Hay dos formas de ver la vida: una es no creer en los milagros y la otra es creer que todo es un milagro. No lo dice ella. Lo dijo Albert Einstein, y durante mucho tiempo sintió que era así. A ver. Lo sintió sin saber que Einstein lo había dicho, pero lo sentía. A veces miraba a su lado a William en la cama, dormir a pierna suelta, roncando como un ceporro, y sentía fastidio y pereza y se preguntaba por qué había tomado esa elección y no cualquier otra cuando estuvo ante dos caminos, uno y otro, y no escogió el que la habría llevado a ser una profesora de sociología en una universidad americana, sino el que la había conducido a dormir al lado de ese hombre que era tumbarse en la cama y ponerse a respirar con la fuerza de un bigfoot, que la había arrastrado de país en país por su interés y no por el de ella, que la había convencido de tener una hija pronto en lugar de disfrutar un poco de la vida para que no fueran dos viejos cambiando pañales y había pasado los años siguientes martilleándola con la idea de que no era bueno para Marie criarse sola y de lo maravilloso que sería tener otra bebita más, igualita, chiquita, tan linda, y se enfadaba tanto que le daban ganas de zarandear a su marido y de reprocharle todo, desde que roncara hasta que ella no tuviera la vida que había soñado y la que él mismo le había prometido, tiempo atrás, la felicidad total, el futuro lleno de luces y música.

Pero otras veces ese mismo hombre se despertaba sigiloso cuando su hija pequeña se removía en su cuna y, medio dormido, le preparaba el biberón y le daba besos pequeños, cortos, leves, suaves, rápidos, tiernos, en los dedos de los pies, y mientras Ana sonreía, se lo daba, el biberón, y le decía:

—Shhh, duerme mi bebé, no despiertes a mamá.

Y entonces, cuando eso ocurría, se olvidaba de los ronquidos y de las broncas tontas y sentía lo de Einstein. Sentía que todo lo que tenía, la casa nueva, la aventura de la vida, no era más que un milagro, un puro milagro, y se irritaba tanto consigo misma por no ser capaz de evitar aquellos tontos enfados que le daban ganas de levantarse de la cama y de dejar de fingir que dormía para escabullirse del biberón de la madrugada y de apartar a Ana de los brazos de su padre y de meterse ella allí adentro y decirle:

—Joder, Will, gracias por todo esto, por todo, por hacerme tan feliz y por aguantar todas mis boludeces y por estar conmigo…

Y decirle:

—Si ahora mismo me pusieran rayos X en el pecho, en la radiografía saldrían mis pulmones, mis costillas, mi corazón y esta inmensa felicidad que lo llena todo y no me deja ni respirar.

Pero, como le parecía una cursilada, no decía nada. Lo pensaba nada más. Y se quedaba dormida con este pensamiento en la cabeza, con el del martirio de tener esa personalidad podrida que le hacía vivir en la queja perpetua y no ser consciente, todo el tiempo, del prodigioso milagro que se estaba produciendo en su vida.

Los milagros existen porque la vida es milagro, ahora lo sabe, desde ayer o desde anteayer. Es lo que tiene el insomnio, que multiplica las horas hábiles y da tiempo a hacerlo todo. De día está cansada, pero nada que no se arregle con un vial de ginseng y un par de siestas cortas mientras Marie y Ana están en el colegio.

A cambio, tiene la casa como una patena. Ni una mota de polvo, ni una mancha de grasa en la encimera ni un resto de comida en el sofá. La ropa de las nenas está impecable, planchadas las arrugas, zurcidos los efectos de los enganchones en el patio del colegio. Se ha puesto al día con la lectura y con el italiano, que lo tenía abandonado, y todas las noches ve en ONO una película en inglés para refrescar ese acento que andaba oxidado después de casi cinco años sin hablar con nadie que no fuera William y de cinco meses sin usar ese idioma ni siquiera con William, porque cuando habla con él lo hace siempre en español. Y cuando ya no queda casa por limpiar ni ropa por planchar ni rotos por coser ni libros por leer ni pelis por ver, se mete en internet. El periódico, lo primero. Los españoles y los argentinos. El País, El Mundo, ABC, Página 12, Miradas al Sur, La Nación, Clarín. Quiere saber qué pasa aquí y allí.

Llega la Navidad. Hace caso a su madre, a su vecina, a la directora del colegio, y en las vacaciones se van a Zaragoza. La versión oficial es que todos los que le aconsejan que se airee, que viaje, que haga cosas divertidas con sus hijas tienen la razón y para que el mundo lo vea crea un álbum con dieciséis fotografías de ella y Ana, de Ana y Marie, de Marie y ella, de las tres juntas, etcétera, en la puerta de la basílica, en el tren jugando a las cartas, comiendo alfajores y facturas en una confitería, fingiendo que empujan la bola del mundo de la plaza del Pilar, y en cada una hay un comentario jocoso y una sonrisa en las caras y siempre una mención a Will: «Parece que no está, pero vino con nosotras en nuestras mochilas».

Pero por qué a Zaragoza, le preguntan. Porque nos venía bien y el viaje en tren era cómodo y barato, contesta. Si insisten, ella insiste: por qué no a Zaragoza, si es una ciudad preciosa. Lo es, es la verdad. Pero a Zaragoza va, y no va a Tarragona, a Port Aventura, ni a Madrid, a la Warner, ni siquiera a Teruel, a Dinópolis, porque William no se dejó en un hotel de Tarragona ni de Madrid ni de Teruel, una vez que fue a peritar un accidente, una chaqueta de lana fría que todavía conserva su olor, con esfuerzo y con imaginación, y que ella frota contra su nariz cuando las niñas se duermen, agotadas y contentas. No es que vaya a hacer por el país una ruta en busca de los objetos perdidos de Will, aunque le consta que hay un reloj en Torrelavega, unas gafas de sol en Alhaurín de la Torre y una corbata en Motilla del Palancar esperando a que vaya a por ellos para llevarlos de vuelta a casa, para concluir ese viaje que empezaron con el hombre que ya no está.

Cuelga viñetas (una pareja de abuelos en la cama, abrazados por la espalda, que parafrasean a Milan Kundera y se dicen el uno al otro que el amor no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien, sino en las ganas de dormir con alguien); dibujos (un sol brillante bajo el que escribe: «Aquí hace días que está nublado, por eso pongo este sol para que nos ilumine»); citas que traduce del inglés («“Para ser honesto contigo, no tengo las palabras para hacerte sentir mejor, pero tengo los brazos para abrazarte, los oídos para escuchar aquello de lo que quieras hablar, y tengo un corazón, un corazón que está afligido por no verte sonreír de nuevo”. Gracias a todos los que en los momentos difíciles me dijeron “No sé qué decirte” y me dieron un abrazo, me escucharon y me ofrecieron su ayuda incondicional, ¡¡¡GRACIAS!!!».); noticias curiosas (una mujer le corta el pene a su marido al encontrarlo en la cama con otro hombre); noticias sobre su vida cotidiana («21.15 horas, a Ana se le acaba de caer un premolar… La madre —quien escribe—, al querer lavar el diente, logra que éste se caiga a la pila/pileta del baño, cosa que mi hija me había advertido dos segundos antes; debido a su llanto desmesurado, no me queda más remedio que ir a la caja de herramientas y comenzar a hurgar en un mundo totalmente desconocido… Después de casi cuarenta minutos intentando reparar lo que había desarmado, descubro que —como dice el refrán— más vale maña que fuerza, todo en su lugar, espero que mañana no esté todo inundado… De última, llamaré a un fontanero —para eso está MasterCard—. Ahhhhh: la sonrisa y la alegría de mi hija al recuperar el diente no tienen precio —y la recompensa del Ratón Pérez tampoco—. Suerte que tenía preparada la cena. Buonanotte»); noticias sobre su propia vida («Como algunos de ustedes sabrán, estuve yendo a la autoescuela para sacar el carné de conducir, ya que el de Argentina estaba caducado y el de USA no lo pude convalidar por no existir convenio, después de cinco semanas de clases y haber aprobado el examen teórico a la primera con cero errores, y después de ocho prácticas y de haber suspendido una vez, y después de pagar ochocientos pavos, ¡¡¡ACABO DE APROBAR EL SEGUNDO EXAMEN PRÁCTICO!!! YA TENGO EL P… CARNÉ!!! Gracias a todos los que han colaborado en estos dos meses y medio, cuidándome a las nenas cada vez que tenía práctica o las dos veces que fui a examen, de verdad. ¡GRACIAS! TE LO DEBÍA, TATI, por tanta insistencia y por tanto empuje que me dabas. Más vale tarde que nunca, ¿no? Desde donde estés ESTE LOGRO VA POR VOS Y POR LAS CHIQUIS. I LOVE YOU».), y en todos los casos encuentra gente que se alegra por ella, que la anima, que le hace saber que la quiere, que la hace sentir mejor. Ahora ya tiene ciento nueve amigos; ha confirmado que le gustan catorce páginas, de las que recibe información puntual que la entretiene mucho, y pertenece a siete grupos abiertos y a cuatro grupos cerrados. De todos ellos, sólo participa activamente en uno, «Madres argentinas en el exterior». Lo forman casi mil mujeres repartidas por Europa, aunque sólo un centenar lo mantienen vivo y en movimiento. Colabora en colectas para que una de ellas pueda viajar a Argentina a enterrar a su padre o para que otra que ha tenido gemelos pueda comprarse un carro nuevo y no tenga que recurrir a uno de esos de segunda mano; escribe una carta por correo postal a una señora de Vigo que está más sola que la una y que se queja de que en el buzón sólo tiene publicidad; a cualquier hora del día o de la noche, se recomiendan libros, películas, series de televisión, intercambian chistes, chismes, recetas de cocina, remedios para sacar manchas de la ropa, fotografías, poemas, consejos sobre qué hacer con un marido que coquetea con una vecina, con un jefe que te ningunea, con un hijo adolescente que te tiraniza. Sólo hay dos cosas que no hace en ese grupo: hablar de sus sentimientos y viajar dos días a Roma para un encuentro en el que poner cara a las caras y voz a las voces, porque ella no siente esa necesidad de tener proximidad física con nadie. Es más, ella cree que, si alguien la toca, la abraza o la besa, si alguien que no sean Ana y Marie le pone la mano encima con afecto, la ausencia de los abrazos de William se volverá insoportable y no tendrá más remedio que dejarse morir, víctima de esa tristeza infinita que sólo en el mundo virtual está empezando a desaparecer durante algunos instantes.

Hacia las tres de la mañana se cansa, un poco, y se duerme un rato. Cuando se despierta, sobre las seis, se angustia pensando que no ha soñado con William ni una sola vez desde que se fue, y con ese pensamiento enciende de nuevo el ordenador, que reposa sobre la mesilla, y busca. ¿Qué es lo que busca? Ah. Cualquier cosa. Es errática. Puede abrir el PDF de El principito y hartarse de llorar cuando lee:

—No has hecho bien en desobedecerme. Sufrirás. Parecerá que muero y no será verdad.

Yo permanecía en silencio.

—Comprende que es demasiado lejos. No puedo llevar mi cuerpo pesado hasta allí.

Yo seguía sin hablar.

—Pero será como una vieja corteza. No son tristes las viejas cortezas, ¿verdad?

Yo seguía sin hablar.

Hacía un esfuerzo por no descorazonarse.

—¿Sabes? Será divertido. También yo miraré las estrellas. Todas ellas serán pozos con una roldana enmohecida y todas ellas me darán de beber.

Yo continuaba en silencio.

—¡Hasta será divertido! Tendrás quinientos millones de cascabeles y otros tantos de fuentes.

Pero también calló, porque también estaba llorando.

Comprende al piloto. Entiende su dolor. Sabe que el duelo no es una enfermedad, pero sabe también que significa lo mismo que herirse o quemarse gravemente. Sabe que, en cualquier momento, en cualquier parte del mundo, en cualquier cultura, personas que nunca se han conocido ni se conocerán reaccionarán de la misma manera ante una pérdida: negándola, sucumbiendo al mismo denodado esfuerzo por recuperar el objeto perdido, tratando de convencerse de que la muerte no es el final.

Sabe que las ocas grises vuelan juntas y en pareja toda la vida y que, cuando una de ellas desaparece, la respuesta de la que queda es buscar a la otra en los mismos lugares. Sabe que la oca, inquieta, vuela día y noche y recorre grandes distancias, yendo a los lugares que conocieron juntas y en los que cree que podría hallarse su compañera, y sabe que, en el camino, la oca viva lanza su penetrante llamada. «Vuelve aquí. Vuelve conmigo.» Sabe que el animal vuela cada vez más lejos, cada vez más cansado. Sabe que, en ocasiones, la oca que busca se pierde y no encuentra el camino de vuelta, y desaparece también.

Lo sabe y se le encoge el corazón. Por eso decide creer a Einstein y en sus dos formas de entender la vida.