Lee en el periódico que han detenido a una pareja de venerables ancianos en Florida, muy cerca de donde ellos vivieron, porque contrataron a un sicario para que matase al esposo de ella para poder vivir plenamente su amor. El sicario cumplió lo pactado y guardó silencio durante treinta años, pero, ya en la cárcel por el atraco a una gasolinera, le habían detectado un cáncer de colon. El sicario había hecho (a Dios) una promesa: si se curaba y no moría, confesaría todos sus crímenes para dejar este mundo en paz cuando le llegara la verdadera hora de la muerte. Así lo hizo. Abrazó la fe y delató a todos cuantos le habían contratado en el pasado, Glenn y Lucy incluidos.

Los vecinos andan entre horrorizados e incrédulos, porque Glenn y Lucy se pasaban las mañanas dando vueltas a la manzana con sus respectivos andadores, haciendo carreras entre ellos y muriéndose de la risa; pasaban las tardes en el porche tomando té y hablando de sus cosas animadamente mientras veían ponerse el sol. Los domingos no faltaban a su cita en la iglesia, participaban en actos benéficos, donaban comida y ropa para los necesitados, y esperaban plácidamente la muerte después de una vida hasta cierto punto larga (ochenta y cuatro y ochenta y nueve), algo cansados quizá por haber criado a tres hijos y ayudado en la crianza de siete nietos. Relee la noticia, horrorizada e incrédula ella misma.

Se los imagina en el porche de la casita blanca con la bandera del país ondeando en la pared, y se los imagina confabulando para quitar de en medio a quien les impedía la felicidad de estar juntos. Se los imagina jóvenes, desesperados por esa pasión que les tenía comidas las entrañas, planeando fugas descabelladas, elucubrando el mejor modo de que Lucy le pidiera a su marido ese divorcio que no le querría conceder por nada del mundo. Al marido de ella se lo imagina estampándola contra el suelo de un bofetón: «A mí no me dejas ni muerta». Los imagina pensando y repensando un plan, dudando, indecisos, aceptando la idea de vivir la vida sin amor, desdiciéndose. «Eso es imposible, no puedo vivir sin tenerte, no puedo cumplir ciento diez años sin que seas mía, no puedo dejarte con un hombre que te maltrata», «Ni yo podría consentir que siguieras viviendo con una mujer a la que no amaras». Los imagina así, dale que dale, hasta que llegan a la única salida que les parece posible. «¿Y si lo matamos?» «Ay, no, no me parece bien.» «¿Y te parece bien que te pegue?». «No, eso tampoco me parece bien.» «Pues lo matamos.» «Pues vale, va, le damos muerte.»

Marie la saca de sus pensamientos.

—¿De qué te ríes?

—¿Yo? Yo no me río.

—Te estás riendo.

—Ah, bueno, de una cosa que trae el periódico.

Marie lo mira por encima de su hombro.

—¿De esto te ríes?

—Bueno…

—¿De un crimen?

—No, no me río del crimen. Es que me acordé de una cosa.

—Mami, estás mal de la cabeza.

—Sí, eso es verdad…

Sí, eso es verdad. Bien de la cabeza, no está. En el fondo, los comprende.

Sí, eso es verdad. Se acordó de una cosa. Se acuerda muy a menudo de una cosa.

Se acuerda de que ahora moriría, pero hubo un tiempo en el que quizá también habría matado por amor. Fue hace mucho, una vez que anduvo liada con un hombre casado. Ese hombre casado era su profesor de historia del pensamiento político (I). Era su primer año de facultad y ella era virgen. Se había besado con tres chicos, uno le había tocado las lolas por encima de la ropa y ella había correspondido tocándole un poco la bragueta, pero se asustó y no quiso seguir. A ver. No es que se asustara de lo que se intuía por debajo de ese pantalón. Se asustó de sí misma y de su facilidad para romper planes, porque desde pequeña había tenido claro que ella no quería saber nada de los hombres hasta haber terminado al menos dos carreras, sociología y ciencias políticas, y estar ya asentada en un trabajo, con un apartamento luminoso en Villa Ortúzar, que era su barrio favorito porque ahí vivía su tía Mila. En realidad no era su tía. Era la exesposa de su tío Toño, el hermano pequeño de su madre, y era la mujer más moderna que conocía. Era escritora de novelas románticas. Celia Blanco, se llamaba. Ahora le da risa pensarlo, porque recién llegada a España supo que así se llamaba una actriz porno. Se ganaba, bien, la vida con libros titulados En los brazos del deseo, Muerta de amor, La joya de la corona, y la colección «Rebelde en…», que llevaba a sus protagonistas a pasear su rebeldía por lugares exóticos, peligrosos o cosmopolitas, según el caso. La tía Mila tenía dos vidas, la de las novelas, donde era fogosa y romántica, y la de la realidad, donde fumaba como una carretera y aseguraba a quien quisiera oírla que el amor había jodido la felicidad del ser humano. Su madre decía que eso era así porque a la tía Mila le gustaban las mujeres. En realidad era al tío Toño a quien le gustaban las mujeres, todas, de cualquier talla, de cualquier edad, de cualquier condición, y la tía Mila le dejó, cansada de aguantar infidelidades y humillaciones.

—Vos no te enamorés y estudiá, y vas a ver que al final de todo vas a ser feliz.

—Pero, tía, si la gente no se enamora no vas a vender más libros.

—La gente es imbécil y quiere vivir en la mentira. Pero vos sos mi sobrina favorita y quiero que seás feliz.

—Yo también quiero ser feliz, tía.

—Pues entonces, no te enamorés, carajo.

Ahora la tía Mila tendrá cerca de setenta años, o más, y vive sola en una residencia para ancianos, El Aleph, en Barrio Norte. Barrio Norte no está mal, pero la tía Mila era una enamorada de Villa Ortúzar, «Con esta luz —decía—, me mata esta luz». De vez en cuando se mete en la web de El Aleph porque cuelgan fotos y ahí la ve, con los brazos en alto haciendo gimnasia, o celebrando el cumpleaños de una señora que tiene el pelo rosa y una coronita de reina. Ay, la tía Mila, que le decía «Estudiá, estudiá, estudiá y no perdás el tiempo con los hombres», y que ahora espera la muerte haciendo calceta en un patio andaluz más sola que la una, tal vez lamentando haberse hecho caso a sí misma hasta el final.

No sólo era por el reiterado consejo de su tía. Qué va. Ella no andaba interesada en el amor. A ella lo que le importaba era estudiar, progresar, ser una mujer independiente y libre con un departamento cercano al de su tía para pasear juntas y fumar como cosacas, y ya, si eso, enamorarse después.

Pero el amor es un invitado inoportuno que llega cuando no se le espera. Ésa era una frase que no faltaba en ninguna de las novelas de Celia Blanco. Y así fue como Giuliana se enamoró de un hombre casado que era su profesor, que es una forma como otra cualquiera de embarcarse en una relación que no va a llevarte a ningún lado.

El profesor se llamaba Humberto Raposo y daba unas clases inacabables e insufribles, porque no hay nada más farragoso y pesado que la historia del pensamiento político, pero tenía unos ojos azules enormes que hacían más ameno lo que contaba de Anaxágoras o de Aristóteles o de santo Tomás o de san Agustín.

Ella notó que la miraba desde el principio. Bueno. Ella notó desde el principio que le devolvía las miradas, porque la pura verdad es que se olvidaba incluso de tomar apuntes, tan concentrada como estaba en mirarle y mirarle y no dejarle de mirar. Perdió peso. Ella, no él. Él estaba todo el tiempo igual. Pero ella adelgazó y descuidó otras asignaturas porque no tenía capacidad para ser brillante en todas.

Ahora lo recuerda todo como en una nebulosa, como si aquel año hubiera transcurrido en sólo un día, y le hubiera conocido y al instante siguiente se hubiera enamorado y un segundo después le hubiese besado en su despacho de la facultad, y al cabo de un minuto y medio o dos ya estuvieran haciendo el amor como animales en cualquier sitio que les brindase algo, un poco, de intimidad, el ya mencionado despacho, el cuarto de las escobas, el baño, una habitación de hotel, un congreso inventado, y en unas horas ya hubieran consumido toda esa pasión y ya se dispusieran a hablar de amor, y al final de la jornada no les quedase más remedio que reconocer que lo suyo era imposible, no sólo porque él fuera su profesor, sino porque estaba casado con otra mujer que le había dado ya dos hijos y tenía el tercero en camino; como si de madrugada hubieran roto, y hubieran dicho «Quedamos como amigos», y antes del alba ella hubiera comprendido que tan fácil no era terminar, pero en un par de días más ya lo hubiese superado.

Le hace gracia recordarlo, cuando lo recuerda, porque aquella historia le parece insignificante vista desde la distancia. Y sin embargo… Ni siquiera lo recuerda bien. No duró un año, sino tres.

Aquel amor por Humberto casi le cuesta la salud (porque dejó de comer), la carrera (porque dejó de estudiar), las amistades (porque las pocas personas que lo sabían no lo veían con buenos ojos y el resto no comprendía sus idas y venidas al campus y por el campus), la salud nuevamente (porque seguía sin comer y enfermó de tristeza cuando lo dejaron), la carrera otra vez (porque la tristeza le impidió estudiar con normalidad), las relaciones (porque a todos los comparaba con él y salían mal parados), los pocos amigos que le quedaban (porque ella apartó de su lado a todos los que trataban de abrirle los ojos con respecto a Humberto), la autoestima (porque luego le fueron con el cuento de que cada año se llevaba a la cama a una o a varias alumnas). En fin.

Tampoco recuerda cómo lo superó. No fue en un par de días, eso desde luego, de la misma manera que no fue en un día como su amor nació y creció. Qué va.

Tardaron meses en decidirse. Meses de consultas tontas al terminar la clase, de pretextos cada vez menos elaborados para verse en el departamento, de artículos que él quería mostrarle, de propuestas de colaboración en investigaciones que luego firmarían los dos juntos, como aquella idea de analizar la respuesta de la universidad y de los universitarios como grupo social durante la dictadura de Videla. Fue haciendo el guión de aquel trabajo que nunca llegaron a hacer cuando se besaron la primera vez, en un despacho minúsculo, con los brazos apoyados en una mesa llena de papeles y la gente alborotando por el pasillo del que los separaba una pared construida a base de papel de fumar, tan fina, tan endeble, que cada vez que había barajado la idea de besarle la había descartado por temor a que les viesen desde el otro lado como si el ladrillo fuera de cristal.

Él le pidió perdón.

—Perdón.

Ella no aceptó las disculpas.

—No tengo nada que perdonar.

Hablaban en susurros, y en voz baja él continuaba disculpándose.

—No he podido evitarlo.

Como respuesta, fue ella quien le besó.

—Tampoco yo pude evitarlo.

En realidad eso fue lo que ocurrió, que no pudieron evitarlo. No pudieron evitar que ella se quedase embarazada; que abortase; que él le contagiase una gonorrea; que sugiriera que se podía haber infectado con cualquier otro hombre; que así ella comprendiera que era la única que se había enamorado en esa pareja; que abriese los ojos y se diera cuenta de que le compartía con su esposa y con media facultad; que se sintiese estúpida; que se enterase de que se había hecho fama de puta; que se sintiese (más) estúpida (todavía); que rompiese con él; que no dejase de llorar en una semana seguida y en dos meses en días alternos.

Durante un tiempo largo que ahora se le antoja corto, le pareció que aquella herida jamás dejaría de doler, aunque por fuera no quedase ni rastro de la cicatriz. Se preguntaba si los demás se habrían dado cuenta de lo que pasó y, en caso de que así fuera, si lo recordarían o ya lo habrían olvidado, si se lo tendrían en cuenta como seguía haciendo ella, si la castigarían como se castigaba ella misma, si otros chicos con los que salía la trataban mal, con poco respeto, porque daban por hecho que era un putón, y si todas sus relaciones acababan fracasando por escoger siempre la peor opción al considerar que no merecía mucho más.

Piensa a menudo en Humberto, no sólo cuando lee en el diario las locuras que cometen las parejas que quieren estar juntas, o cuando María le manda un correo hablándole de su amor por el amigo de su marido muerto, o cuando se pregunta si acabará como la tía Mila, medio loca de atar y sola como la una haciendo gimnasia sueca en un geriátrico. Qué va.

Piensa a menudo en Humberto porque le da por preguntarse si dentro de un tiempo, tal vez veinte años, o quizá más, esta herida que le duele tanto, este dolor que le impide dormir y respirar, que le hace fantasear con otras vidas, imaginarlas, para encontrar algo de paz, este dolor será como aquel de Humberto. Un recuerdo, nada más.