La muerte no se lo lleva todo. Se lleva sólo una parte, la parte mala. Los malos recuerdos, los malos modos, los malos momentos, y se deja lo mejor. Debe de ser parte de su crueldad. Lo piensa, y el pensamiento le da ganas de ponerse a llorar.
De ser de otro modo, de ser al revés, de dejar la huella indeleble de aquella discusión que subió tanto de tono que ella creyó que le levantaría la mano y estuvo días pensando si agarrar a las niñas y volverse a Argentina, o de esa boda en la que bebió tanto que tonteó con todas las mujeres de la mesa y ella se enfadó y se levantó y se marchó y cuando volvió una amiga le dijo: «Ojo, que tu marido se ha ido con fulanita», y fue a buscarlo y lo encontró en esa inequívoca postura que antecede al beso, con la espalda adelantada, la cabeza ladeada, con otro cuerpo esperando que continuara un movimiento que cesó de golpe al escuchar su nombre.
William.
Al oír la pregunta.
Pero qué coño hacés.
Eso se lo lleva. Se lleva las noches de llanto inconsolable de Marie, una niña indefensa que lloraba y lloraba y lloraba hasta que caía rendida de puro sueño porque a su padre se le había metido entre ceja y ceja que tenía que aprender a dormir sola. Todo ese sufrimiento para nada, porque luego nació Ana y se volvió loco con ella y no la dejaba ni gemir sin acunarla y se volvió un fanático del colecho hasta que la niña le dijo:
—Yo ya me quiero ir a mi habitación, papá, que sudas como un chancho y me das calor y quiero hablar de cosas de chicas con mi hermana.
Y también se lleva la mala costumbre de intentar cambiarla, de querer moldear su carácter, porque el que tenía en verdad no le gustaba, y la discusión… «Si no te gusto, por qué no me dejás», «Porque te quiero», «Si me querés, por qué me querés cambiar».
Eso se lleva la muerte, sólo eso, y deja lo otro, lo que más duele. Se lleva sus bajezas, pero te deja las tuyas.
Deja el recuerdo de una mujer desnuda en una habitación de hotel, nerviosa, excitada, mandando un mensaje a su marido.
«La comida se ha demorado, ¿podés hacerte cargo de las nenas?»
«Qué peligro tienen las sociólogas argentinas cuando se reencuentran.»
«No sé cuándo voy a volver, probablemente nos quedaremos también a cenar. Tenemos tanto que contarnos…»
«Tranquila, pasalo bien. Disfrutá, que te lo merecés.»
La mujer desnuda se siente tan culpable que le viene la irrefrenable tentación de marcharse.
No sabe qué hace ahí, qué está haciendo ahí, cómo ha llegado ahí, qué hará al salir de ahí.
Se lo pregunta en voz alta.
—Pero ¿qué estoy haciendo?
Se vuelve, y mira al hombre que la observa desde la cama. También está desnudo.
—¿Qué estamos haciendo?
Él sonríe, con una sonrisa triste.
—Vení acá…
Ella le obedece y él la abraza.
—Esto tenía que pasar… Hace años que soñaba con esto, que me dormía imaginando que por fin ocurría…
—¿De verdad?
—De verdad.
—Pero… ¿tenía que pasar justo ahora? ¿No podía haber sido antes, o después?
Él hace un gesto con los brazos. Los levanta y los deja caer.
—No, parece ser que éste era el momento para que por fin nos decidiésemos a hacer el amor salvaje y tiernamente tres veces.
—¿Tres? Pero si sólo lo hemos hecho una…
—Todavía no te fuiste, flaca.
Mientras hablan, ella se ha vuelto a vestir. Él la coge por la cintura.
—¿No llevás demasiada ropa?
La desnuda, despacio, sin dejar de besarla.
—Qué suave sos.
Ella se estremece. William le dice justo lo mismo.
—No me digás eso.
—¿Por qué?
Se encoge de hombros y cierra los ojos, para ahuyentar de esa habitación a la única persona que no debe estar dentro.
Santi es un aventurero con brújula que no sabe bien qué terreno pisa.
—Decime qué te gusta.
Ella quisiera decírselo, pero un absurdo pudor se lo impide.
—Averigualo vos.
Lo averigua, varias veces, incansablemente, inasequible al cansancio, a la resaca que les deja la boca pastosa y entorpece los besos, al cuadro que se cae de la pared y los golpea en la cabeza.
Se ríe cuando lo recuerda, un poco; luego le entra la dolorosa nostalgia de saber que nada de lo que allí se hizo podrá repetirse, que lo que se dijo no se materializará, que no volverán a verse aunque tengan que pasar siete años, que no se encontrarán por casualidad, que nadie los verá juntos y se dará cuenta de cuánto se desean, de cuánto amor hay detenido en el aire. Ay. Eso era antes. Antes de que Will enfermara. Antes.
Antes no pasaba un día sin que le recordara. No pasaba una hora sin que pensara en él. Ése era su castigo. Añorarle. Lamentar no haberse dado cuenta antes de que ese chico tímido con el que casi nunca hablaba y en el que apenas había pensado en todo ese tiempo podría haber sido el gran amor de su vida. Atormentarse por no haber intuido todo lo que se escondía dentro de ese hombre. Esa capacidad de besar, de lamer, de acariciar, de contorsionarse para llegar aquí y al mismo tiempo allí, esa paciencia para ayudarla a hacer que los ataques de culpa se le pasaran, ese tono de voz, pausado, para decirle tantas veces como hiciera falta:
—Estás acá, en este cuarto. Y estamos solos los dos. Ahora mismo no importa el mundo. El mundo está aquí.
Y la abrazaba, y la besaba con besos cortos, suaves, y vencía la resistencia de su lengua con la ternura de la suya, hasta que se abría un poco, como se abren las puertas de las personas temerosas de lo que las espera tras ellas, y ella notaba su sonrisa entre beso y beso y notaba en el bajo de su vientre que sus hijas estaban a punto de desaparecer de su cabeza, que su marido se diluía entre tanto deseo, que esa puerta recién abierta se había cerrado con ellos adentro y había dejado fuera todo lo demás.
Cada noche desde esa noche recordó esa noche.
Enfermó. En semana y media no pudo salir de la cama porque tuvo gripe, gastritis y el periodo. Perdió peso y cabello. El doctor dijo que era el estrés, que la había vuelto débil, blanco fácil para los virus. Ella sabía que no le ocurría eso, que su debilidad no era más que el fruto de la combinación del remordimiento y la tristeza, la terrible nostalgia por las horas que no iban a regresar, por los momentos que ya no se repetirían. Pero por qué no se habría fijado antes en él. Ay.
William se ocupaba de todo mientras ella se encerraba a sudar la pena, y eso agravaba su mal. Pobre William, que no se merecía lo que le había hecho. Que no se merecía esa sensación de que nunca volvería a amarle como le había amado hasta que llegó ese miércoles maldito, ese congreso de mierda, esa llamada que prometía reencuentros con viejos amigos, y risas y alguna lagrimita por el tiempo que no volvería más.
Para sobrevivir, se armó con un embozo de cristal de doble capa que la aisló del exterior y que le dio una apariencia de normalidad, con la esperanza de que el tiempo lo pusiera todo en su lugar, poco a poco. El sentimiento de culpa, en el fondo; el recuerdo de ese amor inesperado y loco, en el fondo; y, afuera, todo lo demás.
Pero vino el después.
Después todo se borró, todo lo que no fuera William, acompañarle, tomarle de la mano, alentarle, vos podés, vos podrás, podremos, sostenerle la frente si vomitaba, fingir que no le veía si lloraba, simular una fortaleza que estaba lejos de sentir, ser otra mujer, al fin, ser la mujer que él necesitaba en ese momento y no la que era en realidad, una mujer rota y atormentada por el miedo a perderle, sin más capacidad para sentir nada hacia otra persona que no fuera su marido, ni siquiera hacia ella misma.
Ahora el recuerdo ha vuelto, en parte para mortificarla con la culpa y en parte para adormecerla. Si Santi viene a lo primero, a mortificarla, lo nota porque siente picor en la piel, movimientos incontrolados en las piernas y ganas de llorar.
Todos los síntomas terminan si se pone a hacer otra cosa que le ocupe la mente por un rato, y entonces piensa que no debió tener tanta importancia como ella le dio después, que lo magnificó porque magnificarlo suponía que no se había dejado llevar por un furor uterino cualquiera, que lo hizo por amor y no por no poder esperar a llegar a casa para acostarse con su esposo.
Se tranquiliza. No se siente tan mal.
Pero en otras ocasiones Santi, desnudo en esa habitación, viene a calmarla. A veces, algunas veces, cuando se acuerda de él es como si una mano invisible le colocara una mascarilla en la nariz, como si alguien le dijera: «Respire con normalidad y cuente hacia atrás». Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Y llega la paz.
Entonces puede recordar lo que sucedió esa noche y lo que pasó después, ese amor que la removió por dentro, sin sentirse mala persona, porque comprende que en realidad no lo es. Sabe que esas cosas ocurren, que le pueden pasar a cualquiera, que es probable que también Will viviera algo similar alguna vez en la vida, que tal vez en uno de sus viajes conoció a alguien o se reencontró con alguien y se volvió del revés.
Que a lo mejor también sus compañeros de facultad vinieron a España a un congreso, que le llamaron para comer, que comieron, que bebieron vino, que después tomaron copas, que unos y otros fueron desertando, que al final sólo quedó él y esa chica que siempre le había gustado, un poco, pero que entre tanta copa y tanta charla y tanta risa se le reveló, de repente, de forma inesperada, como una diosa del amor a la que era imposible oponer resistencia y comprendió que en realidad llevaba evitando ese momento desde que la conoció.
Sí. Seguramente, a él le habría pasado. También.
Habían hablado de eso, en varios momentos y con todos los tonos.
Con humor.
—Mirá qué chiste me contaron. Le dice la mujer al marido: «Cariño, ¿me engañás con otra?», y él responde entusiasmado: «¡¡¡Vale!!!».
Con decepción.
—¿Recordás a esa nena que va a clase con Marie que se llama Tonya y que sus padres tienen un cochazo, un Porsche por lo menos? ¿La recordás? Pues se han separado porque la mamá encontró al papá en la cama con su secretaria. Además de mal hombre, ya ves qué poco original.
Con miedo.
—Esa compañera que no hace más que llamarte por teléfono y ponerte mensajes a cualquier hora, ésa tan graciosa y tan guapa… ¿Cómo se llama? ¿Belén? Pues esa Belén… no querrá nada con vos, ¿verdad?
Otras veces no lo hablaban, y Giuliana rumiaba sus sospechas en silencio, como cuando él se encerraba en el baño con el teléfono y le oía cuchichear, o cuando le veía escribir mensajes como un poseso y luego miraba el móvil en un descuido y no había nada que husmear, porque lo había borrado todo, o cuando pasaban días sin que la buscase para hacer el amor y respondía a sus caricias con desgana si era ella quien le buscaba.
Hablara o callara, el resultado siempre era el mismo:
—Si alguna vez me sos infiel, prefiero no saberlo.
—¿Seguro?
—Seguro. Si es una bobería, o una noche tonta, si has bebido, o si se te ha ido la cabeza, o si te sentís atraído por una mujer pero sabés que no va a suponer nada para nuestro matrimonio, yo prefiero no saberlo.
Él opinaba lo mismo.
—Vos tampoco me lo digás. Y si te pasa y luego te sentís culpable, te jodés. No querás limpiar tu conciencia a costa de hacerme daño.
—Ni vos tampoco.
—La sinceridad está sobrevalorada. Yo no necesito saberlo todo de vos. Me basta con saber que me preferís a mí entre todos los hombres del mundo.
Así que cuando ocurrió lo de Santi no le contó que finalmente sí hicieron el amor tres veces, ni le explicó que no entendía lo que había pasado ni por qué.
Habría podido excusarse, decirle que había bebido demasiado, y habría sido cierto. Habría podido contarle que hablaron de lo divino y lo humano, que se sintieron cómodos juntos, cómplices cuando se quedaron solos; que él le declaró su amor antiguo como si fuera un amor nuevo y que ella dejó de reírse cuando Santi le reprodujo con fidelidad pasmosa la primera vez que la vio, en el pasillo de la facultad.
—Llevabas unos vaqueros anchos, una camisa de flores y una especie de zuecos de madera. El pelo, rizado, lo tenías sujeto en una trenza en un lado, que te colgaba por la izquierda, detrás de la oreja. Y en las orejas, aros grandes. Y los labios pintados, de rojo. Y tenías una mirada tan insegura…
—Tengo que fiarme de vos… Ni yo misma me acuerdo de cómo iba vestida.
—Pero convendrás conmigo en que equivocaste el camino al aula y te metiste en secretaría y todas las secretarias te dijeron que ahí no era. Eso lo recordarás, porque te pusiste colorada.
El recuerdo le volvió a la mente y le trajo de nuevo ese bochorno a la cara.
—Volvés a ruborizarte, como entonces… Qué ternura me das.
Santi, envalentonado por los gin-tonic, le contó que se hizo su amigo porque le gustaba, que siguió siendo su amigo porque le gustaba, que mantuvo la amistad porque le gustaba, que se enredó en lo del pez que se muerde la cola porque nunca intentó nada porque eran amigos. Que una noche tomó impulso, en una fiesta, y para atreverse bebió como un cosaco, pero ella desapareció con un marxista melenudo y desde entonces odia el pelo largo, el comunismo y el ron con cola. Que cuando se decidía a pedirle una cita, ella llegaba con un novio o con un problema o con un novio y un problema, y que a veces acudía a él y a veces no, y él acababa abortando la declaración. Que en alguna ocasión a él le parecía que a ella también le gustaba, pero que entonces ocurría lo que ya había mencionado antes (que aparecía con novios y problemas).
—En resumen, flaca, que al final me acostumbré a pensar en vos como algo inalcanzable para mí.
Y, con ese pensamiento, conoció a una chica que estudiaba políticas, se enamoró de ella, se casó con ella, tuvo un hijo, luego una hija y después gemelos en menos de cinco años.
—He sido feliz, no creas. Y lo soy. Alba es una gran compañera que me ha ayudado mucho a crecer profesionalmente, y creo que yo he hecho lo propio con ella. Formamos un equipo. Hasta hemos escrito un par de libros juntos.
—Lo sé, los leí.
—¿Sí?
—Sí.
—No me falta nada con ella, nada.
—Te comprendo.
—Pero todas las noches… Casi todas las noches…
Se rió.
—No voy a mentirte ni a exagerar: muchas noches…
Se rieron los dos.
—Muchas noches, Giuliana, me duermo pensando en vos, preguntándome qué habría pasado si me hubiese atrevido a…
¿Qué fue lo que ocurrió en ese momento? ¿Qué cambió? ¿Qué extraño resorte actuó en su cabeza y movió las piezas, sacándolas de un lugar y poniéndolas en otro? Ni siquiera hoy, ahora, tres años y medio después, Giuliana tiene la respuesta.
Tal vez la bebida, o tal vez el calor de la mirada de él que le devolvía a la Giuliana llena de ganas de vivir de los veinte años, o tal vez nada, pero cuando él se acercó a besarla no le detuvo y le dejó que la besara y le devolvió ese primer beso que había tardado tanto en llegar y que se le quedó prendido, tan prendido, que ni siquiera hoy ha logrado marcharse. Todo lo que era real dejó de serlo.
Y desde entonces fue ella la que le recordó casi todas las noches, para poder dormir en paz.
Respire con normalidad. Cuente hacia atrás.
Regresaba Santi, desnudo, con esa mirada que la volvía joven y hermosa y llena de planes, que le devolvía la tersura de la piel, que se llevaba las arrugas de la cara y las estrías del vientre, y las ojeras, y el cansancio, y el malhumor.
—No soy la de los tiempos del biquini, por aquí han pasado veinte años y dos hijas, la más pequeña hace dos años.
—Estás hermosa, sos perfecta, perfecta para mí…
Regresaba Santi dándole una nota con su número de teléfono, y ella guardándolo en el bolsillo más oculto de su cartera, entre los resguardos de las compras aplazadas en El Corte Inglés, los descuentos de Consum y las entradas gastadas del cine.
—No me vas a llamar.
—No te voy a llamar, es verdad.
—¿Por qué?
—¿Para qué?
—Pues no sé, para hablar, para saludarnos, para felicitarnos por las fiestas y saber que estamos bien.
—¿Y para preguntarnos cuándo volveremos a vernos? ¿Para hablar de cómo nos sentimos después de esto hasta que nos agobiemos el uno al otro? ¿Para planear nuevos encuentros, o para lamentar no poder realizarlos? ¿Para que nos descuidemos y nos sorprendan hablando, o mandándonos un mensaje, o una foto de nosotros desnudos?…
—…
—Yo no quiero perder a William…
—Yo no estoy hablando de eso. Sólo quiero mantener el contacto…
—No hemos tenido ningún teléfono en este tiempo y mira…
—¿Entonces?
—Volveremos a encontrarnos, alguna vez.
—¿Cómo?
—Qué sé yo… La vida nos juntará.
—¿Aunque tengan que pasar siete años?
—O veinte…
—¿Qué vamos a hacer?
—Comportarnos con normalidad.
—¿Seguro? Porque yo no tengo claro que vaya a poder regresar junto a Alba como si no hubiera pasado nada…
Ella aparentaba un aplomo que estaba lejos de sentir.
—No me digás que es la primera vez que le sos infiel…
—No, no es la primera vez, pero nunca me había pasado con alguien que significara tanto para mí. Aunque te cueste trabajo creerlo, son muchas las mujeres que me han rechazado…
Rieron.
—Pero nunca había tenido que esforzarme tanto en olvidar a alguien.
Dejaron de reír.
—Te quedan unas horas antes de volver a verla. Cuando se reencuentren ya no te vas a sentir tan culpable.
—¿Y qué vas a hacer vos?
Suspiró.
—Me tiemblan las piernas… Y no es sólo por haber hecho ejercicios acrobáticos.
Se rieron.
—Pero también se me pasará.
Dejaron de reír.
—¿Seguro? ¿Se nos pasará?
—Claro.
—No sé… A mí me parece imposible dejar de sentir esta necesidad que siento ahora.
—¿Pero te creés Superman?
Santi no se rió. Estaba triste.
—No… No es una necesidad de hacerte el amor por cuarta vez…
Guardaron silencio.
—Es una necesidad de hacerte el amor eternamente, para siempre, de no hacer otra cosa en esta vida más que estar con vos, a tu lado y dentro de ti…
Giuliana se obligó a insistir:
—Se te pasará, vas a ver.
—Odio a William… Quiero ser él.
—¿Querés ser el hombre al que su esposa acaba de serle infiel?
—Quiero ser el hombre que va a dormir con vos todas las noches, no el que va a añorarte todas las noches.
Se despidieron en la habitación.
Vuelve el abrazo, el mejor de todos, el peor de todos, el de la despedida.
Respira con normalidad. Cuenta hacia atrás.
Escribe.
Giuliana Di Benedetto
31 de enero de 2012
La muerte no se lo lleva todo. Se lleva sólo una parte, la parte mala. Los malos recuerdos, los malos modos, las malas maneras, y se deja lo mejor. Debe de ser parte de su crueldad.
Tal vez por eso, como dejó escrito Juarroz, pensar en un hombre se parezca a salvarlo. Signifique lo que signifique.