Tarda casi dos meses en saber que Pepe Bau es homosexual. No es que le importe. Si se lo preguntó fue porque se le escapó, porque creyó que tenía que llenar un espacio que se había quedado vacío de palabras, o porque pensó que a su amigo le haría gracia, que se reirían como se venían riendo de casi todo desde que comenzaron a intimar.

—¿Te acuerdas de lo que me preguntaste el otro día?

—¿Cuándo?

—El día del funeral del marido de María.

—¿Qué cosa?

—Te acuerdas a la perfección.

—Bueno, es que no fue precisamente el otro día.

—Ya.

—Ya.

Es un mes de abril frío y lluvioso. La primavera se resiste a llegar. En uno de esos domingos fríos de esa primavera extraña, va con Pepe a tomar una cerveza en una terraza de la playa. Las niñas se han pedido dos coca-colas y unas patatas bravas, pero se han ido a jugar a la arena y los refrescos se han aguado, porque el hielo se ha derretido, y ya no quedan patatas, porque se las han comido ellos sin darse cuenta, hasta que llega el camarero y les dice:

—¿Más patatitas? Que cuando vengan sus hijas menudo berrinche van a coger al ver que se las han zampado sus papás…

Ella sonríe y Pepe ríe abiertamente.

—Claro que sí, señor, traiga más patatas para nuestras hijas, que se lo merecen todo.

A ella la broma no le hace gracia.

—No te pongas así, coño. Que parecemos un matrimonio de verdad, aquí, tomando el sol en la playa, con nuestro periódico, nuestra bolsa de pan y nuestras niñas haciendo castillos en la arena y todo…

—Añoro a William. No me gusta hacer bromas sobre ese tema, la verdad.

—¿Te acuerdas de lo que me preguntaste el otro día?

—¿Cuándo?

—El día del funeral del marido de María.

—¿Qué cosa?

—Te acuerdas a la perfección.

—Bueno, es que no fue precisamente el otro día.

—Ya.

—Ya.

—Pues sí.

—¿Sí, qué?

—Que sí, que soy homosexual.

—Ah.

—¿No querías saberlo?

—No me quitaba el sueño.

—Entonces, ¿por qué me lo preguntaste?

—Qué sé yo… Porque no tengo cultura del silencio, vos mismo lo dijiste ese día.

—¿Nunca lo habías pensado?

—No.

—¿Nunca, hasta que te lo dijo María?

—Es que yo no voy por ahí preguntándome: «Mirá ese tipo, ¿será trolo o qué?».

—¿Trolo?

—Gay.

—Pues sí, lo soy.

—Pues muy bien.

—¿No te molesta?

Se quedan callados un rato. Marie los saluda desde la arena y le devuelven el saludo y a Giuliana le da la sensación de que, si las mira el tiempo suficiente, podrá darse cuenta de que esa misma mañana, mientras preparaban los trastos para ir a la playa, su hija mayor le ha dicho:

—¿Sabes una cosa? Me gusta mucho Pepe.

—Sí, es muy divertido, y se nota que le gustan los niños.

—No, me gusta para ti.

—¿Para mí?

—Alguna vez tendrás que volver a tener novio, ¿no? Yo creo que a papá le gustaría.

No quiere empezar el domingo llorando, así que no le responde: «Sí, a papá le gustaría, lo sé porque me lo intentó decir tres o cuatro veces, hacia el final, pero no lo dejaba terminar cuando empezaba a hablar y lo interrumpía y cambiaba de tema».

Si esa conversación que no va a producirse se produjera, tendría que explicarle a su hija que no quería que lo dijera en voz alta porque era tan absurdamente supersticiosa que pensaba que, si hablaban de «eso» antes de tiempo, «eso» ocurriría antes de tiempo, y porque tenía las lágrimas retenidas tras un dique que era frágil que podía romperse y derramarse y provocar inundaciones de consecuencias catastróficas, y tendría que contarle además que, a pesar de todo, no pudo evitar que una noche, en el hospital, cuando estaban solos, le dijera:

—Mirá, Giuli, esto es un hecho, yo me marcho antes que vos, y tenés que continuar adelante, y en ese continuar hacia delante está la realidad de que te vas a volver a enamorar, y tenés que hacerlo, cuanto antes, mejor, porque lo que más necesitan tus hijas de vos es que estés feliz, y vos, cuando te enamorás, es como si florecieras. Así que, por favor, no me guardes luto demasiado tiempo.

Y que ella se enfadó al oírlo y que él, agotado por el esfuerzo de hablar tanto rato, se quedó dormido tan profundamente que ella pensó que había muerto y que lo último que habrían compartido habría sido una bronca, otra bronca, y que llamó a la enfermera con el pulsador, tantas veces que casi lo fundió, y que la enfermera llegó corriendo y le dijo, algo enfadada: «Señora, cálmese, que su marido está dormido y lo va a despertar», y que cuando se despertó le dio millones de besos por toda la cara y le dijo: «No sé si me enamoraré pronto o tarde, pero sí sé que no será como con vos, y sé también que no quiero discutir más, porque el día menos pensado vas y te morís, y lo que quiero es que te llevés mi sonrisa y que me dejés tu sonrisa también, así que ya está bien de decir boludeces», y él sonrió, y le devolvió los besos que pudo devolverle y le dijo: «Te acordás de ese chiste en el que el moribundo le pregunta a su mujer: “Decime la verdad, ahora que me voy a morir, ¿me pusiste los cuernos?”, y ella le responde: “Sí, hombre, y si no te morís, ¿qué?”». Y a ella le hizo tan poca gracia que a punto estuvo de enojarse, pero recordó lo que acababa de decirle a William y se esforzó en sonreír, y sonrió.

Tendría que contarle que en realidad no se ha enamorado de Pepe Bau, pero que alguna vez se ha preguntado cómo sería la vida si se enamorase de él, y la respuesta le daba ganas de dar un paso al frente, pero también de dar un paso atrás: fácil, sería, la vida, si se enamorara de Pepe Bau.

Hace muy poco que se frecuentan, pero en este poco tiempo han ido al cine, a comer, a cenar, al teatro, al cine otra vez y una vez más sin las nenas; han ido a ver las últimas nieves de la temporada y se han tirado por la ladera nevada con un plástico, porque han olvidado el trineo, y luego la ha ayudado a acostar a Marie mientras ella acostaba a Ana, porque se habían dormido como dos troncos en el viaje de vuelta, y luego han tomado un par de cervezas mientras cenaban una pizza congelada; él ha intentado repararle el frigorífico y ha ido con ella al hipermercado a comprar otro cuando ha comprobado que no sabía arreglarlo; ha aguantado sus ataques de llanto o de ira al otro lado del teléfono con paciencia de amigo de años; la ha ayudado a ponerse o quitarse la chaqueta; le ha sostenido el bolso si no ha llegado a tiempo para ayudarla a ponerse o quitarse la chaqueta; ha explicado a Marie cómo se hacen las divisiones con decimales y ha enmarcado un dibujo de Ana en el que se ve a un gordo calvo y un garabato flaco con una madeja blanca sobre la cabeza, y sobre el gordo pone «Tati» y sobre el flaco pone «Pepe», y lo ha colocado sobre la mesa de su despacho, tal como la pequeña le ha pedido, y luego ha hecho una foto con el móvil y se la ha enseñado cuando la ha vuelto a ver.

Pero no siente nada por él, por suerte. Ahora que sabe que es gay se alegra, porque en ocasiones le ha parecido intuir que él sí se había enamorado de ella.

Se lo dice, con la cerveza en la mano.

—¿Molesta? Qué va. Me siento aliviada al saber que no estás enamorado de mí.

—Si me gustaran las mujeres, serías la número uno, eso seguro.

—Como en una película.

—Una de Hollywood, de esas de dos perdedores que se encuentran y se toman la revancha de la vida.

—Yo no me siento una perdedora. Con William lo tuve todo…

—Bueno, es una idea para un guión.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—No hace falta que me lo digas: querrás saber si me separé por eso, si me casé sabiéndolo, si lo sabe mi ex, si tengo pareja, cómo me di cuenta…

Se ríen.

—Más o menos.

—No es porque sea viejo, porque no soy tan viejo, cincuenta y seis, ya lo sabes, es porque recibí otra educación, porque soy el menor de cinco hermanos, porque mi padre era guardia civil… Yo qué sé… Y no culpo a mis padres, ojo.

—Odio a la gente que justifica todo lo que le pasa por sus padres.

—Hay casos y casos, eso es verdad, lo que nos pasa durante la infancia es importantísimo para nuestra vida adulta, y eso no lo puede negar nadie.

—Pero de ahí a decir: «Yo no sé amar porque mis padres no me amaron», «Yo soy un asesino múltiple porque mi padre me pegaba»…, pues qué quieres que te diga, me parece una justificación demasiado fácil.

—Es posible, aunque lo que dices también es una visión simplista, si me permites que te lo diga. Los seres humanos funcionamos por imitación, la educación se basa más en el ejemplo que en la palabra. Por ejemplo, si un padre le dice «No se pega» a un niño que ha pegado a otro y acompaña su bronca con un bofetón, ya me dirás tú qué es lo que va a aprender ese niño.

—Mira, yo soy reservada y tímida y, según me decía William, hasta antipática, pero mi madre es un portento de las relaciones públicas y mi padre es un ser tan callado que creo que no dijo su primera palabra hasta los veinte años, o así. Y los padres de William están cortados por el mismo patrón: serios, que no severos, educadísimos, y ya viste cómo era Will…, un monologuista frustrado, siempre dispuesto a hacer reír y a reírse… ¿A qué padre echamos la culpa de eso?

—Sigo pensando que el carácter va en el ADN.

—Exacto, nacemos con un carácter y, por mucho que queramos imitar a nuestros progenitores, si no se da, no se da…

—Somos el fruto de la educación que recibimos, eso no me lo puedes negar.

—No lo niego. Pero me resisto a creer que, sintiendo lo que sentías, lo viviste de la manera que lo viviste por la educación que recibiste, porque, entonces, ¿qué hay de los demás homosexuales?

—Pero es que en cierta manera sí es así, sí lo hice por la educación que recibí, por mi entorno. Por eso, porque era lo que hacía todo el mundo, porque no acababa de entender la naturaleza de mis sentimientos, porque eran otros tiempos y de esas cosas no se hablaba nada más que para insultar. No tenía ningún amigo homosexual, aunque mis amigos seguramente también habrían dicho lo mismo: «En mi entorno no hay maricones», y ya ves tú. A mí nunca me gustaron las chicas, para nada, es que ni como amigas, pero no tenía ningún interés en que se burlaran de mí, en que me hicieran daño… A uno del barrio lo mandaron preso a Badajoz y a su pareja, a Huelva, porque uno era activo y el otro pasivo. Esas cosas ocurrían y yo no quería que me pasaran a mí, así que me casé a los veintidós, virgen en todos los sentidos, y treinta años después comprendí que no tenía ningún sentido vivir una vida que me hacía profundamente infeliz y condenar a otra persona a vivir una vida que la hacía profundamente infeliz.

—¿Te enamoraste de un hombre?

—Qué va. Si te digo la verdad, creo que no sé lo que es el amor.

—Pero ¡qué dices!…

—Sé lo que es el amor a mis hijas, eso seguro. Las quiero por encima de todas las cosas, haría y daría cualquier cosa por ellas. Y también quiero a mi ex, la he querido mucho mientras hemos estado casados, incluso después del divorcio… Cómo iba a ser traumático…, si nunca hemos estado enamorados, si ninguno de los dos sintió nada más que alivio al romper…

—No me lo creo.

—Sí… Ella era hermana de la amiga de mi hermana, prácticamente crecimos juntos y éramos amigos. Nos gustaban las mismas cosas, las mismas películas, la misma música, los mismos cantantes… Amparo quería estudiar, que tampoco es que estuviera muy bien visto por entonces, y creo que yo era el único que la alentaba a que hacerlo. «Estudia, Amparo, estudia, y sé lo que quieras ser», le decía. Y ella me decía: «¿Verdad?, ¿verdad que ésa es nuestra mayor responsabilidad? Ser lo que queramos ser, luchar por no ser lo que los demás quieran que seamos»… Y yo, claro, le decía que sí, no defraudarnos a nosotros mismos es nuestro mayor acto de responsabilidad…

—…

—Pero, en realidad, yo tampoco siento que me haya traicionado a mí mismo. No soy hombre de grandes pasiones, y creo que la vida que tengo me gusta, me llena. Incluso estando casado. Era agradable, Amparo me hacía la vida fácil, no teníamos grandes peleas, no teníamos grandes conflictos… De vez en cuando, muy de vez en cuando, yo le era infiel, como tantos hombres a tantas mujeres, pero en lugar de irme de putas, o de liarme con la mujer de un amigo, o de acostarme con una rubia a la que acababa de conocer en un bar…

—¿Y Amparo lo sabía?

Se encoge de hombros.

—Nunca hablamos de esto. Nunca hablamos de sentimientos, de nuestros sentimientos.

—¿No os decíais «te quiero»?

—Claro que nos lo decíamos, continuamente. Y nos llamábamos cariño y amor mío y mi amor. Pero decir las cosas no implica sentir las cosas. Es más, a veces, decir las cosas lo que hace es devaluarlas.

—¿Entonces? ¿Por qué os separasteis?

—Porque las niñas ya eran mayores y tenían unos novios que eran un horror, todos las puteaban, las engañaban, no las tomaban en serio, y las pobres se agarraban unos disgustos tremendos, y entonces, no sé por qué, un día pensé, me pregunté: «Coño, ¿y si yo tengo algo que ver?, ¿y si ellas están buscando un hombre como el que tiene su madre, que la putea y la engaña y no la toma en serio?».

—Pero cómo vas a tener vos algo que ver…

—¿Tus padres se querían, Giuliana?

—Claro que se querían.

—¿No has buscado tú, de alguna manera, reproducir su relación?

—Yo también he tenido parejas que me han tratado mal, ¿no me estarás queriendo decir que mi papá es gay?

Se ríen.

—No, aunque no pongo las manos en el fuego por nadie.

Se ríen de nuevo.

—Con o sin razón, Giuliana, en ese momento miré a mi alrededor, miré la vida que había construido, y pensé por primera vez que, aunque el hecho de que estuviera construida sobre una mentira a mí no me importaba, eso no significaba que no fuera importante.

—No comprendo.

—No quiero ponerme sórdido ni ordinario. Pero a mí me bastaba con inventar una reunión en Madrid o un viaje a Barcelona y pasar la noche con uno que acababa de conocer en un local de ambiente, o llamar a un servicio de contactos para hombres, o decir «Me voy al centro a hacer una gestión» y meterme en un cuarto oscuro si no tenía tiempo para hacer un viaje, y con eso, con esas cuatro o seis o quince veces al año, yo tenía suficiente. Y luego volvía a casa, y nada me costaba esfuerzo, todo me parecía bien. Pero entonces pensé: «Joder, ¿y si Amparo sí necesita que alguien la quiera desesperadamente y siente que se va a morir sin ella y sin sus besos?, ¿y si soy un pedazo de hijo de puta que la estoy condenando a vivir sin algo que ella de verdad necesita?»…

—Pero, mirá, si ella lo hubiera necesitado tal vez te lo habría pedido… Quizás ella también tenía suficiente con lo que le dabas.

—¿Sí? ¿Con una vida sin discusiones, con hacer el amor una vez cada trimestre, como si fuera la declaración del IVA?

—No todo el mundo tiene la misma necesidad.

—Sí, eso es posible. Pero es un hecho que nuestros niveles eran distintos. Yo sigo como estaba. Incluso, sería capaz de casarme contigo si tú quisieras, no me importaría.

—¿Perdón?

—En serio, si tú me dijeras: «Mira, me siento sola, me van a deportar, mis hijas precisan una figura paterna y tú les pareces bien»… Pues yo diría: «Vale», y lo haría con la excepción del sexo trimestral, porque ya sabes mi secreto gracias a tu amiga María.

Sonrisa forzada.

—Cuidaría de ti, te ayudaría, ayudaría a las niñas.

—¿Me estás pidiendo en matrimonio?

—No. Te estoy proponiendo una solución que no me parece mala.

Se ríe, con ganas.

—Pero ¿una solución a qué problema? ¿Crees que mi problema es que no sé qué modelo de electrodoméstico escoger, o que no sé cómo explicar a mi hija mayor cómo hacer los deberes, o que necesito que el otro lado de la cama se mantenga caliente para poder dormir?

Se ríen, los dos.

—Claro que no. Estoy pensando en voz alta. Lo que te digo es que, si llegase el caso, no me importaría hacerlo, no me parece una mala manera de vivir, incluso creería que he mejorado, porque eliminaría la parte de la mentira. Yo no necesito amor, ni darlo ni recibirlo. Es así.

—Eso no puede ser verdad. Eres un hombre afable, afectuoso, te deshaces con las nenas, te vuelves loco con ellas.

—Sí, pero eso es cariño, no amor. He querido a mis hijas y las quiero por encima de todas las cosas de este mundo, pero no he amado nunca a nadie, ni tampoco me han amado a mí ni he echado de menos ese sentimiento.

—¿Y tu mujer?

—Yo pensaba que ella era, en cierta manera, como yo. Pero, al medio año de separarnos, Amparo empezó a salir con un compañero de trabajo y ahora es otra mujer. Está más joven, más guapa, viaja continuamente… Es feliz, ¿entiendes? Y eso me hace sentir bien pero también mal, porque me doy cuenta de que le robé esa felicidad durante los treinta años que estuve con ella. Me digo: «Joder, me casé con una mujer de veinte años que ha tenido que esperar a los cincuenta para saber lo que es la plenitud, le he robado media vida».

—…

—Procuro no pensarlo demasiado, porque pensarlo me hace sentir un ser miserable, y sé que no lo soy en el sentido exacto de la palabra. Yo lo que soy es un ser mísero, que no es lo mismo. Yo tengo suficiente con meterme en un chat de vez en cuando y tener sexo con alguien con quien no me une nada y a quien nunca más volveré a ver, y no quiero que deje de ser así, no quiero vivir de otro modo.

Dice lo primero que se le ocurre.

—Cada uno es como es.

—En efecto. La mía es una mala manera de ser, porque he hecho que otras personas vivieran como yo sin ser como yo. He dejado víctimas colaterales de mi…

—Pero no por mala fe. Tal vez por cobardía.

—No, ojalá.

—¿Cómo, ojalá?

—Si hubiera sido por cobardía, habría sido por algo, habría habido un motivo. Yo vivo por…, no sé, por inercia, porque ya estoy aquí. Pero, si yo desapareciera de este mundo, si hubiera muerto yo en lugar de Will…, el mundo seguiría girando, sin mí.

Se quedan callados un rato. Miran el cielo, gris, que se confunde con la línea del mar que se pierde en el horizonte.

Giuliana dice algo, al cabo de unos minutos.

—El mundo siempre sigue girando, se marche quien se marche.