Antonio Gutiérrez muere el 30 de enero y Giuliana se entera por Facebook. Le pone cara ese mismo día, no porque no la recuerde, sino porque no le conocía.
Antonio Gutiérrez muere el 30 de enero, sin pelo y con la cara algo pálida, pero no porque fuera calvo y tuviera mal color, sino porque la quimioterapia le ha hecho perder el pelo y el cáncer le ha quitado ese brillo lozano que tuvo hasta poco antes de que le diagnosticaran la enfermedad. En realidad, antes era rubio, corpulento y con cara de buena gente. Hay fotos, en Facebook, donde aparece haciendo una paella, bañándose en un río, mostrando a cámara un pez minúsculo, todavía en la caña, recién sacado del mar, y dándole un beso en la mejilla a María Martín Martín, su mujer, que convoca a familiares y amigos a su entierro citando a Unamuno: «Cuando se muere alguien que nos sueña —dice—, se muere una parte de nosotros mismos».
Tiene razón.
María cambia la foto de su perfil, quita la de la huella de unos pies (los suyos) en la arena de la playa y pone una de su boda con Antonio, y los comentarios se suceden a una velocidad de vértigo. También los «Me gusta». Giuliana se irrita. Le dan ganas de escribir: «Cómo pueden ser tan capullos de darle al puto botón de “Me gusta” si se ha muerto un hombre».
Lo hace. Lo escribe.
¿Qué es lo que les gusta? ¿Unamuno? ¿Que otra mujer sea la viuda y otro hombre sea el muerto? ¿Qué?
Elimina el comentario. Se desconecta, sin ser capaz de mandarle a María unas palabras de aliento por un medio que, de repente, se le antoja frío. Pero tampoco se siente capaz de llamarla, porque no son más que amigas casuales, personas que se han acercado más por las circunstancias que por afinidad. Ni siquiera le caía bien. Hasta que compartieron ese café improvisado en el centro comercial, tuvo que esforzarse por superar esa barrera de rechazo, que era lo primero que sentía cuando se la encontraba fortuitamente o cuando aparecía en su muro o le mandaba algún whatsapp.
Pero el misterio de sus lágrimas aquella tarde terminó de volverla humana. Algo le pasa. Algo le duele. Y a ella la conmueve tanto ese dolor que la otra se esfuerza en ocultar que se pone de su parte, sea lo que sea lo que le pase.
Pensar en el funeral de Antonio le produce taquicardia. No ha vuelto a un tanatorio desde que William se marchó, y teme que los recuerdos puedan con ella y pierda los nervios y, lo que es peor, los papeles, así que le pide a Pepe Bau que la acompañe, porque no quiere ir sola y porque no conoce a nadie más a quien pedírselo.
Es cierto. Tal como le dijo la primera vez que hablaron por teléfono, su relación con el resto de la humanidad es fría cuando sale de la pantalla del ordenador. Hay gente a la que conoce en el mundo virtual y también en el real, y aunque en Facebook mantiene largas y acaloradas discusiones sobre cualquier tema, en la calle resuelve el encuentro con un «Hola, qué tal» y poco más. Con las madres del colegio le pasa justo eso. A veces toma café con alguna de ellas cuando deja a las niñas en clase; con otras coincide en la clase de pilates en el pabellón municipal; en los cumpleaños se toman una cerveza mientras los niños se desgañitan en el parque de juegos de McDonald’s; comparte chistes en el grupo de Whatsapp. Por ejemplo, el último lo mandó ella misma: «Follas tan poco que crees que “fornicar” es una empresa de alquiler de coches», y todas se rieron (jajajaja) o pusieron emoticonos divertidos (,
,
). Se mezcla entre ellas como si fuera una de ellas, pero no es capaz de derribar ese muro que la mantiene distante, distinta, nórdica, como le dijo a Pepe, y eso que sabe que puede contar con ellas y es lo que hace, de hecho. Cuenta con ellas. No tiene ni que pedirles que se hagan cargo de las niñas si no se siente bien, se muestran amables con ella cada vez que se encuentran, en el mercado, en la puerta del colegio, en la sala de espera del médico. Las aprecia, porque sabe que no tienen por qué hacer lo que hacen, por qué permanecer impermeables a la frialdad con la que las trata. Pero no puede hacer otra cosa. Algo se lo impide. Antes ya era así.
William se lo reprochó más de una vez.
—La gente piensa que sos antipática.
—No lo soy.
—Sé que no lo sos. Pero lo parecés, y para el caso viene a ser lo mismo.
—¿Por qué? ¿Acaso no respondo si se me habla, o no sonrío, o no cedo el paso, o no me sé los nombres de las madres de las compañeras de las niñas?
—Sí, pero ¿has tomado algo alguna vez con ellas, o has hablado, qué sé yo, de sexo, una tarde en un cumpleaños?
—Es que, si no conozco a las personas, no me siento capaz.
—Podrías esforzarte un poco.
—Pero es que no me siento capaz.
—Tu timidez es enfermiza.
—¿Y qué hago?
—Pues esforzarte… Yo sé cómo sos, pero, cuando te veo relacionarte con el resto del mundo, a veces ni te reconozco…
—¿Sabés? A menudo me pregunto qué fue lo que me enamoró de vos… Y muchas veces no lo sé. Pero hoy, en este momento, creo que sí, que lo sé, que lo tengo: fue tu capacidad de comprensión, tu empatía…
—A eso me refiero: tenés sentido del humor, sos graciosa… Y en cambio con la gente te comportás de forma… incluso maleducada.
—¿Maleducada?
—Pues sí. Fijate: ya llevamos aquí meses, y, decime, ¿cuántas amigas tenés?
—¿Amigas? Ninguna.
—¿Y te parece normal?
—¿Y a vos te parece normal vivir la vida como si fueras Roberto Carlos y querer tener un millón de amigos?
—¿Ves?
—Para mí la amistad es algo muy importante. No considero amigo a cualquiera.
—A ver, ¿cuántos tenés?
—Pocos. Mirá. Están Viviana y Lorena, que las conozco desde el colegio, y Alicia, Ana y Mar, de la facultad.
—Pero me citás a cinco que no son tus amigas: son tus mejores amigas. Y entre mejor amiga y nada, yo creo que tiene cabida algo más, ¿no te parece?
—Yo creo que la gente, y entre la gente te incluyo a vos, querido esposo, le otorga cualidad de amigos a meros conocidos. Y así lo único que se consigue es pervertir el valor de la amistad.
—¿Pervertir?
—Ajá. Pervertir.
—Creo que es la primera vez que te oigo decir esa palabra. Me preocupás.
—No tenés por qué. Seguiremos practicando sexo con regularidad y en posturas variadas, como hasta ahora.
—¿No podés mostrar al mundo ese gran sentido del humor?
—Pero es que yo no soy como vos. Todos no somos como vos, que parecés un showman en perpetua actuación.
—Yo sólo te digo que podrías darles un poco de cancha a las personas con las que te encontrás, darles una oportunidad. Tenés razón en lo que decís, aunque «pervertir» es una palabra que me suena tan mal… —Se rieron—. Pero pensá esto: no tenemos un número limitado de amigos. Y más en nuestro caso.
—¿En nuestro caso?
—Claro. Hemos cambiado varias veces de país, de vida. Te condenás a una inmensa pobreza si no permitís que vaya entrando gente nueva —le puso la mano en el pecho, al lado del corazón— aquí.
—Lo intento.
—No lo hacés.
—Lo intentaré.
—No lo vas a hacer.
—Me mata tanta confianza.
—Está bien, confío en que lo vas a hacer.
Recuerda esa conversación mientras observa a María sentada en el sofá del tanatorio. De hecho, la ha recordado antes. Por eso ha llamado a Pepe y le ha dicho:
—Te va a sonar raro, pero me gustaría que me acompañaras a un sitio.
No lo ve, pero en el despacho de Nova Peritia el antiguo jefe de su marido sonríe, satisfecho.
—Dime a qué hora te recojo.
Llega a su casa puntual, y no se muestra sorprendido cuando Giuliana le dice que van a un velatorio.
Más tarde, mientras tomen una cerveza, Giuliana le dirá:
—Me sorprendió que no te sorprendieras.
Y él contestará:
—William me previno de que podrías pedirme cualquier cosa.
Se demorará un rato mirando la espuma en el vaso, y por decir algo, por llenar de palabras un silencio que de repente se le antoja incómodo, le dirá:
—¿Sabés lo que me dijo María?
—¿La viuda?
—Sí, la viuda.
—¿Qué?
—Que sos gay.
Pepe se queda perplejo. Ella intuye que ha metido la pata.
—¿En serio, te ha dicho eso?
—Sí.
—Pero qué poca cultura del silencio tiene la gente, hay que joderse…
—No entiendo.
—Pues que dices lo primero que se te pasa por la cabeza, coño, y no hace falta. La gente no se da cuenta de que está más guapa callada.
—¿Lo dices por mí? ¿Por lo que te acabo de decir?
Ignora la pregunta.
—Joder, pero si acaba de morir su marido…
—Ya…
—¿No tiene otra cosa en la que pensar?
—Bueno, en el tanatorio, con William, yo pensaba todo el rato en los deberes de las nenas, en que tendría que pedírselos a alguna mamá. Qué sé yo. La mente va por su cuenta en situaciones extremas…
—Coño, no compares…
—Bueno.
—Hay que ver…
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—¿Sos gay?
Pero antes de hacerle esa pregunta al que, quién sabe por qué, se ha convertido en su mejor (y único) amigo, en la sala 12, observa en silencio a María e intenta mantener la decisión de sentir compasión por ella. Está de su parte. Se lo tiene que recordar. Se esfuerza en no plantearse por qué está tan maquillada, por qué parece que vaya a salir a cenar, por qué huele a fresco y no a flor muerta, por qué sonríe a la gente que va llegando y les ofrece algo para tomar y va de acá para allá en la sala haciendo sonar los tacones y se muestra tan cortés con todo el mundo pero no se acerca a sus hijos, ni les pone la mano en el hombro, ni les abraza ni les dice: «Venid, vamos a ver a papá», pero sí habla con el resto de los presentes. «¿Conoces a Giuliana?» Y la presenta como si la conociera de toda la vida y tuvieran en común un pasado alegre. «Giuliana es la bomba», dice.
Lleva un vestido negro, por la rodilla, medias oscuras y zapatos salón de tacón medio. El pelo, recogido en un moño bajo. Sobre el sofá, un bolso con el logotipo de Dolce & Gabbana.
—Joder, parece Grace Kelly…
Pepe se ríe.
—Pero Grace Kelly no llevaría eso.
—¿Qué?
Pepe le señala con un gesto de la mano la etiqueta que sobresale justo debajo del moño. Se acercan con disimulo y comprueban que lo ha comprado en Zara y que le ha costado 55,90 euros. Se ríen. Pero, en ese momento, Giuliana comienza a sentir una infinita ternura por esa mujer que ha tenido tiempo de ir a comprarse un vestido porque no había previsto que su marido muriese tan pronto, o que lo compró hace tiempo y lo guardó para estrenarlo para él, quizás en un último homenaje, o mejor, imagina a Antonio diciéndole:
—Querida, quiero que el día de mi funeral estés tan guapa como el día de nuestra boda.
Y ella:
—Claro, amor mío. Me esforzaré por estar bella para ti.
Y él:
—Quiero que nuestros amigos sepan que, como Epicuro, pensamos que la muerte no significa nada, porque antes de morir no la conocemos y después de muertos ya no estamos aquí.
Y ella:
—Por supuesto, cielo. Te amo por lo bien que afrontas todo esto. Y por tu inteligencia. Yo ni sabía quién era Epicuro…
Se besan apasionadamente y eligen juntos el vestido en la web de Zara. Para él reservan un traje azul marino de raya diplomática que encargan en la sastrería de Jaime Gayo, en Madrid, porque han leído que cose a medida la ropa al rey y ellos no son menos por no ser de la Casa Real.
Se lo cuenta a Pepe en la cafetería del tanatorio y él se ríe tan sonoramente que los ocupantes de la mesa de al lado los miran de mala manera con sus ojos llorosos.
—Tu fantasía es tan adorable como una escena de Doris Day vestida con la parte de arriba del pijama de Gary Grant, pero tan imposible…
—¿Por qué? ¿Por Epicuro?
—También por Epicuro.
—Yo no sabía quién era cuando William lo citaba… Pero ella sí, claro, porque es profesora…
—No es por eso.
—¿Entonces?
—¿No te has dado cuenta de que ese tal Tony y ella están liados?
Abre los ojos como platos.
—¿Por qué dices tal cosa?
—Coño, es evidente… Por su manera de ignorarse.
Vuelve a la sala con la intención de fijarse, pero Tony ya se ha marchado. María está distinta, más triste.
—¿Me acompañas a fumar un cigarro?
—¿Pero vos fumás?
—No. Pero me gusta tener un cigarro entre los dedos.
Salen y llegan a tiempo de que Tony les diga adiós con la mano desde su coche.
—Pobre.
—¿Pobre Tony?
—Sí, pobre… Tiene que irse al médico con su mujer…
—Pobre de ti, María, que tienes a tu marido acá adentro…
—…
—Disculpa.
—No, no te preocupes. Tienes razón.
—No me malinterpretes. Me encanta verte tan entera.
—Tú también lo estabas.
—¿Cómo lo sabes?
—Antonio y yo fuimos a acompañarte, a despedirnos de William, ¿no te acuerdas?
—…
—Aquel poema cherokee… Y cuando sonó Yesterday…
María hace un gesto con la mano, como tratando de abarcar lo inabarcable, que acorta toda distancia. Se siente próxima a ella, cómplice, como si las dos estuvieran remando en el mismo barco hacia la misma dirección. De un lado, el fondo del mar. Del otro, la superficie.
—Lo recuerdo todo como en una nebulosa, como si hubiera sido un sueño. Incluso ahora me parece que en un momento u otro me despertaré y…
—Nos pareció precioso…
—Era lo que Will hubiera querido.
—Antonio también prefería esto, algo más sobrio, más contenido…
Giuliana no sabe si pretende ofenderla. La otra se adelanta.
—No te ofendas.
—No, por favor…, cada uno es como es.
—Me gusta mucho que mantengas relación con el jefe de William.
—Es muy buena gente… Me hace reír.
—Eso es bueno.
—¿Sabes que William le pidió que cuidase de mí y de las nenas?
—¿Sí? No me sorprende que se lo pidiera justo a él.
—¿Por qué dices eso?
—Es evidente… En el funeral nos dimos cuenta de que era homosexual.
La mira y siente que una de las dos ha bajado del barco. Se le pasa la compasión.
—¿Sí?
—Sí.
—Es curioso.
—¿Qué?
—Pues que los funerales parecen afinar la intuición de las personas.
—¿En serio?
—Sí. Fijate, Pepe también se ha dado cuenta en este funeral de que Tony y tú sois amantes…
María la mira, fijamente, con desconcierto. Se produce un silencio ensordecedor y Giuliana puede, sí, de verdad, puede escuchar el sonido del corazón de María quebrarse en mil pedazos, como si fuera una copa de vino que se cae de la mesa y se estrella contra el suelo. Crac. No es un vaso: es toda la cristalería de Bohemia hecha añicos en el piso.
Giuliana no puede sostenerle la mirada, y baja los ojos al suelo, un instante. Cuando los levanta, María está llorando.
Se pone de su lado, definitivamente, y la abraza.