Pepe Bau la llama por teléfono, y le cuesta reconocer quién está detrás de la llamada.
—¿Giuliana?
—Soy yo.
—Soy Pepe Bau, ¿te acuerdas de mí?
Le suena vagamente. Le viene a la cabeza que es de los que habitualmente le dan al botón de «Me gusta» en su muro y le parece que ha leído alguno de sus comentarios acerca de los suyos.
—Esto…, ¿somos amigos de Facebook?
Llega una risa desde el otro lado.
—Sí, también somos amigos de Facebook.
—Me vas a disculpar… Tengo la cabeza algo embotada…
—¿Te encuentras bien?
—Sí, sí, me encuentro perfectamente. Lo único que me pasa es que duermo muy poco.
—Ok.
—Entonces, Pepe Bau, eres…
—El jefe de William, de Nova Peritia.
Al escucharle le vienen, de golpe, montones de imágenes a la mente:
Pepe Bau y William con las corbatas anudadas en la frente en la boda de Alejandra, la hija mayor de Pepe.
Pepe Bau haciendo reír a William en la cama del hospital durante su primer ingreso.
Pepe Bau visitando a William en la casa, tras el alta del primer ingreso.
Pepe Bau sentado en el borde de la cama del hospital, algo cabizbajo, mirando a William dormitar.
Pepe Bau en el funeral de William.
—Pepe… Perdóname. No sé ni dónde tengo la cabeza…
—Tranquila, no tienes por qué recordar a todo el mundo.
—No, a todo el mundo no, pero a vos… Has sido el jefe de Will durante…, ¿cuánto?, ¿cinco años?
—Más o menos, sí.
—Y no sólo eso, joder, has sido su amigo…
—Bueno, por eso mismo te llamo. Para que sepas que sigo aquí, a vuestra disposición. Para lo que tú necesites y para lo que necesiten las niñas.
Se enternece al oírle. Se emociona.
—Te agradezco en el alma lo que me dices, Pepe.
—¿Estáis bien? ¿Puedo ayudaros en algo?
—No, no… Todo está bien.
Del otro lado llega un carraspeo que anticipa una incomodidad. Giuliana se adelanta a la pregunta.
—No tenemos problemas de dinero, no te preocupes.
Pepe se ríe.
—No iba a preguntarte eso exactamente…
—¿No?
—No, no exactamente.
—¿Entonces?
—Iba a preguntarte por las niñas, cómo les va en el colegio, si lo están llevando bien… Y tenía pensado preguntarte por ti, cómo estás tú, si te sientes triste o sola o te apetece tomar un café algún día…
—Las nenas están bien… Sorprendentemente bien… Lo han vivido todo con una naturalidad pasmosa. Una ve tantas cosas en el cine que se monta su propia película en la cabeza. Quiero decir: cuando todo era ya irreversible, cuando el final ya se veía cerca con Will, yo me angustiaba pensando en si Ana dejaría de comer o de jugar, o si Marie ya no querría estudiar y se encerraría en su cuarto para llorar sin dejar que la consolara… Marie tenía locura por su padre…
—Lo sé, William me lo contaba.
—Sí… Estaba tan orgulloso del afecto que le tenían sus hijas…
—No era para menos. Cuando mi ex estaba embarazada de Paloma, mi hija pequeña, leí en uno de esos libros sobre maternidad que los bebés descubren la figura paterna a los ocho meses y le pregunté a ella: «Oye, ¿cuándo cumple Alejandra ocho meses?», ¡y tenía tres años! Creo que mis hijas no me quisieron hasta que su madre y yo nos separamos…
Se ríen.
—No culpo a Inés, que conste… Yo hacía todo lo que podía, pero las niñas preferían a la mamá…
—Eso suele pasar. Ya sabes esa viñeta de ¿para qué llaman los hijos a las madres?: para preguntarles por los pantalones, por las gafas, para decirles que se han caído o que necesitan tal o cual cosa, y ¿para qué llaman al papá?
—Para preguntarle por la mamá, ya lo leí en el Hola.
—¿En el Hola?
—Sí, en tu muro. Siempre que lo abro me digo: voy a ver qué cuenta hoy Giuliana en su Hola.
Se ríen, de nuevo.
—¡Qué bueno!
—No, qué buena tú. Me encanta lo que pones, me río mucho con los chistes y con tu forma de contar la vida que pasa.
—…
—Me gusta cuando cuentas cosas alegres, ver las fotos de las niñas…
—Hay quien me dice que no ponga a las nenas… Pero así las ven mis familiares de Argentina… Me niego a pensar en la maldad del mundo…
—Son fotos bonitas, no te preocupes. Y esas fotos de vuestra boda… ¡Madre mía! Cuando las vi… Lo que habría dado por que William estuviera en la oficina para morirme de la risa con él…
Silencio, al otro lado.
—Perdóname, Giuliana… Igual he sido un poco capullo al decir esto último.
—No, no. Yo misma tengo esa sensación miles de veces.
—…
—Y me hace mucha gracia eso que me has dicho del Hola. Ahora pensaré en eso cada vez que me conecte.
Se ríen.
—Me gusta saber que estás bien cuando estás bien.
—A veces estoy bien…
—Y me da mucha pena cuando veo que no lo estás tanto.
—A veces estoy mal…
—Por eso te he llamado esta tarde.
Se hace un silencio, en el que ambos recuerdan lo que Giuliana ha escrito hace apenas media hora:
Giuliana Di Benedetto con William Kesselman
29 de diciembre de 2011
Y sí, hace cinco meses te ibas para no volver, aunque siempre estás con nosotras, en lo que hacemos, en lo que decimos, en lo que pensamos, en nuestros viajes, en nuestros momentos de alegría y en los de tristeza, en nuestros sueños, en nuestras esperanzas… Me habría gustado compartir más cosas con vos, como ser humano, como hombre, padre, amigo, amante, pero la vida/Dios/el destino nos tenía reservado otro plan, ojalá algún día sepa por qué… Te sigo amando como el primer día… Seguí descansando. I love you so much.
—La fotografía que pusiste hoy…
—Sí… Es bonita…
—No, no es bonita. Es muy bonita. Tú estás muy guapa, pero no es bonita por eso… Es que se os ve tan felices…
—Lo estábamos. Era la primera vez que salíamos a cenar solos desde que vinimos aquí. Ana tenía dos meses. Nuestra vecina Lourdes se quedó con ella y con Marie, y nosotros nos fuimos a cenar a un restaurante que estaba en la esquina de casa, a menos de cien metros. Will decía: «Joder, no sé por qué molestamos a Lourdes, si podíamos habernos traído el intercomunicador para oír si lloran».
Le parece estar viviendo ese momento otra vez. Le parece que, si cierra los ojos, verá la mesa con el mantel blanco, las copas de vino, los vasos para el agua, los platos de los huevos rotos, del crujiente de morcilla, del revuelto de ajetes. Los cierra. No ve nada más que oscuridad. Los abre y aparta la vista del altar donde reposan las cenizas de William rodeadas de dibujos de Ana y de Marie y la botella de Jack Daniel’s a la que, de cuando en cuando, por la noche, ella le pega un tiento para brindar por el recuerdo de su marido muerto. Los cierra de nuevo y se concentra en evocar la cara de Pepe Bau, porque el recuerdo de su marido vivo le duele y el de su marido muerto le duele más aún.
La cara de Pepe Bau, no la recuerda bien. Se esfuerza. Se enfada con ella misma y sus neuronas inconexas. ¿Cómo puede no acordarse del hombre por el que empaquetaron las cosas, todas las cosas, las metieron en un contenedor, introdujeron el contenedor en un barco, esperaron a que el barco surcase el océano, vigilaron que del contenedor saliesen todas las cosas y colocaron todas las cosas en una casa de dos plantas, patio trasero y garaje comunitario? ¿Cómo puede no acordarse de la cara de la única persona a la que veían con regularidad porque era la única persona a la que conocían entonces? ¿De qué color tenía los ojos el amigo del antiguo compañero de la facultad de William que, quién sabe por qué motivo, se acordó de él, de su tenacidad, de su perseverancia, de su ojo para el peritaje, de su sagacidad para detectar fraudes, de su tino para valorar daños, y le habló de todas esas características a su socio multiplicándolas por diez, de tal manera que no les quedó más remedio que ficharle desde el otro lado del Atlántico para Nova Peritia, como si en lugar de un gabinete pericial fueran el Real Madrid y hubiesen descubierto a Ronaldo cuando aún jugaba en el Cruzeiro y ni siquiera le había echado el ojo el PSV?
Eso decía William.
—¡La puta!, si parece que soy un galáctico…
Qué feliz estaba William entonces. Qué miedo tenía ella. Pero la felicidad de él lo llenaba todo, lo movía todo. Todas las cosas, el contenedor, el barco, la casa alquilada con patio trasero. Antes que ellos allí había vivido una hippie que vendía cartelitos de madera con nombres de niños en las ferias medievales. Se dejó una caja y William armó varios. Un día apareció por casa con un sombrerito de trovador y se sentó en el suelo con un pegamento Loctite en la mano. Se le quedaron pegados dos dedos y tuvieron que meterse rápidamente en internet para averiguar cómo se sacaba el pegamento sin arrancarse la piel. Era con aceite. Cómo lo recuerda. Cierra los ojos y espera verlo, como si viviera dentro de una película. Pero no. No ve nada. La misma oscuridad de siempre. Y aunque recuerda con nitidez los colores de las piezas con los que William montó los nombres de Alejandra y de Paloma, no es capaz de hacer memoria del color de los ojos del padre de esas niñas que no eran lo bastante pequeñas como para valorar el esfuerzo del nuevo empleado.
—Joder, William, ¡que tienen diecisiete años! —le dijo Pepe.
—¿Y? Pues que se pongan el cartelito igualmente. Y debajo que pongan: «No entres, papá, que estamos con el novio» —contestó William.
Lo recuerda todo, incluso lo que no presenció, como si acabara de ocurrir. Le irrita esa laguna de su cerebro porque no es la primera vez que le pasa.
Se mete en Facebook para buscarlo, pero sólo encuentra una foto de Copito de Nieve en su perfil y otras de amaneceres o de paisajes en su biografía.
Se da por vencida al escuchar su voz.
—Te has quedado muy callada. ¿Te ocurre algo? ¿Te has puesto triste?
—No… Es que… Estaba intentando recordar una cosa.
—¿Una cosa de William?
—No.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Al principio sólo escribías cosas de él, para él. Me daba una pena…
—Era una forma de desahogarme.
—¿Puedo decirte algo?
—Obviamente sí.
—Me daba algo de miedo. En algún momento pensé que…, pensé que podía llegar a ser algo enfermizo para ti.
—…
—La mujer de un amigo es psicóloga y se lo pregunté. Me dijo que podía ser una buena herramienta para afrontar la pérdida, como si hablaras con él… Pero a mí me seguía dando un poco de miedo.
—Tengo dos preguntas para ti.
—Adelante.
—Una: ¿por qué hablas en pasado?, ¿ya no te preocupa?
—No, ya estoy más tranquilo. Hubo un punto de inflexión, hubo un día en el que no hiciste ninguna referencia a William y, a partir de ahí, empezaste…, no sé…, a abrirte más, a veces hasta a reírte, a mostrar tu buen humor… No sé.
—…
—¿Y la segunda?
—La segunda es… No te ofendas, pero… La segunda es: ¿y a ti qué carajo te importa si estoy bien o estoy mal o estoy regular o estoy contenta o qué?
—Joder.
—No te ofendas, insisto, porque la verdad es que andaba sintiéndome…, ¿cómo dicen acá?, ¿como una mierda pinchada en un palo?
—Sí, algo así.
—Pues eso, andaba así hasta que me has llamado y me has sacado un poco de mi tristeza, de mi círculo vicioso de añorarlo más que ningún otro día. Hoy, ya sabes, ya lo has leído en el Hola, hace cinco meses que Will se marchó, y siempre que llega este día me vengo abajo, me desarmo, me muero un poco yo también a partir de las nueve de la mañana. A la una resucito unas horas, y a las tres me muero de nuevo hasta las cinco. Y por la noche, si me quedan fuerzas, me muero un ratito más después de que las chicas se hayan dormido. Me hago la ilusión de que ellas no se dan cuenta, pero o no son hijas mías o notan que soy una zombi.
Silencio.
Continúa.
—A veces se las lleva una vecina. O aparece una madre del colegio con una merienda o una reunión de no sé qué y yo finjo que es verdad, que no recuerdo que el mes pasado las niñas vinieron extrañadas porque a esa fiesta sólo habían ido ellas.
—Saben que vas a estar mal y tratan de ayudar.
—Así es… Son buena gente, no me tienen en cuenta este carácter mío.
—¿Qué le pasa a tu carácter?
Se encoge de hombros, aunque desde el otro lado del teléfono Pepe no la puede ver.
—Qué sé yo. Soy tímida, retraída… Pero lo de Will lo ha cambiado todo, lo ha empeorado todo…
—No es para menos.
—Me he vuelto como nórdica…
Le llega una carcajada.
—No te rías. Es así. Me he vuelto menos latina y más sueca.
—¿Eres rubia, ahora?
—No, soy fría, ahora. Me cuesta tener una relación más personal con la gente.
—Tienes suficiente con el Hola.
—Sí.
—Claro.
—No sabes lo agradecida que le estoy a Zuckerberg. Díselo a la esposa de tu amigo. Que el Hola me ha salvado la poca cordura que me queda.
—Se lo diré. Pero ten cuidado: la realidad virtual no sustituye a la auténtica realidad.
—Sí, lo sé… Ando recomponiendo mi mundo poco a poco. Empiezo por lo sencillo y dejo para luego las tareas más arduas.
—Es una buena técnica para evitar daños. Te lo digo por deformación profesional.
—Will diría lo mismo.
—Formábamos un buen tándem, sí.
—Will decía que los amigos son como los anillos, o te entran o no te entran. En realidad lo decía de las relaciones en general, de los afectos, o te entran o no te entran; si lo fuerzas, la cagas, lo único que logras es lastimarte el dedo.
—Buena filosofía.
—Pero, a pesar de esa mentalidad, a él parecían estarle bien todos los anillos. A todo el mundo le caía bien y a él le caía bien casi todo el mundo.
—Era muy grande…
—Y ahora, dame la respuesta a la segunda pregunta, por favor.
—William era un gran amigo.
—Eso ya lo sé.
—Desde que llegó a Nova Peritia nos metió a todos en el bolsillo, de forma literal. Era una máquina de generar afectos, ¡qué grande era!, ya te digo… Pero él y yo conectamos especialmente, desde el primer minuto, como si nos conociéramos de antes.
—Sí, a él le ocurría algo parecido.
—Compartimos muchas cosas, muchos viajes para hacer peritajes, muchas horas de despacho… Para mí, Will era un amigo de toda la vida aunque acabara de llegar. Y su enfermedad nos unió más de lo que ya estábamos. ¿Sabes esa idea de que los hombres no hablamos entre nosotros ni de sentimientos ni de intimidades? Pues no es verdad. Will y yo compartimos muchas cosas. —Se le quiebra, un poco, la voz. Carraspea. Se rehace. Continúa—. Muchas.
—…
—Me preocuparía por ti en cualquier caso. Pero, además, William me lo pidió.
—¿Qué cosa?
—Me pidió que no me olvidara de vosotras, que estuviera pendiente, que no dejara que te faltara trabajo si necesitabas trabajo, o amigos si necesitabas amigos, o lo que fuera…
Se acuerda del pósit. Se enfada con William, tanto, que siente literalmente que una bola de fuego le recorre el cuerpo, desde el estómago hasta la boca pasando por el esófago, quemándole la faringe, la lengua, los labios.
La escupe.
—Me hincha las pelotas eso.
—¿Por qué?
—Porque no me consideraba lo suficientemente fuerte para solucionar mis problemas por mí misma…
—No es verdad. Lo que pasa es que le daba miedo que estuvieras sola.
—Eso te digo: no me consideraba capaz de crear mis propias redes, de conseguir amigos, hombros en los que apoyarme, trabajo para salir adelante o dinero para regresar a mi país.
—Acabas de decir que te cuesta.
—Me cuesta, pero lo haré. Soy capaz de hacer lo que se me cante el culo sin que nadie me allane el camino.
Pepe no puede evitar reírse.
—¿Te da risa? ¿Te hace gracia?
—No, perdona, pero es que nunca había oído esa expresión, ni siquiera a William, y eso que de vez en cuando se agarraba unos cabreos…
La bola de fuego lo quema todo.
—Estoy hasta el forro del orto de todos ustedes.
—No te lo tomes así.
—¡Joder, que no!… Era mi marido y actuó como mi padre desde el primer momento hasta el último.
—Lamento mucho que tengas esa sensación.
—No es una sensación, es una certeza. Es la realidad.
—Estás ofuscada.
Siente la ira subir de nuevo desde su estómago hasta la garganta. Explota.
—No tienes ni puta idea de cómo estoy ni de cómo soy. No sabes nada de mí. No estoy ofuscada. Estoy cabreada, enfadada, irritada. Estoy hasta los huevos. No me conoces, ni eres mi amigo ni mi guardián, así que deja de dártelas de lo que no eres, porque a mí no me vas a peritar como un trabajo de los vuestros. Y si lo fuera, si lo tuvieras que hacer, me tendrías que valorar como un siniestro total. Esto ha sido un choque de trenes, ¿entiendes? Y no hay supervivientes. Así que vete a rellenar tu informe y anota todo esto para el cretino de tu colega, que lo leerá desde el otro mundo.
—…
—Pero no vuelvas a llamarme ni a creer que eres mi amigo. Porque, para que lo sepas, ni siquiera me acuerdo de tu cara.
Cuelga el teléfono. Arranca el cable de un estirón y estampa el aparato contra la pared.
Cuando vuelvan las niñas les dirá que se tropezó y se cayó y de alguna manera el auricular acabó en el otro lado del salón, y ellas fingirán que la creen, porque, en realidad, creen que cualquier cosa puede ocurrir el 29 de cada mes.
Mañana, cuando se arrepienta y se conecte a Facebook, sabrá la cara que tiene Pepe Bau, porque él habrá cambiado la foto de su perfil y no será más Copito de Nieve, sino un hombre alto, delgado, de pelo canoso y de sonrisa franca que viste una camisa blanca y lleva un ejemplar del Hola en la mano, y le llamará por teléfono para pedirle perdón y le dejará entrar en su vida.