No pega ojo en lo que queda de noche. Está enfadada. No con María. Bueno. También con María, pero es su enfado consigo misma lo que no la deja dormir.

Está enfadada porque se ha comprometido con María de forma precipitada, y ha permitido que María la involucre en un problema que no es suyo, y ahora no se quitará ese problema de la cabeza, como si fuera suyo, y cuando se dé cuenta de que en realidad no es suyo y vuelva a tomar conciencia de cuál es su auténtico problema, se deshinchará como un globo que explota, también precipitadamente, y le dolerá tanto que odiará a María por haberle hecho creer, durante un tiempo, que su vida era tan normal, tan anodina, que lo único que le quitaba el sueño era que una señora a la que apenas conocía llevase treinta años pegándosela a su esposo con el esposo de otra, y entonces tendrá dificultades para poder mantener el compromiso que acaba de adquirir de forma impulsiva, de madrugada, conmovida hasta la lágrima por una mujer que sufre por amor. Ay.

Se duerme, al fin, hasta que la despierta el teléfono.

—¿Giuliana?

—¿Quién habla?

—María.

—¿María?

—María.

—¿María?

—Sí, María, ¿quieres dejar de repetir mi nombre?

—Pero ¿qué hora es?

Mira el reloj al mismo tiempo que lo pregunta: las diez de la mañana. Las niñas duermen hasta tarde los domingos y muchas veces ni siquiera comen, porque se les junta el desayuno con el almuerzo y se pasan el día haraganeando por la casa, en pijama, picoteando queso o palomitas, viendo dibujos en la tele o dibujándolos ellas mismas. A última hora les entran las prisas: los deberes no están hechos, la ropa sin planchar, la casa desordenada, y entonces se convierten en un pequeño campamento militar en retreta de combate; cada una sabe lo que tiene que hacer. Ana se esmera en repasar letras y sílabas en un folio que está olvidado en su mochila desde el viernes; Marie practica sumas y restas con decimales; ella extiende la ropa que se pondrán al día siguiente, y al cabo de un rato sobreviene la calma: piden pizza para cenar, o llaman al chino, o se terminan los macarrones que sobraron ayer, y se quedan dormidas mientras ven Violeta.

Pero ese domingo, temprano, cuando la despierta María, aún falta mucho para que ocurra todo aquello.

—Las diez, ¿te he despertado?

—Sí, me has despertado.

—¿A las diez de la mañana?

Le entran ganas de colgar el teléfono, o de insultarla, una de dos. Sin embargo, lo que dice es:

—¿Cómo estás?

—Por eso te llamo.

—¿Estás mal?

—No…

Piensa que le va a decir algo sobre el mail. Sin embargo, su voz le llega tal como le advirtió, a través de la careta.

—Lo que pasa es que estoy sacando del armario la ropa de Antonio, y no sé qué hacer con ella.

No da crédito.

—¿Qué hiciste con las cosas de William?

¿Qué hizo con las cosas de William? Nada. Cada prenda sigue tal como estaba, como si fuera a regresar.

¿La ropa? Repartida: parte, la limpia, en el armario; la última camiseta que usó, bajo su almohada; el albornoz con el que se secó antes de irse al hospital cuando lo ingresaron de urgencia, tras la puerta del baño; la chaqueta que se puso aquella tarde en que salió el sol y fueron a pasear, en el perchero de la entrada, y sobre la chaqueta, la gorra de pana azul marina con la que engañaba al frío y a la calva.

¿Sus cosas de trabajo? En el despacho, tal como las dejó. Ni siquiera ha tenido que advertir a las niñas, «Niñas, no entréis aquí y no desordenéis», porque un día entró y las encontró sentadas, Marie en la silla, Ana en la alfombra de piel de vaca que se llevó de Argentina la primera vez que emigraron. Marie jugueteaba con los bolígrafos que estaban sobre el escritorio, ordenados tal como él los había dejado, y luego los devolvió al mismo lugar, todo tal como estaba. Papeles, clips, celo, rotuladores, carpetas, el listín de teléfonos, el tarjetero, la revista de motos que hojeaba de vez en cuando. Todo en el sitio preciso, como si lo hubiera dejado él.

Tan maniático del orden era. A veces bromeaba:

—Joder, si parecés el marido psicópata de la Julia Roberts.

—¿Cuál marido psicópata?

—El de Durmiendo con su enemigo.

—No jodás.

—No jodás vos con la bronca que montás si te uso el bolígrafo para anotar algo y no lo devuelvo al sitio.

—Bueno, mis manías…

—Ah, tus manías…

—Algún días las vas a añorar, cuando todo me dé lo mismo y no me provoqués reacción, y me vas a pedir: «¿No podrías retomar las viejas costumbres?».

Qué razón tenía. Ahora daría medio brazo, el brazo entero, los dos, por escucharle bramar desde la cocina:

—¡No me banco que me cambien de lugar las cosas!

O:

—¿Quién carajo me ha movido de sitio la agenda, la puta que las remilparió?

O:

—¿Cuándo van a parar de hincharme las pelotas y dejarán de tocar mis cosas?

Sus cosas. Cuánto quisiera oírle rezongar, ahora. Las toca, las mueve, las deja a posta de otra manera, revuelve papeles, saca libros de la librería y no los mete en el mismo orden en el que estaban, temático y alfabético, o los cedés, por género y nombre del artista, o las cartas, las facturas, los recibos de la luz, los seguros del coche y de la casa, y se queda mirando ese alboroto de papeles un buen rato, hasta que se cansa de esperar y se va a llorar un rato y luego vuelve y lo recoloca todo con el corazón haciéndose añicos dentro del pecho, sorbiéndose los mocos, diciendo en voz baja: «Ayayayayayayay, ay, William, ayayayayay, pedazo de cabrón, cuánta razón tenías, pero cuánta».

¿Qué más cosas dejó William? ¿El amor de las niñas? ¿El suyo? Ahí sigue, también, intacto, como si fuera a volver a reclamarlo.

Al otro lado del teléfono, María la saca de su melancolía.

—¿Las donaste?

—¿Qué cosa?

—Pues todo, no sé, la ropa. ¿La vendiste o la llevaste a una ONG? Ahora hay mucha necesidad. Igual eso es buena idea.

A pesar de que sabe que habla la actriz, está tan convencida de que esa mujer no tiene corazón que ni se lo pregunta: «¿Qué tenés dentro del pecho?».

En lugar de eso, dice:

—¿Preguntaste a tus hijos? Igual ellos quieren conservar algo de su padre.

—¿Ellos? No creo que quieran nada. Antonio no tenía cosas de valor.

—¿El reloj, la cartera, libros?… ¿Nada que quieran conservar?

—No me lo han pedido.

—¿Y qué querés hacer vos?

—Yo quiero limpiar la casa cuanto antes.

Lo dice así, limpiar la casa, como si el recuerdo de su marido fuese una mancha maloliente.

—Pero, María… Es que no hace ni dos días que fue el funeral…

—¿Y qué?

—Pues que no te precipites. Ahora estás triste, cansada… Si te deshaces de algo de lo que no quieres deshacerte en realidad, es probable que más adelante lo lamentes.

—Qué poco me conoces.

Piensa: «Mira, eso sí es verdad. No creo que seas tan hija de puta como me estás pareciendo ahora».

Resume su pensamiento:

—Mira, eso sí es verdad.

—Mientras mi marido vivió, me dediqué a él en cuerpo y alma.

—¿Seguro?

—Seguro.

—Ah, bueno, me habías hecho una impresión equivocada entonces…

—Me dediqué a él en cuerpo y alma —insiste—. Nunca le faltó nada, nunca tuvo ninguna queja, siempre estuve aquí y le apoyé cuando lo necesitó. Cuando murieron sus padres, cuando quiso dejar la docencia y se tomó un año sabático para escribir una novela, ¿quién crees que le apoyó?

—¿Tú?

—Sí, efectivamente. Yo. Y cuando luego nadie quiso publicársela y no ganó ninguno de los premios a los que se presentó, ¿quién crees que le apoyó entonces?

—¿Tú, también?

No capta la ironía, y si la capta, lo mismo le da.

—Efectivamente: yo. Paralicé mi vida. Detuve mi vida por estar con él.

—Ya, me contaste anoche cómo de detenida quedó.

Vuelve a hacer caso omiso del sarcasmo de Giuliana.

—Anoche te conté muchas cosas, y sólo te pedí una.

—…

—Y cuando estuvo enfermo… Cuando enfermó…

Pensamiento (1): «No me digas que le apoyaste».

Pensamiento (2): «Joder, pero cómo me cuesta mantenerme a tu lado si te pones así de egoísta y de mala persona».

Palabra:

—…

—Le apoyé, claro que sí.

Pensamiento (1): «Cuidado, que no te propongan para el Príncipe de Asturias de la Concordia, que te lo dan seguro si se enteran de semejante proeza».

—Pensamiento (2): …

Palabra:

—…

—Llevaba unos meses con afonía, y yo fui la que le insistió en que fuera al médico, y que fuera al médico, venga a decírselo, y él se hacía el loco, hasta que yo misma hablé con una compañera cuyo marido trabaja en el Clínico y nos citó en el otorrino, y al día siguiente, al día siguiente, Giuliana, ya le estaban extirpando el tumor.

Esta vez, su cabeza guarda un respetuoso silencio.

—Nos dieron buen pronóstico. Esto no es nada, decían, en unas semanas se habrá olvidado del asunto. Le operaron con láser y le quedó una ronquera un poco mayor que la que tenía antes. Pero él se vino abajo, se hundió, no hacía más que pensar en la muerte, en su muerte, no hacía más que lamentarse… Y yo le animaba, le pedía que fuese fuerte, le prometía cosas… Me impliqué en su recuperación, en todo el proceso, quise saber cómo era cada momento para apoyarle, me involucré todo lo que pude, formé parte de los grupos…

—¿Qué otra cosa podrías haber hecho?

—Nada, nada más…

—Yo hice lo mismo por William, excepto lo de los grupos.

—Pero tú amabas a William, y yo no.

Pensamiento: «¿Y? ¿Crees que tienes más mérito que yo?».

Palabra:

—¿Y?

—Pues que ahora quiero recuperar mi vida, Giuliana.

—¿Y eso implica tirar sus cosas?

—No las quiero tirar. Las quiero llevar a donde sean de provecho. A Cáritas, por ejemplo. Donde sirvan de algo.

Pensamiento: «¿Donde Antonio sirva de algo?».

Palabra:

—¿Donde Antonio sirva de algo?

—Sí.

—¿Y para qué te va a servir a ti?

—¿Para qué?

—…

—Para ser feliz.

—…

—Giuliana…

—…

—Yo sé que te parezco lo peor, y es probable que lo sea. Sí. Seguro que lo soy. Pero ¿sabes una cosa?

—…

—Que tengo cincuenta y seis años. Que tengo tres hijos que me quieren mucho y todo lo demás, pero que hacen su vida, que se van a sus casas y me dejan en la mía con mi dolor, y les da igual si es mucho o si es poco, porque piensan con razón que bastante tienen con el suyo…

Giuliana no puede evitar decir:

—Los hijos actúan por imitación.

Desde la cama escucha el sonido de la bofetada que le acaba de dar a María a través del teléfono y casi casi es capaz de verla trastabillar allá, en su casa.

Tarda unos instantes en reponerse. La imagina colocándose el cabello en su sitio, tragando saliva, apretando los puños y esforzándose en no colgar. Quién sabe por qué necesita explicarse.

—Sí. Fui una mala esposa y seguramente una mala madre. Pero aun así…

—…

—Aun así miro hacia delante, hacia el futuro, y no quiero pasar el resto de mi vida tal como he pasado la vida hasta ahora.

—…

—¿Tan difícil te resulta de entender?

—¿Y para qué necesitas que yo lo entienda? ¿Qué más te da a ti que yo lo entienda o lo deje de entender?

—…

—…

—No sé por qué, no tengo ni idea de por qué, pero es lo que me pasa… Necesito que me entiendas, que la única persona en el mundo con la que me he mostrado tal como soy de verdad no me juzgue y, si me juzga, necesito que no lo haga severamente…

—Pero ¿tú te estás oyendo?

—…

—Eres muchas cosas, María. Eres la madre de alguien, la hija de alguien, la amiga de alguien, la vecina de alguien, la clienta de alguien…

—No te entiendo…

—Dices que soy la única persona ante la que te has mostrado como de verdad eres sólo porque me has enseñado una parte de ti, y una parte no hace un todo… ¿Piensas que sólo eres la amante de Tony?

Silencio al otro lado. Un instante.

—Es lo que más me importa. A veces, lo único que me importa.

Silencio a este lado. Un instante.

María inspira un par de veces, para meterse de nuevo en su papel.

—Yo no soy como tú, Giuliana.

—No es un mérito serlo. Cada uno es como es.

—No lo digo por eso.

—¿Por qué, entonces?

—Yo no puedo llorar a Antonio como tú lloras a William.

—Pero eso no es porque no seas como yo. Imagina que hubiera sido Tony en lugar de tu marido.

—Yo quise a Antonio.

—No como a Tony, por lo que veo.

—Lo suficiente para quedarme con él. Y si no hubiera muerto, seguiría con él hasta el final. Nunca habría querido lastimarle.

Pensamiento (1): «Mejor pegársela con otro, qué buena sos».

Pensamiento (2): «Joder».

Palabra:

—…

—Yo veo tu perfil, veo a William diciéndome las cosas que tú me dices y a veces entro en el suyo.

—…

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—Puedes.

—¿No te parece morboso?

Pensamiento: «Reverenda hija de la gran puta, cómo te atreves a decirme eso».

Palabra:

—No.

—¿No te da miedo que alguien piense que sigue vivo?

Pensamiento: «Para mí sigue vivo».

Palabra:

—No.

—…

—Hace poco llamó a la casa un compañero de habitación de uno de sus ingresos para saber cómo andaba Will. Tuve que decirle que se había ido. Pero por un momento… fue como si estuviera aquí todavía, como si pudiera decirle: «Espera un momento, que anda en el baño, ahora te lo paso…».

—Pienso mucho en ti, y pienso: «Joder, yo no podría hacerlo».

Le dan ganas de contestarle: «Yo tampoco podría hacerle a Will lo que tú le hiciste a Antonio».

Pero le viene a la mente la imagen de Santi besándole todo el cuerpo en aquella habitación de hotel. Le viene a la cabeza la imagen de ella arrastrando los pies como alma en pena por la paralizante tristeza de saber que nunca más tendría a Santi ni a su lado ni encima ni dentro. Se pregunta qué habría hecho ella si la vida no le hubiera revuelto las prioridades en forma de enfermedad y de muerte y le hubiese colocado el deseo abajo y el amor arriba. Qué habría pasado de no haber tenido a Santi a miles de kilómetros, si hubiera sido tan sencillo como sacar ese papel del monedero, ese en el que está apuntado su teléfono, y llamarle. «Qué hacés. Te extraño.» Qué habría pasado. Cuántas veces habría pasado. Cuántas mentiras para cubrir las mentiras habría tenido que inventar. Cómo habría gestionado esas dos formas de amor. Cómo habría podido hacer convivir ese sentimiento nuevo con el otro, viejo y gastado. Cómo le habría sostenido la cabeza a su marido sin sacarse a Santi de la suya con microcirugía para no dejar ni un resto, ni un rastro, nada. Qué pasaría si, algún día, respondiera a la llamada. Qué le diría. «Me operé mal. Sigues ahí, ahí dentro.»

Quién es ella, se pregunta, para juzgar a María.

Lo sabe.

Lo dice:

—No soy nadie para juzgarte.

—¿Nunca te has preguntado qué habría pasado si William no se hubiera puesto enfermo?

Se pregunta si piensa en voz alta. No dice nada.

—¿Qué habría sido de vosotros? ¿Crees que, si hubiera continuado vivo, seguiríais juntos? ¿Nunca lo piensas?

Sí. Se lo ha preguntado. Muchas veces.

—Llévala a Cáritas, la ropa. La que esté en buen estado. Lo van a agradecer.

—¿Y lo demás?

—Llama a tus hijos, que se repartan lo que quieran y, lo que no quieran, que se lo repartan también. Diles que te lastima tenerlo en casa, que te trae recuerdos, que quieres que ellos compartan también lo que su padre dejó.

—¿Y las fotos?

—Dáselas a los chicos.

—Está bien.

—Sí, eso está bien.

—Necesito ser feliz…

—…

—¿Lo entiendes?

Hablan unos segundos más, del tiempo, del invierno que se va, de las fallas que llegan cargadas de ruido, de naderías, sin que Giuliana responda a esa pregunta. Sin que le diga que sí. Que la entiende y que entenderla le añade daño al daño.

Se inventa que las nenas se despertaron y cuelga apresuradamente.

Siente un pinchazo, leve, familiar, en el corazón, y acude a lo único que sabe que va a calmar un poco ese dolor.

Así que se pone una careta parecida a la que debe de usar María, enciende el ordenador, y escribe.

Giuliana Di Benedetto con William Kesselman

5 de febrero de 2012

Si las cosas hubiesen sido de otra manera, hoy tendría que decirte ¡¡FELIZ CUMPLE!! ¡¡FELICES 48!! Pero no pudo ser, así que en lugar de festejar he decidido homenajearte en el día que te vio nacer, y que a pesar del paso del tiempo tus hijas y yo seguiremos recordando como siempre, y la gente que te quiere también; imaginate que ayer llamaron Roberto y Mariano… Cumpleaños tuyos, recuerdo varios, pero el del año pasado fue especial: te habían dado el alta y estabas con muchos proyectos, con muchas ganas de seguir cumpliendo años, o al menos de llegar al festejo de los 48. Me costó mucho sentarme a escribir estas líneas, será que aún hoy no tengo consuelo para afrontar tu partida, aunque la vida sigue y nosotras con ella, por eso, como me dijo Ana ayer: «Vamos a celebrar el cumple de Tati», así que, dentro de un rato, llegará el turno de soplar las velitas y comer la tarta, y seguiremos honrando tu memoria de la misma manera que viviste tu vida: luchando hasta el final y con la frente bien alta, tratando de poner una sonrisa aunque por dentro me esté rompiendo.

Porque, ¿sabés?, así es como me siento desde que hace seis meses te vi partir, y sentí que no eras solamente vos el que dejaba de respirar… En tu caso, cuando tu corazón dijo basta, fue para poder viajar a otro… estrato, dimensión, vida, no sé ni cómo llamarlo. En cambio, para mí, a pesar de que no respiré profundamente durante varios meses, un día sentí que respirar más fuerte era la única manera de seguir adelante, y me dejé llevar (aunque a veces siento que sos vos el que me empuja).

No te voy a mentir, hay días buenos y otros no tanto, como anoche, que me largué a llorar delante de tu urna y cuando me di cuenta eran las tres y diez de la madrugada (¡ohh, casualidad!, la hora de tu partida). Pero, como dicen por ahí, la vida es movimiento, y para mí y para nuestras hijas vos representabas el movimiento en nuestra familia, así que decidimos seguir moviéndonos para honrarte cada día. No es fácil (nadie dijo que lo fuera), pero vale la pena intentarlo, porque, a pesar de todo, la vida merece la pena ser vivida, y vos fuiste, sos y serás nuestro mejor ejemplo. Comparto con vos como regalo esta canción de Fito, ¿te acordás? Nos gustaba, los Fitipaldis también. Fingiremos que la oímos juntos. I love you so much.

«Muchas veces me pregunto: ¿qué estamos haciendo acá?

Dejo de pensar y veo que, al final,

siempre estarás, siempre estarás en mí.

He llegado a no escucharte y tocar a fondo.

Tanta inmensidad, perdidos de verdad aquí;

y es que siempre estarás, siempre estarás en mí.

Una voz, como un sentimiento, como una canción;

algo más que me ayude a despertar,

a seguir, a no bajar la guardia, siempre a seguir,

no esperes, no te enseñaré a vivir.

Movimiento, las cosas tienen movimiento;

la oportunidad de estar en libertad,

es que siempre estarás, siempre estarás en mí;

como un soplo, como una lluvia o como un rayo de luna

oxigenarás mi vida hasta estallar…,

y es que siempre estarás, siempre estarás en mí.

Una voz, como un sentimiento, como una canción;

algo más que me ayude a despertar,

no esperes, no te enseñaré a vivir.»

En menos de diez minutos, cuarenta y siete personas han pulsado la opción del «Me gusta» y sesenta y siete han dejado comentarios de ánimo en diferentes idiomas.

La careta ha funcionado.

Santi se va.