María cambia otra vez la foto de su perfil. Ahora ya no es la del día de su boda con Antonio ni la de sus pies dejando huellas en la arena de la playa. Ahora, un sol que amanece sobre un mar en calma, le advierte de que María Martín le ha mandado un mensaje y le dice, además, que el proceso del duelo para ella será totalmente distinto que para el resto.

Cada uno lo vive a su manera, le dijo Carmina Palau hace unos meses, y es cierto. Hay quien se abre como se abren las flores a los demás, y ésa es su bendita suerte: se dejan consolar, se dejan abrazar y abrazan, y dan permiso a los demás para que les sequen las lágrimas y les limpien los mocos y les aseen la casa y les llenen la nevera y les entretengan a los hijos y les saquen a los perros a pasear, mientras ellos se quedan en la cama y lloran hasta que se duermen y sueñan que todo es un sueño y cuando se despiertan vuelven a llorar hasta que se quedan dormidos de nuevo con la tranquilidad de tener la casa llena de gente y las necesidades cubiertas, hasta que salen a la calle y los gestos de cariño son como un bálsamo, como una red sobre la que cae el trapecista que no ha podido ejecutar la pirueta con éxito.

Otros, como ella, se muestran cautos con los gestos de cariño, no por frialdad, sino porque temen que un abrazo pueda resquebrajar el muro de contención que se han fabricado para poder secarse las lágrimas, limpiarse los mocos, asear la casa, llenar la nevera y entretener a sus hijas hasta poder meterse en la cama y soñar que todo ha sido un sueño. Bueno. Tampoco es exactamente su caso. Ella no sueña con Will. No ha vuelto a soñar con él desde el día del funeral. Le siente a diario, a su lado, le nota, le escucha, pero en sueños no la visita, y eso le jode, porque en sueños podría sentir que todo es verdad y despierta sabe que es su mente la que la engaña para que, si el trapecista se cae, no salte al vacío sin que haya una red. Will se ha marchado. Will no está muerto. Llena la nevera. Ojalá soñara con él. Ojalá pudiera.

Muchos de sus amigos virtuales han perdido a sus seres queridos. Lo sabe porque dejan de ser ellos y se apoderan de la identidad del que se ha marchado durante un tiempo, que suele ser largo. Cuando ella se abrió la cuenta, no dudó sobre qué foto la definía. William la definía. Toda ella era William, cada milímetro de su piel, cada una de sus células, cada uno de sus huesos, cada centilitro de su sangre o de su agua, cada pensamiento, cada acción.

En alguno de los grupos a los que pertenece, han comentado el tema alguna vez y la respuesta siempre es la misma: no hay motivo para hacerlo. Hay necesidad de hacerlo. De tener sus ojos, su color de pelo, su tono de piel, su sonrisa, sus dedos como anteojos.

Por eso le sorprende tanto que en tan poco tiempo María borre la huella de su marido y le escriba un mensaje que no lee porque es demasiado largo y le da pereza, hasta que llega la madrugada y la encuentra como siempre, desvelada, y se conecta de nuevo.

María Martín Martín

02/02/2012 21:04

Llevo varios días dándole vueltas a lo que me dijiste en la puerta del tanatorio. No te debo ninguna explicación, ni te conozco de hace tiempo, ni eres mi amiga ni mi jueza. Sin embargo, Giuliana, me abrazaste, y yo sé que tú no abrazas nunca y me siento deudora por eso. Tal vez te parezca raro que quiera contarte esto. Seguramente es raro. Llevo callando toda la vida, o eso es lo que me parece a mí en este momento, que llevo toda la vida guardando silencio, haciendo lo que se espera de mí, o lo que yo suponía que se esperaba que hiciera, porque, en realidad, nadie me dijo «Ve por aquí» o «Ve por allí», pero a veces nosotros mismos jugamos en nuestra contra, nos exigimos lo que nadie nos exige. A mí nadie me dijo: «Sé infeliz, vive la vida que no quieres vivir, deja pasar un año tras otro, sé cada vez más desgraciada, siéntete permanentemente dentro de un traje que te viene pequeño soñando un sueño que te queda grande, espera a que el destino te abra las puertas que tú te cierras, finge que todo está bien; no, mejor, finge que todo es perfecto; no, mejor, finge que tú eres perfecta, quizás así nadie se dé cuenta». Finjo tanto, desde hace tanto tiempo, que ya ni sé quitarme la careta. Actúo todo el tiempo, soy capaz de seguir actuando ocurra lo que ocurra, como esos actores que salen al escenario cuando todo el mundo sabe que han sufrido una tragedia inmensa, que han perdido a su madre o a su hijo, pero en mi caso sólo yo valoro el mérito de mi prodigiosa interpretación. No me quejo. No me siento sola. Estoy acostumbrada. Llevo así media vida y he aprendido a vivir con normalidad la completa anormalidad. Pero ese abrazo, Giuliana… Tú lo sabes. Tú te has dado cuenta. Por eso quiero explicarte, contarte, yo qué sé, que las cosas pasan y pasan cuando menos te lo esperas, que acabas haciendo lo que pensabas que nunca harías, o lo que siempre habías criticado, y te das cuenta de que, de no pasarte a ti lo que te está pasando, de pasarle a otra persona, te sería fácil juzgar, y sería fácil que fueras injusta, porque las cosas suceden muchas veces al margen de nuestra voluntad…, y eso no nos hace ni mejores ni peores. Si te dijera eso, no te mentiría. Las cosas ocurren inesperadamente, te vuelven del revés, te cambian por dentro aunque por fuera seas la misma persona. Eso es así. Pero no es sólo eso lo que me pasa a mí. Yo dejé que me pasara, poco a poco; yo no calibré la envergadura que acabaría tomando ese sentimiento que nació como si no fuera nada, un deseo que no era ni siquiera malo porque entonces todos éramos jóvenes y éramos modernos y la infidelidad no se llamaba infidelidad sino relación abierta. Ya ves tú, y cuando me quise dar cuenta, no era infidelidad sino vida paralela, esquizofrenia pura, locura de amor. Lo que me dijiste, lo que dijo tu amigo, es verdad. Tony y yo estamos juntos. No me gusta usar la palabra «amantes». Es tan despectiva… No pienso en nosotros como amantes, aunque nos amemos. Pienso en nosotros como un hombre y una mujer que no supieron tomar las decisiones adecuadas en su momento y que ahora pagan las consecuencias de aquella cobardía. Suena a culebrón. Pero es que mi vida es un culebrón, y no precisamente de los buenos. Mi culebrón está lleno de mentiras completas, de medias verdades, de lágrimas, de sentimientos encontrados, culpables a veces, temerarios, otras. Pienso en Tony como alguien que entró en mi vida cuando los compromisos ya se habían adquirido. Sí. Ya sé que podría haberlos roto, que no habría sido ni la primera ni la última, que no soy mi madre ni mucho menos mi abuela, que podría haberme separado, o mejor, que podría no haberme casado con Antonio. Pero es que… no sé ni cómo pasó, pero pasó que pasó el tiempo, mucho, de repente, te lo juro, de repente. Yo tenía diecinueve años y enrollarme con otro que no era mi novio me pareció lo más transgresor del mundo, lo más moderno. No me daba reparo que fuera compañero de clase, amigo de mi novio, un bala perdida que se acostaba con cualquiera que se le pusiera por delante, yo y cien como yo. Todo me daba lo mismo. Nada me daba miedo. Pero yo dejé de tener veinte años y todo dejó de ser excitante y divertido y me encontré con que tenía treinta y un hijo, y luego treinta y dos y dos hijos y luego treinta y siete y tres hijos, y pensaba cómo me voy a separar ahora de Antonio, con todos estos niños, con todo este lío de horarios, de clases, de pañales, de papillas, si para lo único que tengo cabeza es para encontrar un hueco entre una cosa y otra y escaparme con él, y verle, y tenerle cerca… Porque no siempre hemos estado juntos en estos… ¿treinta años? Él me tomaba, me dejaba, sin traumas. Venía, se marchaba, con la certeza de que yo siempre estaría en el mismo lugar, dispuesta. Viajó por el mundo, hizo grandes cosas, fue maestro en India, en Perú, en las chabolas que nos hacen volver la cara cuando vemos los poblados desde el coche. Y nosotros, en cambio… Antonio enseñaba matemáticas en el instituto del pueblo de al lado y su única aventura era no perder el tren de vuelta a casa para llegar a la hora de comer, y yo criaba a mis hijos y enseñaba a los hijos de otras a contar hacia atrás, venga, como los astronautas. Le admiraba. Le envidiaba.

La vida da muchas vueltas para acabar volviendo siempre al punto de inicio. ¿Y cuál es ese punto? Finalmente Tony se cansó de vagabundear y regresó a casa. Se enamoró de una cooperante a la que doblaba la edad, se casó con ella y se desenamoró casi con la misma velocidad que todo lo demás, o eso me dijo, y yo le creí porque siempre me había dicho las cosas como eran hasta entonces. «Esto no es amor —me decía—, esto es sólo sexo», y yo le decía que sí, que claro que sí. Que yo estaba enamorada de mi marido, le decía. Que no dejaría a mi marido por nada del mundo, le decía. Que tener sexo con él mejoraba mi relación, que Antonio y yo éramos una pareja abierta, moderna, libre, sin ataduras morales, hijos de la revolución de los sesenta. Que si en algún momento creía que en lo nuestro mediaban los sentimientos cortaría esa relación, le decía. Pero, en realidad, si alguna vez me hubiera dicho… Si alguna vez me hubiera dicho no puedo vivir sin ti, necesito tenerte conmigo… Y un día, después de hacer el amor, mientras me acariciaba la espalda, lo supe, por esa mirada, lo supe, Giuliana, que sentía lo mismo que yo, y desde entonces todo cambió. Más de quince años después, todo cambió. Hace quince años, todo cambió. Si antes de ese momento creí que era feliz estando con él, que estaba enamorada, que le añoraba, que le necesitaba… Ah, amiga, qué equivocada estaba, porque fue desde entonces, desde entonces… Vivir esperando, vivir añorando, vivir engañando.

Y así, con esa necesidad enfermiza, me dieron otros tantos años más. A veces pensé en dejarle. A veces le dejaba. Estaba más tranquila, más centrada. Sí. Pero era tan infeliz. Él, estar con él, pensar en estar con él, anticiparme al momento, imaginarlo, recordarlo cuando ya había pasado, figurarme cómo y cuándo sería el próximo, Giuliana, me hacía tan tan feliz que compensaba todo lo demás, la sensación, la certeza, de ser un fraude, de mentir a quienes más debería querer, y a quienes más quería, porque… ¿sabes qué? También le quería, a Antonio. No como a Tony. Pero le quería.

Los críos se hicieron grandes y empezaron las carreras. Cómo voy a separarme ahora. El mayor se echó novia, y la novia le partió el corazón porque le engañó con otro. Cómo voy a separarme ahora. El menor se puso enfermo, iba retrasado en los estudios, cómo, pero cómo, pero cómo voy a separarme. Si ya tengo cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y dos. Si mi marido está enfermo. Si su mujer tiene un tumor. Si la vida nos ha dado lo que pedíamos, malditos seamos. Si ya no es preciso que lastimemos a nadie. Si el destino ya nos ha lastimado lo suficiente a todos.

Un culebrón, de los malos, ya te lo he dicho.

Me acostumbré a vivir esperando que pasara algo, que alguien tomase las decisiones por mí. Que Antonio se diese cuenta de que no le amaba, que se enamorase de otra, que Tony comprendiese que no podíamos seguir así y me diese un ultimátum, que su mujer se liase con su profesor de yoga y así fuésemos libres los dos.

Alguna vez bromeábamos: cuando seamos viudos, cuando nadie tenga que sufrir, cuando tengamos que ponernos la dentadura postiza para decirnos «te quiero», pero no pensábamos que el destino iba a tomarnos la palabra de esta manera. Mi marido ya está enterrado. Ahora sólo queda la suya. Y luego…

Mañana, o pasado, o cuando volvamos a vernos, probablemente vuelva a llevar puesta la careta. Vuelva a ser fría, vuelva a querer ser perfecta, vuelva a ser una gran actriz. Pero, aunque no lo demuestre, yo sabré que alguien lo sabe, sabré que tú lo sabes, y podré descansar, un poco, podré sentirme un poco mejor.

¿Puedo contar con eso?

¿Puedo contar contigo?

Giuliana termina de leer y contesta de forma automática.

Giuliana Di Benedetto

02/02/2012 02:04

Sí.