Recibe una carta de la mutua en la que le reclaman que demuestre que William está muerto.

No es la primera vez que desde fuera se lo recuerdan, que ya no está. Ha tenido que anular visitas concertadas seis meses atrás con María, la higienista dental de la clínica Buitrago, porque William tenía la boca podrida y las encías débiles; ha tenido que pagar tratamientos al quiromasajista que olvidaron cancelar; ha tenido que explicar a la recepcionista de un hotel en Palamós que el fin de semana pasado no pudieron acudir a la habitación reservada por el señor William Kesselman un año atrás porque el señor William Kesselman había querido sorprenderla con un fin de semana romántico sólo para ellos en el mismo cuarto en el que Truman Capote había escrito parte de A sangre fría, como si a ella eso la fuera a impresionar, como si no fuera a tener suficiente con dormir a pierna suelta la noche entera y hacer el amor sin interrupciones, sin saber que no podría llevar a cabo tal plan porque se lo llevaría la muerte. En todos los casos, al otro lado se producía un silencio cómplice que venía a decir un poco «Tierra, trágame» y al mismo tiempo «Señora, la comprendemos, pero igual nos tiene que abonar el importe, porque es política de la empresa y blablablá», y a veces se desdecían, compungidos por la desgracia de la viuda de William Kesselman, y declaraban: «¿Sabe?, no se preocupe de nada y la acompañamos en el sentimiento», y otras veces su consuelo se quedaba en ese instante de complicidad silenciosa y añadían: «¿Cómo efectuará el pago?, ¿por transferencia?». Y ella los comprendía, aunque se cagaba en ellos, porque pensaba que sólo cumplían órdenes frías, y porque la vida seguía, y porque a ella el dinero del hotel o del tratamiento o de la periodoncista le daba lo mismo, porque el dinero no era su problema.

Las niñas cobran pensión de orfandad de Estados Unidos; ella percibe la de viudedad de España y la de su país, y le quedan los ahorros que William guardó como una hormiga, un poco de acá, otro poco de allá, las rentas de las inversiones, los bonos y los dos departamentos que compraron hace cuatro años, cuando acertaron una primitiva con los números que las niñas fueron diciendo al tuntún. En realidad, sólo decía números Marie, que tenía seis años; Ana, que tenía poco más de uno, sólo decía algo parecido a «agua» cada vez que le pedían:

—Ana, decí algo, bonita.

—Agua.

Marie traducía:

—Ha dicho diez y veinte.

Y ponían treinta.

—Agua.

—Ha dicho dos.

Y ponían dos.

Y así acertaron cinco de los seis números premiados, y también el complementario. Pensaron que la vida no les podía ir mejor. Que estaban en racha. Que eran afortunados. Que se comprarían dos departamentos, uno en la playa y otro en la nieve, y que se dedicarían a vivir la vida padre siempre que les viniera en gana.

Nunca fueron, nunca tenían tiempo, o les daba pereza meterse en el coche y conducir, y se quedaron sin las risas que tendría que llenarlos, sin la arena de la playa que se les debería haber quedado pegada en las chanclas, sin las gotas del agua de la nieve derretida que mojaría la entrada y tal vez los haría resbalar y caer, sin las migas de pan que se colarían por las ranuras del sofá y sin la moneda perdida bajo la cama que un día, al barrer, encontrarían, para regocijo de las niñas, que dirían: «Vamos a cenar fuera», aunque la moneda fuera de cinco céntimos, porque para ellas sería como si hubieran descubierto un tesoro.

Una mañana, con William ya enfermo, tomaban café frente al colegio de las niñas y en el sobre del azúcar leyeron una frase de Confucio: «Todos tenemos dos vidas. La segunda empieza cuando nos damos cuenta de que tenemos solamente una».

Le mostró el azucarillo.

—¿Viste?

Ella asintió con la cabeza. Él pareció estar meditando algo trascendente. Al cabo de un rato, dijo:

—¿Por qué no alquilamos lo de la playa y lo otro?

Ella se sintió momentáneamente irritada, porque esperaba algo del tipo:

—Deberíamos aprovechar cada segundo de nuestra vida, amor.

O:

—Sos lo más importante de mis dos vidas, de la de antes y de la de ahora.

O:

—Terminate pronto ese café con leche y vamos a casa a pegar el polvo de esta vida y de la otra, querida esposa mía.

Así que contestó enojada:

—¿Vos sos pelotudo todo el tiempo, o parás para comer?

Como él se rió, la conversación no terminó en bronca. Ahora se alegra, porque odia recordar los enfados absurdos que provocó o no supo evitar, y porque a resultas de aquel sobre de azúcar ahora viven holgadamente sin que ella tenga necesidad de trabajar. Que no le da miedo el trabajo, ojo. Pero, por el momento, prefiere dedicarse a cuidar a sus hijas; a levantarse y hacer el desayuno y el bocata para el descanso del recreo; a llevarlas al colegio de la mano y sentir sus manitas dentro de las suyas; a hacerles siempre sus comidas favoritas; a volver a llevarlas al colegio de la mano y sentir sus manitas dentro de las suyas; a esperar que pasen dos horas y volver a recogerlas, para sentir su mano, otra vez; y al día siguiente, vuelta a empezar, porque cuidar de sus hijas es la única manera que encuentra de cuidar de ella misma, de seguir ahí, una mañana y otra mañana y otra mañana más, por insufrible y larga y triste que haya sido la noche que la ha precedido.

No precisa trabajar para vivir; para vivir necesita sentir la piel de sus hijas, nada más, y William se encargó de que pudiera hacerlo, no sólo el día que leyó aquello de Confucio, pero sobre todo aquel día.

—La vida parece larga hasta que empiezas a ver el final del camino.

Aunque tal vez ya las decía antes; ahora le parece que soltaba frases así desde el puñetero sobrecito.

—Vos no estás en ese punto.

—El tratamiento no parece dar resultado.

—Eso no es verdad.

—Sí es verdad.

—Los médicos dicen que va más lento de lo que parecía, nada más.

—Yo sé lo que digo.

—¿Sos adivino, ahora?

—No soy adivino. No digo que me vaya a morir.

—Entonces, ¿qué decís? ¿Qué es todo ese rollo del final del camino? ¿A qué viene? Hablás como el Pequeño Saltamontes de Kung Fu.

—Sólo digo que esto no va a durar siempre.

—¿Qué cosa?

—La vida, que no vamos a vivir siempre.

—Me rompés las pelotas cuando te ponés así, tan trascendental…

—No hablo de filosofía, sino de plata. Lo que digo es que tenemos que procurar que, si pasa algo, a vos, a mí, a los dos, lo que sea, las nenas no tengan de qué preocuparse, dejarles una herencia.

En la mutua dan una dirección de internet donde puede verificar los datos que se le piden, y también le sugieren una visita física a las oficinas más cercanas, donde ha de aportar el certificado de defunción de su esposo, así como otros documentos, como la partida de nacimiento, su última o últimas nóminas, su carta de empadronamiento, su acta de matrimonio o el libro de familia. En suma, mostrar que vivió y que luego murió para que a ella la mensualidad le salga (un poco) más barata. O para que no le pongan una penalización. O quién sabe para qué (coño) la vienen a molestar.

Ella no tiene ni idea de lo que le pasará si no contesta. La única declaración de su vida se la hizo a William cuando le pidió que se casaran.

—Mirá, si nos vamos a ir del país, ¿no sería mejor que nos casáramos?

—Yo no creo en la máquina de la burocracia.

—No, si yo tampoco creo, ni quiero formar parte del sistema patriarcal, ni tampoco tengo ganas de pasar por la rueda que impone la sociedad, hacer las cosas porque todo el mundo las hace…

—¿Entonces?

—Es que si nos vamos a Estados Unidos… Imaginate, no sé, que yo no tengo laburo y vos sí, tendrías un seguro médico y yo no… No sé… Si me ocurriera algo…

—Ya, flaca. Pero de momento tenés salud y vivimos en Argentina. Lo de emigrar es un proyecto nomás, una idea, un sueño loco…

—Sí, pero yo te lo voy diciendo ya, porque creo que deberíamos pensarlo, si el proyecto se va materializando, si finalmente decidimos empacar las cosas y lanzarnos a la aventura…

—Lo mejor es que vayamos viendo las cosas según salgan.

—Sí, sí, mi amor, en eso estamos de acuerdo, pero es que organizar una boda no es tan sencillo, lleva su tiempo, sus trámites…

—¿Sí? ¿Cuántas has organizado vos? ¿Estuviste casada antes?

—Burlate, burlate… Yo sólo digo que, si nos vamos, es porque vos tenés trabajo allí y yo no, y no quiero sentirme vulnerable allí, en un país que tiene tan poca cobertura social. Qué sé yo, imaginate que me quedo embarazada… Una pobre inmigrante sin laburo, nos casamos apresuradamente, nos descubren, me deportan, nuestra familia se rompe, no ves crecer a tu hijita, ella queda traumada por hacerse grande sin la figura paterna, y todo por tu negativa a firmar un papel de mierda…

—Ah, bueno, si me das una hembra no me importa… Distinto sería si fuera un varón. Por un varón yo me caso con vos hoy mismo, si es necesario…

—Si es así, mi cuerpo se abrirá para entregarte el regalo de un nene que herede tu nombre: Guillermo Esteban Kesselman…

—¿Guillermo? ¿Por qué Guillermo?

—Para no duplicar tu identidad. Será tu heredero, no tu suplantador.

—¿No será que me amás tanto que te has vuelto burguesa?

Ahí vino el avance de la declaración.

—Sí, la realidad es que te amo, tanto…

—Pero yo no necesito firmar un papel para demostrarte mi amor.

—Ni yo. No se trata de demostrar, sino de facilitar. De verdad te amo, y de verdad pienso que la vida será más sencilla si nos casamos.

—¿Y si no nos vamos?

—También lo será. Si tenemos hijos, si enfermamos, si viajamos, si compramos un departamento, si somos estériles y pretendemos adoptar, si queremos imponer un dinero a un plazo fijo…

—¿En serio, creés eso?

—Lo creo en serio.

—…

—Y en serio creo también que no me importaría congregar a todos nuestros amigos, los más queridos, a algunos familiares, los más cercanos, y festejar que estamos bien, que estamos juntos, que estamos felices, que tenemos un proyecto de vida en común en el que se incluyen viajes y bebés y broncas y reconciliaciones, y sueños y pesadillas, y qué sé yo…

—Pero yo no necesito demostrar nada a nadie.

—¿Oíste que dije «festejar»? Nadie habló de «demostrar», sólo vos, que sos un pelotudo antisistema para unas cosas y un carnero que no se sale de la manada para otras.

Zanjaron el tema como solían (con un enfado), pero a los pocos días encontró un pequeño paquete de regalo en el suelo de la cocina, del tamaño de una caja de fósforos, y pensó que William quería hacer las paces apelando a aquella vieja broma que ella y su madre gastaban al mundo cuando era una niña. Le enterneció que lo recordara, y le perdonó en ese instante. Despegó el papel con cuidado, sin romperlo y, en efecto, dentro había una caja de cerillas, en cuyo interior no encontró una nota pidiendo perdón o llamándola tonta o boluda, sino dos alianzas pequeñas, doradas, una con un brillante y el nombre de él grabado dentro y la otra, más grande, con su nombre, Giuliana.

—La grande es la mía —le dijo William desde la puerta.

Ahí vino la declaración.

—Te quiero, William. Tenés que saber que te amo como no voy a amar a nadie más en toda mi vida. Y no te prometo que te voy a hacer feliz a cada rato, porque sabés que mi carácter anda putrefacto, pero sí te doy mi palabra de que voy a tratar de hacer que estemos bien todo el tiempo que estemos juntos. Y si alguna vez te desenamorás de mí y querés romper esto que hacés nada más que por darme el gusto, no voy a ponerte trabas, ni a complicarte la vida ni nada. No querré la mitad de tu dinero ni te impediré ver a nuestro varoncito. Seré una tremenda esposa y una exesposa todavía mejor, ya vas a ver.

El resto de las declaraciones fueron cosa de William; declaró que no atentarían contra el presidente de Estados Unidos cuando finalmente emigraron; declaró los impuestos federales y estatales en Florida y se encargó de la renta en España; declaró la situación de los vehículos cuando los coches chocaban, (casi) siempre por imprudencia de ella que manejaba (casi) siempre despistada. De haber podido, habría rellenado su propio certificado de defunción. Causa de la muerte. Hora de la muerte. Antecedentes. Edad. Fallo multiorgánico. 3.10 a. m. Cáncer de páncreas. 47.

Le piden pruebas de que William vivió y murió. Va al despacho y rebusca una ficha entre las fichas que llenan los ficheros de William. La busca. La encuentra. La lee. Cómo no. Hace veintiún años, William destacó la frase que ahora ella necesita para explicar que su marido existió. La prueba de que el Principito ha existido está en que era un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es una prueba de que se existe.

Escribe una lista.

En otro folio, trata de apuntar otras diez pruebas, en este caso, que demuestren que William murió.

Copia los dos documentos en uno nuevo y lo envía por e-mail a la dirección en la que la mutua recibe las sugerencias y las quejas de los contribuyentes.

Estimados señores:

Soy viuda desde hace poco menos de seis meses.

Mi marido falleció tras año y medio tratando de luchar contra un cáncer de páncreas.

En ocasiones, pensamos que estábamos ganando la batalla, pero no era más que una ilusión.

Al principio, sólo fue un tumor en el colon, pero hizo metástasis el bicho cabrón.

Mi marido era quien hacía siempre las declaraciones de Hacienda a través de las cuales les enviábamos prácticamente la mitad de lo que ganábamos.

No crean que me quejo. Entiendo que los tratamientos a los que sometieron a mi esposo, ya muerto, se pagaron con esa plata. También el colegio al que van las nenas, las dos hijas que William dejó huérfanas.

La cuestión es que llevé todos los documentos a la gestoría para que un profesional me rellenase absolutamente todos los papeles susceptibles de ser rellenados, y no entiendo bien qué nuevas pruebas me andan pidiendo ahora.

Así que aquí les mando esto, por si acaso lo consideran probatorio de la vida y de la muerte de William Kesselman.

1. Fue el menor de cinco hermanos y nació ochomesino por una indigestión de la madre. Pensaron que tenía un cólico y en realidad estaba de parto. Bromeaba sobre el tema. «No sé si mi mamá me parió o me cagó», decía.

2. De chico quiso ser bombero, piloto de aeroplano, inventor, cantante, fisioterapeuta y rabino. Conforme creció, dejó de querer ser rabino, fisioterapeuta, cantante, inventor, piloto de aeroplano y bombero. En verdad quería dedicarse a recoger cartones, a beber todo el tiempo y a leer de vez en cuando, siempre que la borrachera no se lo impidiera. Pero, si le preguntaban, respondía: «Quiero ser escritor», porque era lo más parecido a decir «Quiero ser lector» que se le ocurría.

3. De adolescente se obsesionó con el billar y se pasaba las horas dándole a la bola con el taco en unos recreativos, faltando al instituto y fumando sin parar, haciéndose el grande, hasta que un día fue su padre a buscarle y le reventó el oído derecho de la bofetada que le arreó. De entonces le vino la otitis crónica, la fobia a los deportes de precisión y a la violencia. Pasó meses sin hablarse con su padre, pero al cabo del tiempo le perdonó y, secretamente, le agradeció que no le hubiera dejado irse por el camino del juego y la pendejería.

4. No quiso nunca un cordero, pero habría matado por tener en casa un hámster. A su madre la horrorizaba la idea de tener una rata piojosa en casa. Se conformaba pensando: «Bueno, cuando tenga mi propio hogar». Cuando lo tuvo, tampoco hubo espacio para el hámster ni para ninguna otra mascota, cordero incluido, porque su hija mayor era alérgica al pelo animal.

5. Aun así, o tal vez por eso, se hizo socio de cuanta sociedad protectora de animales se cruzó en su camino, y apadrinó un burro al que bautizó Lenon y un caballo al que llamó Lenin.

6. Amaba el mate y el Jack Daniel’s, por ese orden, y montaba en cólera si en la casa faltaba alguna de las dos cosas.

7. Le gustaba hacer el amor a la hora de la siesta, los masajes en la espalda, las cosquillas en todo el cuerpo, la paella, el asado criollo, el vino rioja, los telefilmes, las palomitas dulces, el algodón de azúcar, las sobremesas inacabables, Los Soprano y Sin tetas no hay paraíso en cualquiera de sus dos versiones.

8. Se enojaba si estaba cansado, y se volvía intratable. Luego se le pasaba y hacía como si no se hubiera comportado un minuto antes como un energúmeno por civilizar.

9. Quiso ser pintor. Pintó un único cuadro en su vida, y se lo llevó de Buenos Aires a Florida y de Florida a España, y todavía sigue colgado en la pared de su dormitorio. Es un perro olisqueándose el trasero, de fondo rojo y trazos imprecisos. No le tenía cariño. Es una mierda, el cuadrito. Pero quería tenerlo siempre presente, no fuera a olvidársele alguna vez que uno no siempre tiene la fortuna de ser lo que quiere.

10. A pesar de todo, del cuadro y demás, inventaba cuentos para sus hijas con los que trataba de hacerles vencer miedos y superar obstáculos, como aquel del dragón cagón que tenía atemorizada a una aldea medieval porque sobrevolaba las casuchas de paja y lo llenaba todo de caca. Las nenas se morían de la risa. El dragón, en realidad, se cagaba de miedo, no por romper las pelotas a los aldeanos, y todo se acababa arreglando cuando dragón y humanos se decidían a hablar y uno perdía el miedo y los otros le enseñaban a cagar donde se debía. «No le tengan miedo a nada —les decía—, y fíjense que, si el dragón aprendió a controlar su esfínter, ustedes podrán aprender lo que les venga en gana.» Las nenas se meaban de la risa. «Rían, rían, pero se lo digo en serio.» Y seguían riéndose, pero le creían.

Acá van las pruebas de su fallecimiento. Quise escribir diez, pero sólo encontré una:

1. William murió y todo lo que estaba vivo murió con William, aunque tengamos que hacer como que seguimos vivas.

Sin más, reciban un afectuoso saludo.

Giuliana Di Benedetto Kesselman