy muy muy despacio, para tener tiempo de reacción si ella le rechaza.

Como ella no le rechaza, él continúa adelante y la besa muy muy muy despacio, para tener tiempo de reacción si ella le rechaza.

Como ella no le rechaza, sino que abre tímidamente su boca, él acepta la invitación y entra. La abraza, primero con ternura y con algo más de pasión un segundo después. Ella le acoge. Él vuelve a entrar. Le acaricia la cabeza y la espalda y se detiene a la altura de las caderas, por si acaso ella le rechaza. Pero no, y como no le rechaza, continúa un poco más y le deja caer la mano en el culo mientras la otra comienza a moverse y le acaricia el cuello y el mentón y baja, despacio (por si acaso), hacia uno de sus pechos.

Ella tiene los ojos cerrados y piensa que por primera vez en diez meses no piensa, sólo siente, pero ese pensamiento es como el pecado que lleva la penitencia, y todo lo que había tardado horas en sacar de su cabeza, William, la ausencia, la culpa, la pena, la tristeza, el dolor, se le vuelve dentro en un segundo, la tristeza, la pena, el dolor, la culpa, la ausencia, William.

Y abre los ojos.