Se aficiona al deporte, aunque le dura poco. En su afán por convencerla de que la química de su cuerpo es en gran parte responsable de sus sentimientos, Carmina Palau le ha dicho que el deporte genera endorfinas y que las endorfinas atenúan el dolor, y le ha sugerido que, si cansa el cuerpo, es fácil que la mente descanse también, y a ella le da miedo perder la cabeza por la falta de sueño. Se siente su madre, limpiando sobre lo limpio. Qué bronca le daba aquello, siempre con el trapito enganchado al delantal por si descubría una mota de polvo que había conseguido esconderse de la limpieza hecha unos cuatro segundos antes. Se peleaban continuamente por eso, porque la mamá pretendía que la hija la imitara en lo de la higiene.

—Ahora no te das cuenta, pero una mujer no es limpia por limpiar, sino por tener cuidado de no ensuciar.

—Pues entonces no te pongás pesada con eso: yo no ensucio, no hace falta que esté con el trapo colgado todo el día como vos.

—Algún día vas a ser madre y vas a ver.

—Pues a lo mejor no, fijate, a lo mejor me hago bohemia y me dedico a vagabundear y no tengo ni casa, así que ya ves lo que tendré que limpiar.

La riña se repitió en esos y en otros términos parecidos desde más o menos los ocho años hasta que se marchó de casa, hacia los veintiuno.

Por eso ha dejado de practicar deporte. No por su madre. Por el recuerdo. No por el recuerdo de su madre. Por el recuerdo, en general, que ha vuelto a su cabeza con el mismo ímpetu con el que se marchó.

Empezó corriendo. Fue a Decathlon y se compró todo el equipo: zapatillas; calcetines; pantalón por la rodilla, que no se llama pantalón por la rodilla, sino pantalón pirata o pantalón corsario, por si hace calor; pantalón largo, que no se llama pantalón largo sino malla, por si refresca o va sin depilar; camisetas de tirantes con sujetador incorporado para no hacerse daño en las lolas al trotar; remeras de manga corta para encima de las camisetas de tirantes; chaquetas, que no se llaman chaquetas sino cortavientos, por si sale temprano y hace frío, o por si sale tarde y hace frío, o para atárselas en la cintura y taparse un poco el culo, que, desde luego, podría haber adelgazado un poco con el disgusto de la marcha de William. Pero no, sigue igual, con sus cartucheras y sus michelones y demás. Se gastó 176 euros, porque también metió en la cesta un brazalete para el móvil y cuatro chorradas que les compró a las nenas para sentir que no derrochaba el dinero sólo en ella.

Salió a correr y a los cinco minutos ya estaba fatigada. Regresó a casa y tomó agua con azúcar y una bebida isotónica, no fuera que las agujetas tardasen en salir lo mismo que ella en agotarse. Se imaginó, sí, se imaginó, no creyó verlo ni oírlo, sólo se imaginó, a Will burlándose de ella, llamándola:

—Floja.

O:

—Cobarde.

O:

—Pusilánime.

Al día siguiente volvió a salir, primero porque pensó que el (poco) ejercicio había tenido que ver con el hecho de que no pensara que su marido le decía esas cosas, y segundo porque esa noche consiguió dormir (un poco) mejor. En el segundo intento aguantó un par de minutos más, pero volvió con las pulsaciones aceleradas. Insistió. Al otro día cambió de táctica y decidió correr dando vueltas a la manzana de su casa, por si se infartaba o se provocaba una fascitis o cualquier otra lesión. La cuarta vez que salió a correr consiguió dormir desde las dos de la madrugada hasta que sonó el despertador, a las siete y media de la mañana, y decidió darle una oportunidad al deporte, por si acaso tenían razón todos los que decían que el ejercicio genera la hormona de la felicidad y todo ese rollo del que ella y William tanto se reían mientras practicaban sillonball y dedicaban sus esfuerzos a hacer pocos esfuerzos.

Empezó a correr veinte minutos los lunes, los miércoles y los viernes. Se sentía satisfecha y, poco a poco, cómoda. Abandonó el perímetro de seguridad de su casa y se adentró en los parques y jardines que la rodeaban, pertrechada con su equipaje y con el preludio de la primera suite para violonchelo en sol mayor de Bach sonando en bucle y sólo para ella.

Por eso lo deja también. Por Rostropóvich, que lo toca como nadie y al tocarlo abre la puerta por la que se le cuela su madre con el paño para el polvo en el delantal y la reprende por la falta de higiene doméstica, pero se la come a besos cuando llega del colegio y le desliza caramelos de la suerte en la mochila si va a tener un examen, y si algo le duele en el cuerpo o en la mente la sienta en sus rodillas y le da golpecitos suaves en la espalda al ritmo de la canción que tararea, casi siempre El día que me quieras, y «si es mío el amparo de tu risa leve que es como un cantar, ella aquieta mi herida, todo todo se olvida», hasta que se le pasa el disgusto o el malestar.

Su mamá vuelve, y juega con ella a escribir «Tonto el que lo lea» en un papel pequeño, y mete ese papel pequeño en una caja de fósforos y la envuelve en vistoso papel de regalo y se arregla con esmero para salir a dar un paseo y dejar caer en el suelo, por descuido, la caja de fósforos envuelta en papel de regalo en Wenceslao Tata, o en Ladislao de la Torre, lejos de casa, y se sienta a esperar a ver quién agarra la caja de fósforos envuelta pensando que es un regalo, y luego se mata de la risa al ver su cara. Su mamá, que la abraza con mimo cuando le rompen el corazón y le promete que hay alguien para ella en algún lugar que la amará como ella se merece que la amen, que es mucho, que es muchísimo, porque ella es una joya, un diamante, una reina. Su mamá vuelve y le hace creer que es su hija favorita, que la quiere más que a Lautaro, el mayor, y mucho más que a Laura, la menor, y ella se siente tan especial, porque tiene el amor de su madre por encima de sus hermanos, y una noche, en una pelea, se lo echa en cara: «Mamá me quiere a mí más que a ustedes», y Lautaro y Laura le dicen: «Qué va, mamá me quiere más a mí», y así descubren que les ha ido a los tres con el mismo cuento y se enfadan y la odian y se prometen que nunca más la creerán y le guardan ese estúpido rencor infantil hasta que se hacen mayores y tienen sus hijos y comprenden que en realidad su madre les decía la verdad a los tres, porque a los tres los quería más que a nadie.

Su mamá vuelve a su cabeza, joven, tierna, enfadada, contenta.

Y vuelve el día de su casamiento. La voz temblorosa de William al decir que sí quería casarse con Giuliana Di Benedetto. Las lágrimas que el que era ya su esposo no pudo evitar cuando su hermana Antonia recitó la bendición que los apaches hacían en las uniones de sus indios. La risa floja que le entraba al verle lagrimear con ese poema tan cursi y que además seguro que no era ni apache ni era nada, que decía:

Ahora sentiréis que no llueve, porque uno será el amparo del otro. Ahora no sentiréis el frío, porque cada uno será el abrigo del otro. Ahora sois dos personas, pero allí es solamente una vida después. Id ahora a vuestro hogar para ingresar en los días de vuestra vida juntos. Y quizá vuestros días sean largos y buenos sobre la tierra. Trataos con respeto y recordad a menudo qué os ha unido. Dad prioridad a la ternura, la gentileza y la bondad que vuestra unión merece. Podéis cabalgar lejos de las tormentas cuando las nubes oculten la cara del sol en vuestras vidas, pero recordad que, aun si lo perdéis de vista por un momento, el sol sigue allí.

Deja de correr porque, corriendo, no recuerda que se casaron para facilitar todos los trámites de la salida del país cuando emigraron a Florida, y le parece que la boda fue el colofón a una historia de amor digna de una película de Hollywood.

Y porque le vuelve la sensación de cansancio, no por correr, sino por todo lo que bailaron después en el bar del primo del novio de su sobrina Mariana, que les hizo un menú acorde con el presupuesto, que era cero, y les dio de comer poca cosa, pero de beber en abundancia, y llevó toda su discografía en un tocadiscos portátil en el que la Carrá no dejó de insistir en que para hacer el amor había que ir al sur y demás.

Vuelve Will, moviéndose con esa risueña dificultad metido en ese traje marrón que le estaba algo justo, sin saber que doce años después, justo doce años después, también sería marrón el traje de su mortaja, y también se leería un poema indio, cherokee esta vez, en esa otra ceremonia tan diferente, tan triste.

No te pares al lado de mi tumba y solloces. No estoy ahí, no duermo. Soy un millar de vientos que soplan y sostienen las alas de los pájaros. Soy el destello del diamante sobre la nieve. Soy el reflejo de la luz sobre el grano maduro, soy la semilla y la lluvia benévola de otoño. Cuando despiertas en la quietud de la mañana, soy la suave brisa repentina que juega con tu pelo. Soy las estrellas que brillan en la noche. No te pares al lado de mi tumba y solloces. No estoy ahí, no he muerto.

Lo deja porque recuerda la vida cuando se conocieron, tan sencilla: él era amigo de una amiga de alguien de quien ella era amiga a través de otra amiga. Se encontraron varias veces antes de la definitiva. En una fiesta de fin de año, en una boda a la que ninguno quería ir, en una concentración convocada por un fotógrafo para captar parejas bailando un tango, en la cola de un cine, en una manifestación para protestar por las privatizaciones de Menem. En fin. Se saludaban siempre afectuosamente, se presentaban a sus parejas y se decían que tenían que llamarse para tomar un café un día de éstos, sí, seguro, te llamo, llamame, claro, te llamo, chau, hasta que por fin la casualidad los hizo verse en la entrada del Luna Park para un concierto de Los Fabulosos Cadillacs.

—¿Hoy no venís con novio?

—¿Ni vos con novia?

—No. Ahora mismo estoy en góndola.

—Yo también. Estoy harta de los hombres.

Se rieron.

—No te preocupés, tenés facilidad para levantarte a las minas que querás.

—Pues vos no te quedás atrás. Cada vez te he visto con un pibe diferente. Todos peores que vos, por cierto.

—No como tus novias, todas con licenciatura en física cuántica.

Se rieron de nuevo. Hablaron, bromearon, bailaron, bebieron cerveza.

Corre al ritmo del preludio de la sonata para violonchelo de Bach, pero es Vicentico quien canta en su cabeza.

Quiero estar a tu lado poder verte en la oscuridad quiero ver a tu padre preocupado por mi traje preocupado por mi modo y mi manera de tomar viajo y me veo pasar ya me veo esta noche muriendo como las demás ya llego y te veo pasar abrazada a ese imbécil igual a todos los demás.

Por eso lo deja. Por Vicentico. Por Los Fabulosos Cadillacs cantando en el Luna Park para ella y para William, que detienen el baile y la canción y se besan y se besan y se besan y no paran de besarse mientras Los Fabulosos cantan y dejan de cantar y se despiden y la gente sale y ellos se van con la gente sin dejar de besarse, como si no hubieran tenido otra cosa en la cabeza desde que se conocieron en esa fiesta de fin de año, en esa boda, en esa concentración de tangos, en esa cola del cine, en esa manifestación contra Menem y sus privatizaciones. Porque recuerda las veces que lamentaron todo ese tiempo, perdido, dando vueltas, sin encontrarse.

—No nos encontramos porque no nos buscábamos, boludo. Vivíamos la vida sin más.

—Ay, dejame pensar que todo estaba marcado de antes, que vos y yo somos las dos mitades del andrógino que Zeus separó con su espada malvada…

—No era una espada, sino un rayo.

—¿Y qué más da? Me gusta la idea de que estábamos predestinados.

—Pero si vos no creés en el destino…

—Pero en el nuestro sí… Fijate, tanto tiempo conociéndonos… Me gustaste desde el primer día que te vi, ese fin de año, con ese boludo… Pensé: «Qué poco hombre este para tanta mujer».

—No era el hombre de mi vida, desde luego.

—Claro, porque el hombre de tu vida soy yo. Yo soy el que has estado esperando, el que va a hacerte feliz toda la vida, el que va a llenarte la casa de hijos y la nevera de comida y la cuenta del banco de dinero y todo lo demás.

Se reían casi todo el tiempo que no discutían, pero discutían mucho también. Corriendo se acuerda de las peleas absurdas que desgastaban su relación, de los enfados que se cerraban en falso casi siempre, porque Marie los escuchaba o porque no valía la pena seguir riñendo, y se les quedaban dentro y creaban un pozo de resentimiento que nunca acababa de vaciarse y era el caldo de cultivo para las broncas que venían después, que convertían su vida en un círculo vicioso de risas y de llantos que no tenían fin.

La muerte de Will se llevó eso, las reacciones desproporcionadas, los días sin hablarse, las reconciliaciones, y le devolvió al marido feliz, al hombre contento, enamorado, lleno de planes y de buenas intenciones.

Pero correr le trae a la mente todas las veces que le dijo «Me voy» y que ella le contestó que se fuera; las noches en las que buscaba información en internet sobre los tipos de custodia por si se separaban; las mañanas en que se tomaba dos cafés aunque le sentaran como un tiro para que él tuviera que preparar otra cafetera; las camisas blancas que tuvo que tirar porque las dañó adrede al ponerlas con ese vestido de Ana que desteñía; las veces que agregó más sal a un guiso; las que escondió en el armario de Marie su pulóver favorito.

Por eso vuelve a Decathlon y se compra un bañador de siete euros y un pack con gafas y gorro de baño que le cuesta cinco con noventa y se mete tres veces por semana en el agua caliente de la piscina cubierta. Porque ahí no tiene que pensar, sólo contar hasta tres, sacar la cabeza y respirar, y contar hasta tres, sacar la cabeza y respirar, y contar hasta tres, sacar la cabeza y respirar, mecánicamente.

El mismo mecanismo que la mantiene a flote fuera del agua para seguir viviendo.