Vuelve a ver a Carmina Palau, a la desesperada. La busca en el hospital, porque de nuevo le ha fallado la memoria, y no sólo se ha confundido con los nombres y las caras de algunos conocidos, sino que ha llegado a olvidarse de recoger a las nenas del colegio un par de tardes.
—El médico de mi ambulatorio no quiere pedirme un TAC.
—…
—Dice que esto tiene más que ver con mi situación personal que con el deterioro de mis neuronas.
—Y tiene toda la razón.
—¿Cómo que tiene toda la razón? Una cosa es que me haya quedado viuda y otra muy distinta que ande perdiendo la memoria.
—No son hechos aislados.
—Son hechos aislados.
—Elaborar el proceso del duelo es complicado.
Giuliana la mira con fastidio. Piensa que se ha equivocado, que se equivocó al creerle todas las veces que le dijo que acudiera a ella si necesitaba algo, cualquier cosa, lo que fuera. Se lo dice.
—La gente te brinda su apoyo hasta que se lo pides.
—¿Perdón?
—Todo el mundo te dice: «Aquí estoy para lo que necesites». Incluso tú me lo dijiste. Y ahora vengo a verte porque estoy preocupada.
—Trato de ayudarte.
—Pero es que necesito un volante para un TAC, no una consulta psicológica.
—Giuliana: duermes poco, cuidas y crías a dos niñas y vives una situación estresante. Eso es motivo suficiente para que la cabeza no dé para más.
—Pues yo estoy preocupada. Algo me dice que las cosas no van bien dentro de mí. Y mira, si te soy sincera, no me da miedo morir. Pero pensar que mis hijas van a quedarse solas, o que van a tener que vivir conmigo todo lo que yo viví con William… Eso me aterra.
—Eso forma parte del proceso.
—¿De qué proceso?
—Del duelo.
—Y dale con el duelo. Pero qué pesadilla…
La psicóloga guarda silencio y Giuliana no sabe qué va a hacer primero: llorar o gritar.
Finalmente, grita:
—¡Que no es por el duelo, que es por si tengo un tumor!
Después, llora.
Carmina Palau la deja llorar un rato y, cuando para, continúa con la conversación.
—¿Qué te ha dicho el médico?
—Que, si tuviera un tumor, tendría otros síntomas aparte de las lagunas mentales y que estoy deprimida.
—¿Lo estás?
Se encoge de hombros.
—Estoy desbordada, descentrada… Me siento inútil cuando tengo que hacer cosas que nunca he hecho y creo que no voy a saber hacerlas, pero luego me siento feliz cuando descubro que estaba equivocada porque las he acabado haciendo… Vivo en un tobogán de sensaciones buenas y malas. Me siento sola, pero también me siento mucho más cercana a mis hijas, como si hubiésemos sido capaces de desarrollar un nuevo cordón umbilical que nos ha unido a las tres… Estoy triste… Tengo unos bajones tremendos que me asustan. Pero no me siento deprimida.
—No creo que lo estés.
—Claro que no. Lo que puedo tener es un tumor y no una depresión, aunque el boludo del doctor me haya ignorado.
—Pero alguna prueba te habrá pedido, imagino.
—Sí…, una analítica de sangre y de orina.
—¿Y?
—Me dijo que todo era normal. Pero a William no le salió nada en los primeros análisis. La comida le sabía a mierda en la boca, perdón por la vulgaridad, pero es lo que decía William, que la comida le sabía a mierda, y el médico le decía que no tenía nada, que era el estrés. Y mira el estrés adónde lo llevó.
—¿Es el mismo médico?
—No, es otro. A ése no lo he vuelto a ver, afortunadamente para él, porque el día que me lo encuentre no sé lo que le haré…
—Compartes la culpa con él, entonces.
—¿Qué?
—También te reprochabas a ti misma no haberte dado cuenta antes de que William estaba enfermo, y la culpa no es de nadie, Giuliana, son cosas que ocurren, imponderables…
—Estás siendo corporativista.
—Estoy siendo racional. Tú no tienes la culpa, y ese médico de familia tampoco. En medicina no se pueden hacer pruebas y pruebas y más pruebas por si acaso falla lo que parece elemental. Es verdad que el mal sabor de boca puede ser indicativo de algo grave… Quizá podría haber hilado más fino; siempre se puede ir un paso más allá. Podría haber intuido que algo no estaba bien, hacer caso a ese sexto sentido. Pero… si los primeros análisis no delataban nada extraño, no puedes culparle a él por no haber sido más previsor, por no haber pensado: «Mmmm, estas pruebas no me indican que tenga que ir más lejos, pero…».
—…
—Sigue contándome cómo te fue con el doctor, por favor.
—Yo le dije: «Bueno, hagamos un TAC y salgamos de dudas», y él que no, que un TAC es agresivo para el organismo, que tendría que tener más síntomas. Y yo: «¿Agresivo o caro?», y él: «Agresivo, señora, si yo tuviera la menor duda no pondría en peligro su salud por mucho que estemos en crisis», y yo: «Pues no la ponga y mándeme el jodido TAC». Y él, que estoy deprimida y enfadada, que son dos de las siete fases del duelo. Y yo, que las fases son cinco, y él, que son siete, y yo: «Pues mire, será por los recortes, pero ahora sólo son cinco», y él: «Señora, usted no tiene un tumor cerebral, no hace falta un TAC para detectarlo, usted tiene la cabeza como una puta maraca».
—¿Eso te dijo?
—Bueno… No es una reproducción exacta, entre otras cosas porque no la recuerdo, quizá por el tumor.
Las dos mujeres se ríen, inevitablemente.
—Mira, Giuliana, no te enfades por lo que te voy a decir, ¿de acuerdo?
Giuliana asiente. La psicóloga continúa.
—Estás en pleno momento de ira, de enfado con el mundo…
—¿Yo?
—Sí, tú. No sé cuántas veces has levantado la voz en el rato que llevas aquí. Y supongo que no soy la única con la que te enfadas.
—No estoy enfadada contigo… Perdona si te he dado esa impresión.
—Sé que no estás enfadada conmigo, sino con la vida en general. ¿Qué tal con las niñas? ¿Pierdes más la paciencia con ellas?
—Con las niñas no… Ellas sólo me dan paz.
—Pero con el resto de la gente…
—Enojarse es normal… No soy la madre Teresa de Calcuta. Pero ni ahora ni antes, nunca me he caracterizado por mi buen carácter…
Vuelven a reírse.
—Todo lo que te sucede es normal, Giuliana. En esta etapa, en la que la pérdida es tan reciente, no es extraño que el superviviente desarrolle algunos síntomas de la enfermedad que se llevó al ser querido.
—¿Me estás diciendo que me lo estoy inventando?
—No. Te digo que no es raro que el organismo somatice los conflictos internos. Hay quien llega a desarrollar rasgos de la personalidad del fallecido. Y todo entra dentro de lo normal.
—No es mi caso. Yo no estoy somatizando nada.
—En situaciones de estrés severo, el cerebro genera una hormona, cortisol, que afecta a la memoria.
—¿En qué sentido?
—Puede causar su pérdida temporal…
—No jodas.
—Hay estudios recientes que lo demuestran: cuando alguien está sometido a estrés físico o emocional, es más proclive a olvidar fechas, números e incluso caras de personas que le son familiares.
Giuliana se obstina.
—Pero yo no siento ese estrés.
—¿No? Porque los síntomas que describes…
—No.
—¿Crees que es más probable que hayas desarrollado un tumor cerebral?
—Podría ser.
Carmina abre un cajón de su escritorio, saca un pequeño frasco de colonia, se perfuma las manos, se las frota, se las lleva a la nariz y cierra los ojos mientras aspira ese olor que le recuerda tanto a su madre que la serena y la ayuda a concentrarse en el trabajo.
—¿Has leído Las crónicas de Narnia?
Giuliana se encoge de hombros y trata de recordar si ha leído la ficha entre los papeles de William, pero el (puto) tumor le impide atrapar ese recuerdo.
—Vi la película. ¿Eso sirve?
—Sirve. Verás, el autor de Las crónicas de Narnia, C. S. Lewis, era un católico recalcitrante, familiarizado con la idea de la muerte, no como sinónimo de fin de la vida, sino como principio de la vida eterna. Se casó con una norteamericana que había ido a Inglaterra expresamente a conocerle. Fue una historia de amor rara.
—¿Por?
—Los dos eran católicos bastante inflexibles y estaban en contra de la unión entre personas casadas con anterioridad. Ella se había separado de su primer esposo porque bebía y la engañaba, y después de uno de esos engaños se hizo católica, ya ves tú qué tendrá que ver. Por eso le atrajo Lewis, porque era un conocido defensor de los valores cristianos en su vida y en su obra. Ella le leía y se reconfortaba leyéndole, y de ahí pasó a escribirle.
—Últimamente estoy en esa onda: escribir, leer, comunicarse… Ayuda a las personas.
—Así es.
—Sí, así es.
—La cuestión es que, después de escribirse largamente, después de conocerse, después de que a ella no la dejaran permanecer en el país, después de que se casaran por evitar que la deportaran a Estados Unidos, después de ocultar a la gente su relación, después de lo complicado que todo aquello debió de resultarles dada la época, la posición y el cristianismo exacerbado de ambos…
—… Uno de los dos tuvo un tumor cerebral.
Sonríen.
—Disculpa, no he podido evitarlo. Continúa, por favor…
—Casi aciertas. Se casaron en abril; en el verano a ella comenzaron a dolerle los huesos y en el otoño empezó con las fracturas.
—¿Qué tenía?
—Cáncer óseo. Murió cuatro años después, y su muerte marcó la vida y la obra de Lewis.
—¡Joder!
—Poco después de la muerte de Joy, su mujer, él escribió algo que, para mí, resume perfectamente el momento en el que tú te encuentras. Anotó: «Nadie me dijo nunca que el duelo se pareciera tanto al miedo. No tengo miedo, pero la sensación es como de miedo, la misma agitación en el estómago, la misma intranquilidad…».
Giuliana traga saliva.
—No tengas miedo. Yo no puedo pedirte esa prueba. Pero, si de verdad crees que puedes estar enferma, puedo derivarte al servicio de psiquiatría con el ruego a mis colegas de que valoren la posibilidad de solicitarla.
—¿Tan mal me ves?
—Si te viera mal, no te lo preguntaría. Te enviaría directamente.
—…
—Has venido, has pedido ayuda, aunque fuera de una manera tan enrevesada: «Tengo un tumor, ayúdame». Eso es un buen síntoma, el mejor indicador de que estás bien y, lo que es más importante, de que quieres estarlo.
—¿Sí? Olvido cosas, olvido caras, olvido a las niñas, creo que voy a morir… Pero estoy bien…
—Así es.
—Qué curiosa es la psicología.
—Si lo llevases todo por dentro, si no dejases salir tu dolor… Eso sería lo complicado.
—¿Podría ser peor, quieres decir?
—Tu sentido del humor también juega a tu favor. Tus ganas de salir adelante te delatan: eres una superviviente.
—¿Lo soy?
—Lo eres.
—Gracias.
—Pero eso no quiere decir que no puedas necesitar ayuda… Ya te lo dije en su momento. Hay terapias, talleres, grupos, fármacos…
—¿Y cómo sabré si lo necesito de verdad?
—Lo sabrás, tú mejor que nadie, en eso serás mucho más fiable que con lo del tumor.
Sale de la consulta convencida.
No tiene un tumor.
Va a sobrevivir.