Pero le entra la nostalgia, y le busca en Facebook. Quiere saber cómo está, cómo le va, si ha perdido pelo o ha engordado, si comenta noticias o si comparte vídeos horteras sobre el amor. Quizás haya cambiado, en estos tres años. Quizá siga igual. Quizá le manda mensajes en la distancia, como los náufragos que lanzan botellas a la mar. «Giuliana, sigo amándote, aunque no lo diga, quiero que lo sepas a través de esta canción de James Blunt.» La tararea, como si la estuviera viendo en su perfil «goodbye my lover, goodbye my friend, you have been the one, you have been the one for me». Sonríe. Aunque en su fantasía él también sonríe, le imagina roto de dolor, añorándola y buscándola en los cuerpos de otras mujeres, no, de otras mujeres no, de su mujer, bueno, sí, de otras mujeres, porque a su mujer no la puede ver y mucho menos tocar, pero no se separan por los hijos y los libros que tienen en común. «Alba y yo formamos un buen equipo», le dijo aquella noche. Así los imagina, como una sociedad y no como una pareja. «Qué tal los niños», «Bien», «Qué tal el trabajo», «Bien», «Qué tal si escribimos otro libro a cuatro manos», «Pues bien».
El sueño la encuentra como cada noche durante los últimos meses, tarde y a veces nunca. Pero ahora, de vez en cuando, no siempre, está pensando en William, en lo que se llevó, en lo que le ha dejado, en ese hueco tan grande, tan hondo, tan imposible de volver a llenar. A veces, algunas veces, se duerme pensando en Santi. Al principio, sólo recordaba. Luego, empezó a imaginar. Cómo estará. Cómo le irá. Cómo pensará en ella. Y cuánto.
Teclea su nombre en su cuenta de Facebook: Santiago Parodi. No lo encuentra. Rebusca entre la lista de amigos de su lista de amigos. No da con él. Piensa que tal vez tenga un nick, o un avatar, y trata de averiguarlo, pero al poco tiempo se rinde a la evidencia: no sabe nada de Santiago Parodi. No puede imaginar si ha generado un perfil con su nombre al revés o en otra lengua y una foto de sus perros y cuelga posts con sus impresiones acerca de la física cuántica o del resultado del último partido del Boca. Quizá la haya olvidado, o se haya hecho pastor evangélico, o se haya dado al alcohol y al juego y haya abandonado la sociología. Cualquier cosa es posible, puesto que no sabe nada de él.
Tampoco es cierto. Algo sí sabe.
Sabe que le gusta el carpaccio, el vino tinto, el tiramisú; que bebe gin-tonic como un cosaco y que es exigente con los chistes, no todos le hacen gracia. Sabe que no le gusta dormir; que tiene una capacidad pasmosa para hacer el amor una y otra vez, incansablemente; que le sientan bien los años; que su sonrisa es capaz de detener el movimiento gravitatorio de los cuerpos; que sus manos son suaves y firmes; que se ha dado la vuelta como si fuera un calcetín para dejar de ser aquel chico tan del montón que ni siquiera lo recordaba cuando se sentó a la mesa.
—¿De verdad no me recordabas?
—De verdad.
—Pero si pasamos cinco años juntos…
—Pues borrado de mi mente.
—Pero si una noche casi nos besamos…
—Yo casi me besé muchas noches con muchos tipos…
—Qué agradable…
—¿Preferís que te mienta?
—No, pero saber que era invisible para vos me llena de alegría.
—No eras invisible…, pero imagino que no me gustabas…
—Ah, ahora me siento mucho mejor. Te parecía un ñu. Eso es lo más bonito que se le puede decir a un hombre que está desnudo, rendido e indefenso a tu lado en una cama…
Se rieron.
—Yo estaba en otras cosas.
—¿En qué?
—En estudiar, en terminar la carrera, en planear cómo del fruto de mis investigaciones se conseguiría mejorar la sociedad, hacerla buena. Yo solita iba a terminar con la desigualdad, con la discriminación de la mujer, con la pobreza en el mundo… Y ya ves… Nunca pensé que acabaría como he acabado…
—¿En la cama conmigo?
—No, eso tampoco lo imaginé…
—…
—Nunca ejercí… ¿Sabés?, yo quería cambiar el mundo, y a lo máximo que llego es a cambiar el menú semanal que está colgado en la puerta del frigorífico…
¿Era eso? ¿Era eso lo que le había pasado? ¿Que era un ama de casa frustrada y decepcionada con la vida y no tuvo más remedio que acostarse con el primero que se le puso delante?
Le viene bien ese pensamiento. Que no tuvo importancia, que fue como tirarse de un puente agarrada por un arnés al tobillo. Sentir que vas a morir sabiendo que no vas a hacerlo. Que serle infiel a William fue una manera de mantenerse fiel a sí misma, a esa chica rebelde y llena de sueños que ahora sólo soñaba con tener la Thermomix en la cocina. Que no tuvo nada que ver con su esposo, ni con el amor, por más que inmediatamente después de aquella noche se empeñase en justificarse apelando a eso, al amor, al amor recién descubierto, a ese amor que en realidad sentía desde hacía veinte años, a ese amor al que por cobardía y otras miserias no había querido rendirse hasta esa noche, y por eso había ignorado a ese chico con el que casi se besó una noche. Sentirse loca de amor por un desconocido la hacía sentir mejor que pensar que no había podido aguantarse las ganas de pegar un polvo con un desconocido que la miraba con un deseo que ya ni recordaba. Así era. La vida sexual con William se había reducido a la mínima expresión, a hacerlo dos o tres veces al mes, cuando las niñas dormían o cuando el capítulo de Mad Men o una película que era preciso ver en ese instante o el cansancio no impedían que se quitaran la ropa y se dedicasen un rato el uno al otro.
Ella siempre bromeaba:
—¿No creés que deberíamos hacer esto más a menudo? Estos cinco minutos podríamos sacarlos de cualquier lado…
A él no le hacía gracia. Le gustaba pensar que era un gran amante, que había conseguido resolver con éxito la ecuación del cansancio y la monotonía sexual.
—Pero, querida, si yo sé en qué piso vivís…, ¿para qué me voy a molestar en llamar a otras puertas?
A ella tampoco le hacía gracia esa manera de pensar.
—Añoro el romanticismo de los viejos tiempos.
—¿De los viejos tiempos? ¿Te referís a cuando no teníamos dos niñas y éramos quince años más jóvenes?
—Pues sí. No basta con llegar a la meta. El camino es importante también.
—Joder… Pero ¿hablás de nuestra vida sexual o de un anuncio de automóviles?
Se reían. Eso sí que no lo habían perdido. Así que qué más daba si hacer el amor les tomaba poco tiempo. Eso pensaba. Que su vida era normal. Que después de aquella noche seguía siendo normal. Que ser infiel no tenía importancia. Lo decía incluso William.
—Ser infiel no tiene importancia. Lo importante de verdad es ser leal.
A ella eso le parecía una pelotudez del tamaño de Marte.
—Una cosa es ser fiel al cuerpo de la pareja y otra al pacto que se tiene con ella, ¿entendés?
Giuliana pensaba: «Claro que entiendo: ésa es la coartada perfecta de los infieles. Me acuesto con quien me da la gana, pero no es porque no te ame, sino porque mi pene tiene vida propia y actúa según sus propios instintos».
En cambio decía:
—Claro que entiendo: los pactos a los que llega cada pareja pertenecen a cada pareja.
En su pacto particular no entraba el engaño. Ella creía tenerlo todo con William y sus hijas. Con ese país nuevo, con esa ciudad nueva, con ese pueblo nuevo, con esa casa nueva, con esa gente nueva. Todavía no se había acostumbrado a la forma de hablar, tan diferente, a esa risa floja que le daba cuando alguien decía:
—Voy a coger el metro.
O:
—Vamos a coger turno en el médico.
O:
—Voy a ver a Concha.
Era tan feliz que, a veces, le daba miedo pensarlo. Marie tenía cinco años y Ana olía a bebé. Lo piensa. Recuerda ese olor, y ese olor le devuelve a William con ella entre sus brazos, y siente un dolor tan insoportable en medio del pecho que, para no morir ahí mismo por rotura súbita del corazón, tiene que recuperar otro recuerdo.
Por eso piensa en Santi. Pero no en la piel de Santi, húmeda y brillante, ni en los besos de Santi, ni en las manos de Santi abrazándola, rodeándola, abarcándola, ni en el sexo de Santi, tomando posesión de lo que debería haber sido suyo tanto tiempo antes, como en la canción de James Blunt que le dedicaba en el Facebook imaginario. No. No piensa en él hacia atrás. Sólo hacia delante. Piensa en él porque pensarlo es como inventarlo, como inventar una vida distinta. Una vida sin dolor.
Qué habría pasado. Qué habría pasado si…
Teclea su nombre en Google y le salen doscientas tres entradas. Casi todas hacen referencia a conferencias, charlas y, sobre todo, libros. Tiene catorce. De ellos, la mitad están escritos con Alba Vaccaro, su esposa. Se le nota la mano porque todos hablan de sociología política y tienen unos títulos horrorosos, tan originales como:
La revolución de la sociedad argentina
Del criollo al gaucho. Historia de una evolución social
Las políticas demográficas en la Patagonia
Sexo y comunicación
Los roles sexuales en la sociedad argentina
Le entra la risa. Le recuerda, aquella noche, y se imagina que su vida es un infierno. No un infierno de gritos y platos que se estrellan contra la pared, qué va; lee esos títulos y le viene a la cabeza la imagen de Santi desnudo junto a ella, sobre ella, en ella, sin roles ni reglas. Ay. Se figura que su vida es un alarde de educación y de organización.
—Dime, Santiago, ¿te parece bien que cojamos esta noche, cuando todos los niños duerman?
—Sí, Alba, por supuesto.
—Veamos. La mayor se va a la cama a las nueve, y los gemelos, a las ocho y media. Cenaremos algo rápido y a las diez podemos estar frente a la televisión, que reponen La guerra gaucha.
—Me parece buena idea.
La mujer consulta la agenda, pasa unas hojas hacia atrás.
—Mmmm, hoy te toca a vos arriba.
—Es que me hice daño en las lumbares en el gimnasio. ¿Te importa si cambiamos?
—No, querido, lo siento, los roles son los roles.
—Pero es que me duele.
—Te aguantás. No hemos escrito un libro para saltarnos las reglas sólo porque te duela la espalda, querido.
Se ríe. Tal vez no sea así. Tal vez le deje cambiar la postura. Pero es una mujer mandona, eso seguro. Lo sabe porque desde 2010 escribe solo y los títulos son mucho mejores. Socializad@s, Sociología para internautas, La sociología en tiempos de los dummies.
Se lo compra, el de los dummies, y eso refuerza su teoría de la separación, porque se lo dedica a sus cuatro hijos, que se llaman Enzo, Roberta, Mauro y Bianca, que le dan sentido a la vida, y de su esposa ni una palabra. Ja. Ella eligió los nombres, seguro. Santi es más de llamarlos Tony, Lucía, Antonio y Blanca, seguro. Más normal, menos pretencioso. Ella, además, tiene cara de soberbia. Lo sabe porque también se compró por catálogo Sexo y comunicación, para ver qué tal; le echó una ojeada, pero lo dejó arrinconado de inmediato porque no era lo que esperaba. ¿Y qué esperaba? Pues lo obvio: un análisis riguroso y exhaustivo de las cosas que se dicen para llevar a otro ser humano a la cama, de la evolución en el tiempo, de los giros en función de la geografía, de las versiones por culturas, algo útil, algo que ayudara a las jóvenes de hoy a identificar si un tipo les ofrecía amor verdadero o un polvo salvaje. Santiago Parodi, que convirtió aquella noche en una maratón de sexo y risa, habría escrito ese libro. Pero, ah, Alba Vaccaro no. Ella, con esas gafas de montura al aire que apenas si se notan en el retrato y dejan ver la frialdad de los ojos azules mirando con condescendencia a su marido, que está a su lado sonriente, feliz de haber escrito ese libro que a ella parece provocarle fastidio porque ni sonríe ni nada ni ha querido soltarse el pelo rubio, que lo lleva en una cola o un moño, porque no se ve, ha preferido escribir un tostonazo sobre el sexo en los medios de comunicación, ya ves, qué boludez, qué falta de originalidad, tantos árboles talados para eso, para satisfacer el ego de esa mujer que no se daba cuenta de que su esposo se dormía soñando con otra, como se lo había dicho bien claro aquella noche en el hotel: «Casi todas las noches, bueno, muchas noches, me duermo pensando en vos, preguntándome qué habría pasado si me hubiese atrevido a…».