Suena el teléfono. Una teleoperadora intenta venderle un aparato purificador del agua que eliminará la cal y le dejará la piel tan suave que no necesitará usar crema hidratante, y el cabello tan sedoso que siempre parecerá recién salida del salón de belleza. Eso le recuerda que tiene que pedir hora en María José Zamorano porque le han salido ya las canas. Le dice que no le interesa. La teleoperadora insiste. Le dice que es viuda, que es pobre, que ya tiene un aparato de ósmosis inversa para el agua de beber.

La teleoperadora, que debe de ser sorda e inasequible al desaliento, insiste.

No le dice que es alcohólica y no toma agua, que es guarra y no se ducha, que es desastrada y no friega platos ni le pide que deje de joder ya con la puta ósmosis inversa, porque reconoce el acento argentino y le entra una solidaridad patria que casi la lleva a comprarle el aparato. Pero se contiene. Le dice que no lo quiere lo más amablemente que puede. Le desea suerte con la siguiente y cuelga, pero no guarda el móvil.

Lo mira un instante y vuelve a sacar el papelito de la cartera y a marcar el número, aunque se lo sabe de memoria.

Presiente que después del sexto tono la atenderá una voz de mujer que le pedirá que deje el mensaje al escuchar la señal, y cuando ocurre, se dice, mientras la escucha, que ha de tomarse en serio lo de jugar a la lotería, porque cada vez tiene más aciertos en sus premoniciones.

Llega la señal, y habla.

—Estooooo… Sí, soy yo.

Silencio.

—Y me gustaría tanto hablar contigo…

Silencio.

—Si pudieras llamarme, cuando te viniera bien…

Silencio.

—Voy a ir al médico. Últimamente tengo lagunas de memoria y eso me preocupa.

Silencio.

—Si me llamaras y lo pudiéramos hablar, te lo agradecería mucho.

Silencio.

—La verdad.

Silencio.

Cuelga.

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