Se encuentra con María Martín, por casualidad. No sabe por qué, pero esa mujer se empeña en enmascarar su debilidad con esa apariencia de perfección. Le produce rechazo en primer término. Luego, cuando lleva un rato pensando en ella o hablando con ella o chateando con ella, le inspira ternura. Tampoco sabe por qué.
Sus carros chocan en el pasillo del Carrefour.
Giuliana piensa: «Coño, qué mala suerte, con el supermercado vacío…».
Pero dice:
—María, ¡qué alegría verte!
La otra capta el contraste entre sus dos lenguajes, el verbal y el no verbal, y no alarga el encuentro más allá de la elemental cortesía, pero la fatalidad hace que vuelvan a encontrarse en la única caja abierta de toda la fila.
—Ya ves, con el paro que hay, podrían contratar más cajeras, ¿no te parece, María?
Giuliana nota que quizá la otra se ha percatado de su fastidio anterior, y se esfuerza en ser amable y en mostrarse parlanchina.
—Vine a comprar este equipo de camping por si nos apetece salir a comer al campo o algo… En la Semana Santa pasada no teníamos nada y no pudimos ir… Las niñas se quedaron fastidiadas.
—Claro.
—Yo estaba convencida de que teníamos uno, pero es probable que William lo tirara hace años.
—Sí, puede ser.
—Yo no me ocupaba de nada, antes… Era como si todo cayese del cielo. ¿No te pasa, a vos, en casa? ¿No te parece que hacés todo el trabajo y que tu marido se pega la gran vida? Y luego de repente te das cuenta, qué sé yo, de que el césped no se corta solo o las bombillas no se cambian por ciencia infusa…
—No, a mí eso no me pasa.
Giuliana piensa: «¡Joder, qué mala onda tiene esta mujer!».
Dice:
—Me da rabia pensar en todas las broncas que tuvimos por eso, porque a mí me parecía que absolutamente todo en la casa lo hacía yo, comprar, cocinar, organizar, ocuparme de las nenas, llevarlas al colegio, traerlas del colegio, al ajedrez, al ballet, a los cumpleaños de las niñas de la clase… Las cenas, las comidas, los baños, las maletas si nos íbamos de viaje… Estaba convencida de que todo lo hacía yo y de que Will se pasaba el día entero sin hacer nada… Y ahora, que tengo que arreglar las cosas de las que antes se ocupaba él, me doy cuenta de lo injusta que fui, de lo cretina que fui…
María no dice nada.
—¿Cómo sigue tu esposo?
—Igual.
—Vaya… Lo siento… O no, tal vez sea una buena noticia, ¿no? Estar igual significa no empeorar, y eso puede ser buena señal.
—El cáncer de mi marido es terminal. Le están proporcionando cuidados paliativos para que sufra lo menos posible, pero no va a mejorar.
—Lo siento mucho.
María ignora su consuelo.
—No has vuelto al grupo.
Aunque no es una pregunta, Giuliana la contesta.
—No… Mi situación es diferente a la de ustedes. Pensé que sería de poca ayuda y que podría hacerles pensar en lo peor.
—Tampoco lo has abandonado.
—Es que eso me parecía de mal tono. Como hacerles un corte de mangas: «Que les den, señoras y señores».
Se ríen. Giuliana más que María, pero la otra da su brazo a torcer.
—Y tú, ¿cómo estás?
—Bah… Sobreviviendo. Intentando sobreponerme a los estados de ánimo complicados…
—¿Tomamos un café?
Lo toman. Hablan un poco de todo, del tiempo, del estado de salud de los enfermos del grupo, del estado de ánimo de los familiares de los enfermos, de los planes para el verano, o de que Giuliana y las nenas han pasado un fin de semana en Zaragoza y ella está empezando a valorar la posibilidad de viajar a Argentina en verano, aunque allí sea invierno y parezca que viven en el día de la marmota, y porque quizá le venga bien que la cuiden y la mimen también a ella.
—Pero me da un poco de miedo ver a los padres de William, la verdad.
—¿No vinieron al funeral?
—No, no vino nadie de allí, ni suyos ni míos. Son todos muy mayores para viajar, y más por un motivo tan triste… Además, habría sido causa de conflicto.
—¿Y eso?
—Will era judío, pero no practicaba. Sus padres no habrían aprobado lo que hicimos, aunque fuera lo que Will había querido. Si supieran que sus cenizas no reposan en la tierra, sino que están expuestas en casa… Les daría algo… Pero para nosotras es importante tenerle ahí… Cerca…
María sigue la conversación sin perder de vista su teléfono. Le llegan mensajes continuamente y los responde, unas veces con un gesto de preocupación y otras con una sonrisa imposible de disimular.
—¿Es del grupo de Onco?
—¿Eh? Ah, no, no. Es un tema personal. Disculpa. Soy una maleducada.
—No te preocupes.
—Es un amigo, un amigo de hace… —Levanta las manos hacia el cielo—. ¡Uf! Ni sé el tiempo… De toda la vida.
—¿Sí?
—Sí, de toda la vida —insiste—. Salimos juntos hace mucho tiempo, cuando éramos unos críos, y nunca hemos perdido el contacto, en todos estos años.
—Qué bueno. Yo acabé fatal con todos mis exnovios.
—Tony y yo vivimos en círculos, somos como un planeta y sus satélites, ¿sabes? Imposible distanciarnos. Nuestras vidas siempre acaban confluyendo.
—En Facebook estoy en un grupo de fans de una escritora italiana, bueno, mejor dicho, de un libro de una autora italiana, La contessa di Lecce.
—¿Y?
—Me acordé de una chica que está en el grupo, con la que chateo en privado muchas veces.
—¿Por?
—No sé, me vino a la cabeza.
—Pero ¿por qué?
—El otro día me contó que lleva treinta años casada con su esposo, que tiene una hija, y que es una infeliz de mierda porque nunca olvidó a su primer amor. Pero no es tu caso, obviamente.
María repite:
—Obviamente.
Pero se le llenan los ojos de lágrimas y da un sorbo a su café con leche antes de seguir hablando.
—Tony y yo nos encontramos hace unos meses, en el hospital. Su mujer tenía un tumor cerebral.
—Joder.
—Sí.
—Mires a donde mires… Es como si la enfermedad y la muerte nos persiguieran…
—No seas…, ¿cómo lo dices tú? —Piensa unos segundos hasta que recuerda la palabra que buscaba—. No seas boluda.
Se ríen.
—Lo que pasa es que ahora estamos metidas en esto, es lo que nos rodea, y, sin darnos cuenta, nos damos cuenta, ¿sabes? Como cuando estás embarazada y no haces nada más que ver embarazadas a tu alrededor, o como cuando te compras un coche y vas por la carretera y te parece que todos los coches son de la misma marca.
—Sí, lo mismo…
—Fue una desgracia. Él estaba roto. Y bueno…
—…
—Nos ayudamos mutuamente.
—Claro.
—Ella llevaba enferma mucho tiempo. Le diagnosticaron el primer tumor unos cinco años antes, y desde entonces… Tuvo épocas buenas, pero… Estaba en una zona del cerebro en la que no lo podían extirpar por completo, y vivieron ese tiempo sabiendo que…
—¿Qué edad tenía?
—¿Cuándo?
—Al morir.
—¿Al morir? No, ella no ha muerto aún. Sigue viva…
—…
—Continúa viva y haciendo que la vida de Tony y de todos los que están a su alrededor sea un infierno.
—Mujer, no exageres. No creo que sea algo fruto de su voluntad.
—¿No?… Mira, ella es bastante menor que Tony. Él es de mi edad, cincuenta y cinco, y ella se empeñó en tener un hijo justo en ese intervalo, pero él no quería. Ella quería dejar algo suyo en el mundo, pero él no estaba dispuesto a condenar a ese niño a vivir sin su madre. Han tenido unas broncas monumentales. Tony no se merece algo así.
—No es una decisión fácil.
—No, claro. Pero ella era un poco…, un poco egoísta, porque, verás, Tony siempre había querido ser padre y ella siempre decía que no era el momento, que tenían que vivir la vida un poco más antes de atarse a un niño, que tenían que afianzar sus carreras antes de pararlas por un niño, que en ese momento no le apetecía dedicarse a otra persona, que si esto, que si lo otro… Y luego le entran las prisas.
—Suena egoísta, sí. Pero también, en cierto modo, es normal… Si pensaras demasiado lo de tener bebés, casi no los tendrías…
—Tú no la conoces.
—…
—Y además, en su caso, con el tumor haciendo de las suyas… La situación se ha vuelto insostenible como pareja. Ella ve cosas, oye voces, por ejemplo, cree que los sueños son parte de la realidad, está irascible, rompe objetos…
—Joder.
—Sí… Pero, claro, él no se puede separar de ella en esas circunstancias…
—Normal.
—Imagínate cómo le hubieran puesto… De vuelta y media… No, no… No se puede separar. Y aguanta como un jabato hasta que llegue el final, al lado de ella…
—…
—Al lado de ella.
Guarda silencio y Giuliana la imita. Toman el café calladas mientras María continúa tecleando sin parar.
—¿Y cuánto tiempo dices que hace que murió?
—¿Perdona?
—Su mujer, que cuándo murió.
—Pero si ya te lo he dicho, no ha muerto todavía…
—Joder, perdona, tengo la cabeza embotada… ¿Y cómo está él?
—Al principio se sentía muy culpable porque, en cierta manera, espera la muerte de su mujer como si fuera una liberación para él, y eso le hace sentir fatal… Pero poco a poco ha ido mejorando. Ahora está más o menos bien.
—Cuando ella muera, rehará su vida…
—Sí… Bueno, no, no exactamente. Tiene planes de rehacerla, pero de momento no es posible. Todo es muy complicado.
—¿Complicado?
—Sí, complicado. La vida es complicada a veces.
—Sí, pero mira, William y yo pensábamos que, si superaba la enfermedad, no nos distraeríamos más con pelotudeces, que disfrutaríamos más la vida, que distinguiríamos lo urgente de lo importante… No sé… Si tu amigo Tony ha vivido un drama tan grande, ahora tiene la obligación moral de ser feliz, ¿no te parece?
—…
—Escríbele eso y dile que se deje de tonterías y de complicaciones.
María la mira con una tristeza infinita, tan triste, tan infinita, que Giuliana acerca su silla a la de María y la abraza con timidez.
—Qué vida de mierda…
María la mira, de nuevo, con esa misma tristeza infinita, tan infinita y tan triste y se pone a llorar, desconsolada, mientras repite:
—Todo es muy complicado, Giuliana… Todo es tan complicado…
—William decía siempre que, cuando las cosas son demasiado difíciles, hay que aplicar la teoría del mínimo común múltiplo.
—¿Qué?
—Sí, eso de las matemáticas de cuando éramos chicas, ¿no te acuerdas? Espera, que si cojo carrerilla soy capaz de decirlo… El mínimo común múltiplo de dos o más números naturales es el menor que es múltiplo de todos ellos.
Sonríe, satisfecha.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—Pues, que cuando algo es complejo, conviene reducirlo a lo común, simplificarlo a la mínima expresión. Algo así como sacar el hilo de una madeja enredada e ir tirando de ahí para desenredar…
María niega con la cabeza y vuelve a la carga:
—Con esto no sirve, esto es muy complicado, muy complicado…
—Pero no te ofusques, María…
—Y es tan sencillo juzgar a las personas desde fuera, quedarse sólo en la apariencia, en la fachada…
—…
Le cuesta entenderla, porque habla entre sollozos, pero le da la sensación de que dice:
—Es tan sencillo catalogar a la gente por lo que parece, por lo que nosotros haríamos o diríamos, prejuzgarla… Es tan injusto, joder, tan injusto…
—…
Sigue hablando y sollozando. Giuliana intuye que dice:
—Yo siempre he intentado hacer lo correcto, lo correcto, por eso me veo como me veo ahora, por intentar hacer lo que se esperaba que hiciera, en lugar de hacer lo que yo quería hacer…
—…
Solloza. Farfulla.
—Y no tengo nada que sea de verdad, nada real, todo es mentira. Mis amigas, mentira. Mi vida perfecta, mentira. La que siempre sabe qué hacer y qué decir, mentira. Todo mentira.
Llora y moquea.
—La gente qué sabe…, la gente qué sabe lo que pasa en realidad por dentro de las personas…
En medio de ese mar de lágrimas en el que está, a una bocanada de ahogarse, María se aclara la voz y dice:
—Yo no soy tan hija de puta, ¿sabes?
La mira, y en ese momento, Giuliana se da cuenta de que el verdadero problema de María no es que su marido tenga cáncer de laringe. O tal vez sí.