Cuando la llaman del colegio para que vaya a hablar con la directora de la escuela, entra en shock. No sabe qué hacer. Siente un miedo absurdo a lo que le vayan a decir y da por hecho que le van a contar que Ana está huraña e irascible y que se ha peleado ya con cuatro niñas y tres niños y que Marie se pasa los recreos oculta en un rincón del patio, sin jugar ni hablar con nadie, que no presta atención y que varias veces se ha echado a llorar en mitad de la clase de conocimiento del medio. Ay. Se imagina la mirada de reproche de la directora cuando de su cara de póquer deduzca que no tiene ni idea de lo que le está explicando, que está tan centrada en su dolor que sus hijas disimulan en casa para no hacer más honda la herida, que son ellas, con sus cinco y diez años, las adultas de la casa, porque ella anda el día entero oliendo camisetas, abriendo y cerrando el armario o está ante el ordenador.
Trata de recordar su nombre para dejar de llamarla la directora, y trata de ponerle cara a esos ojos que la miran con desprecio, pero no consigue ni una cosa ni la otra. Siente una punzada en el estómago de dolor. Cómo no lo sabe. Cómo no ha ido a verla en estos dos meses desde que empezaron las clases, en los cuatro meses y once días desde que William se marchó. Cómo no ha ido al aula de los gatos para hablar con la profesora de Ana, que se llama Mari Ángeles, de eso sí se acuerda porque es la misma desde los tres años, para interesarse, para decirle:
—Mari Ángeles, ¿cómo ves a la niña?
Y cómo no ha ido al quinto B para decirle a María del Mar, de cuyo nombre también se acuerda:
—María del Mar, ¿cómo ves a la niña?
Es más, se pregunta cómo no fue el primer día que a William le diagnosticaron la enfermedad, cómo no las previno, «Oigan, mi esposo se va a morir, mis hijas se van a quedar sin padre, es posible que yo me vuelva ciega y sorda a cualquier cosa que no sea mi profundo sufrimiento, mi pena, mi angustia, mi necesidad de él».
Quiere contárselo a alguien, pero no encuentra a quién. Mejor dicho, le vienen a la cabeza su vecina Lourdes, su amiga Carmen, otras madres del cole que le han dicho más de una vez:
—Si alguna vez necesitas algo, no dudes en pedirlo.
O:
—Estoy aquí para lo que necesites.
O:
—No tienes que ser más fuerte que nadie, puedes dejarte caer y pedir ayuda.
Otras la abordan por la calle y le dan consejos del tipo:
—Eres muy joven, muy guapa. Verás como pronto encuentras otro hombre que te quite esta pena, porque ya sabes lo que dicen por aquí, que un clavo saca otro clavo.
Descubre que son gratis, los consejos, y por eso se dan generosamente.
—Tu pena no tendrá fin —le dice una anciana que se saca del pecho una medalla con la foto borrosa de un hombre con bigote negro, y la besa—. Éste es mi Ambrosio. Se murió hace treinta años y cada noche le lloro.
O:
—Lo que tienes que hacer es buscarte un trabajo, entretenerte, salir de casa y no estar tan pendiente de las niñas. El tiempo todo lo cura.
Y ella tiene ganas de sacarles los ojos cuando las oye, especialmente a las que usan ese verbo, «entretener», como si la causa de su dolor estuviera en el aburrimiento y no en el profundo dolor de saber que la vida se ha detenido de golpe.
Incluso su madre, que la llama todas las semanas cuando aquí es la hora de comer y allí ella está desayunando y se pasa media hora hablando de naderías con sus nietas y con su hija, y a veces, al cabo de un rato, cuando sabe que las nenas ya están en el colegio, la telefonea de nuevo.
—No me quedo tranquila.
—¿Por qué?
—Porque parece que estás bien.
—Intento estarlo.
—Pero sé que fingís.
—Pues claro que finjo… No hace ni cinco meses que mi marido se fue…
—Por eso, hijita, hablá de lo que sentís…
—Pero ¿con quién hablo, mamá? ¿Con mi hija de diez años o con la de cinco? ¿Quién creés que me entenderá mejor?
—No, cariño, con ninguna de las dos… Pero ¿no has hecho amistades allí, en este tiempo?
—Claro que las he hecho. Pero no me gusta hablar de mis sentimientos.
—Pero es preciso que florezcan, que salgan afuera.
—¿Sos psicóloga, ahora?
—No, pero me he informado. Leo sobre el tema.
—También yo me informé. Hace poco leí que, si decís que estás bien cuando te preguntan, enviás ese mensaje a tu cerebro, y el mensaje va calando, y poco a poco estás mejor, y además, así te ahorrás el trago de tener que explicar a la gente por qué estás mal…
—Sí, eso tiene sentido…
—Tiene todo el sentido, por eso lo hago.
—Pero en algún momento tenés que compartir con alguien, conmigo, con una amiga, con quien querás, tenés que compartir tu dolor, no dejártelo siempre guardado dentro.
—Ya, eso es sencillo de decir.
—Mirá, amurallar el propio sentimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior.
—Mamá… pero ¿de dónde sacaste esa frase?
—Pues la dijo Frida Kahlo.
—¿Y de dónde la sacaste vos?
—Pues la leí, ya te lo estoy diciendo.
—Pero ¿desde cuándo lees vos?
—Pues leo, hija, yo qué sé desde cuándo, tu hermano me regaló un cacharro de esos que podés hacer las letras grandes y no hacen falta lentes, y como tu padre no está nunca en casa, pues yo leo y leo.
—Qué pesados todos con la lectura.
—Es que leer está bien, ojalá hubiera leído antes, pero con tanto niño y tanto nieto y tanto cansancio… Pero no me cambiés de tema. Me preocupa que te estés encerrando en ese «todo está bien», porque yo te conozco y sé que todo está mal.
—Pero yo estoy sola aquí, a miles de kilómetros de vos, y soy la responsable de que mis hijas sigan adelante con el menor daño posible.
—Pues volvé a casa, volvé con nosotros, te fuiste allá por Will, y ahora que Will no está, deberías regresar con los tuyos para que te cuidemos.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque mis hijas han crecido acá, tienen acá sus cosas, sus amigos, no puedo dejarlas sin padre y sin el resto de sus raíces, tengo que intentarlo…
—Pues intentalo, pero no te quedés perdida por el camino.
No es su madre la única que se lo dice, que se vuelva. Por la calle, cuando va al colegio, cuando regresa a la casa, en el parque. Todo el mundo tiene algo que decir: vete, quédate, llora, no llores, sonríe, no sonrías, sé fuerte, permítete ser débil, sé madre, sé mujer. Y todas esas personas, que le han dicho lo que le han dicho sinceramente, que cada dos por tres se pasan por la casa o la abordan a la entrada o la salida de la escuela, o la llaman por teléfono o le envían un Whatsapp, todas esas personas, sí, tienen en su imaginación la misma mirada turbada que tiene la directora, esa mirada severa, de reprobación.
La directora. Cómo demonios se llamará. Y de qué color tendrá el pelo. Y cómo sonará su voz cuando la reprenda por ser tan mala madre.
Está tentada de no ir, de fingir una enfermedad grave o una indisposición leve, mejor, no vaya a llamar a la mala suerte. Pero finalmente acude, como si fuera un cordero que va al matadero, triste, afligida, por primera vez en cuatro meses, diecisiete días y (mira el reloj) ocho horas (más o menos) desde que William se fue, con una pena que no tiene sólo que ver con el hecho de que William las dejara.
Se llama Amalia, la directora. Amalia Alba. Frente a la puerta de su despacho lo recuerda, todo. Le viene de golpe el nombre; el rubio del pelo de melena corta; las gafas redondas, de metal; los pantalones que siempre lleva, que no son siempre los mismos, pero que siempre son pantalones; la sonrisa amable; el apretón leve, casi imperceptible, casi ni un apretón, del día del tanatorio.
—Si necesitas algo, Giuliana, lo que necesites…
—…
—Con las niñas, o tú misma…
—…
—Todos estamos para ayudarte, no lo olvides. Para ayudaros.
—…
Quizá no dijo eso, exactamente, aunque podría apostar su vida a que nadie dijo nada diferente, nada del tipo:
—Giuliana, si necesitas algo, vete a pedírselo a otra, más que nada porque yo tampoco sabría qué hacer si estuviera en tu pellejo.
O:
—Menos mal que te tocó a ti, porque, si me pasa a mí, me muero.
O:
—Disculpa que me quede sólo unos minutos, pero es que estoy deseando volver a mi casa y abrazar a mis hijos y a mi marido, yo, que puedo; no como tú, hija, que menudo panorama se te queda ahora.
Y sin embargo, estaba segura de que era lo que la mayoría pensaba. Lo que ella misma habría pensado en situaciones parecidas, como si la pérdida se transmitiese por proximidad. Eso fue lo que pensó, por ejemplo, cuando unos años atrás, en Florida, murió un niño que se llamaba Mark Sloan, cuando aún no había cumplido los dos años, de un tumor cerebral. Mark era el hijo de una vecina, la señora Sloan, que los recibió con un pastel de carne cuando se mudaron y que siempre los saludaba con amabilidad cuando se cruzaban por la calle. Ella le llevó una bandeja de pollo empanado después del funeral y lo primero que le dijo mientras se la entregaba no fue ni lo siento tanto ni cuánto lo lamento ni cómo estás o cómo te sientes. Lo que le dijo fue:
—Así se la podrán comer cuando tengan ganas, no importa que esté fría.
La señora Sloan entendió que en esa frase cabían todas las demás. Las que no era capaz de decir sin echarse a llorar de puro terror por si la realidad de su vecina pudiera contagiarse y ser ella misma la que tuviera que vivir en un mundo sin Marie, y cabeceó con la misma amabilidad que si se viesen en la puerta del supermercado mientras metía la carne en el frigorífico. Le ofreció té helado y hablaron del tiempo, del calor que ya había llegado y pronto sería insoportable, intercambiaron recetas de cocina, y de vez en cuando la conversación se hacía muy lenta porque una (la señora Sloan) se quedaba callada y la otra (Giuliana) se quedaba con la mirada fija en cualquiera de las fotografías del pequeño Mark que estaban en todo el salón. Mark recién nacido. Mark en un columpio. Mark en brazos de sus padres, de sus abuelos, de sus tíos. Mark mirando la vela de su primer cumpleaños. Mark dormido. Mark en la piscina de plástico. Le dolió el pecho con un dolor físico fruto de ese inmenso sentimiento de angustia y también de alivio, porque el niño no era suyo, porque la suya dormía la siesta de la mañana en casa de la tía lejana del tío lejano de su marido, plácida, feliz, sana. Viva. Le entró una prisa terrible por irse. Una necesidad terrible de irse. De despertarla, de oler su piel, de oír su risa, de quitarle la ropa y ponerle otra, como si estuviese vistiendo a su muñeca, de decírselo, de llamarla mi muñeca, mi tesoro, mi vida, de lanzarla al aire y querer detener el tiempo en ese instante lleno de vida y de felicidad. Buscó un pretexto para irse que no tuviera que ver con Marie para no importunar a la señora Sloan, que no tenía ya niño alguno al que cuidar, y se marchó a los ¿cuatro?, ¿siete?, minutos de haber llegado y de haber llenado la casa de promesas vacías: llámame para lo que necesites; en mí tienes a una amiga, no sólo a una vecina; no te preocupes ni por la hora ni por el momento; ven cuando quieras.
No fue, la señora Sloan. Se mudó a las pocas semanas. Vendió la casa, los muebles, la ropa, y de ella no llegaron más que rumores: se había separado, se había lanzado a vivir la vida loca en Nueva York, se había tirado por el balcón, se había cortado las venas, se había vuelto a casar, tenía otro hijo. En fin.
Ahora que la recuerda se siente como ella y se pregunta qué dirán en su ausencia las que se dicen sus amigas. Está loca. Anda por la casa con un pijama de su esposo, casi siempre sin peinar y con la mirada perdida. Sonríe. No. No pueden decir eso. Las que van a su casa saben que no es cierto. Las que no van no conocen el pijama ni saben que a veces se pasea con él puesto mientras le parece oír la voz de su marido, no en su cabeza, porque eso sería si estuviera perdiendo la razón, sino en la casa.
Le oye comentar las noticias del diario; que si la Kirchner va a nacionalizar Repsol; que si la crisis aumenta el mercado negro de medicamentos; que si un demente ha matado a siete personas en una universidad de California; que hay que ver, Pitu, en qué mundo te he dejado sola; que si, Giuli, tratá de educar bien a las nenas; que si, amor, no estés tan triste que yo estoy bien; que si, flaca, intentá comer sano, que la alimentación previene el cáncer. Cosas así.
Sentada frente a la puerta de Amalia Alba —ya no sólo «la directora», ahora que su memoria le ha devuelto el nombre—, se enoja un poco con él. Le reprocha que sólo le diga boludeces y no cosas de provecho, como, por ejemplo:
—No te olvidés de que las nenas son sólo niñas.
Y también:
—Estate pendiente de ellas, no las dejés solas por pensar en mí.
Y, por supuesto:
—No les pongás los dibujos y te encerrés en el baño a llorar, porque ellas se dan cuenta de que tardás demasiado en hacer pis o en desmaquillar tu cara no maquillada, porque además luego salís con los ojos vidriosos y es obvio que has llorado.
La puerta se abre y de ella sale Amalia Alba con su gran sonrisa.
—Pasa, Giuliana. ¿Cómo estás?
Le ofrece una silla.
—¿Cómo estás?
Ella hace un gesto con la cabeza.
—Aprendiendo a vivir en mi nueva situación.
—Normal… Lo que estás viviendo es muy duro.
Quiere decirle:
—¿Sos viuda, acaso? ¿Has perdido a un ser querido que era vital para tu supervivencia? ¿Tenés que sacar adelante a dos niñas en un país que no es el tuyo y en el que no tenés a nadie?
Pero le dice:
—Sí, es muy duro.
Amalia frunce ligeramente los labios y la mira con franqueza.
—¿No te dan ganas de contestarme, de contestar cuando cualquiera te dice lo que yo te acabo de decir, que qué sabremos nosotros, si no hemos perdido a nuestra pareja, si no vivimos en un país que no es el nuestro, si no estamos atravesando tu situación?
Giuliana no da crédito a lo que oye.
—¡Puedes entrar dentro de mi cabeza! ¿Sabe esto el resto de la gente?
Las dos se ríen, y Giuliana siente el irremediable deseo de decir algo. Lo dice.
—Gracias, Amalia. Necesitaba reír y no sentirme un bicho raro.
—Vivimos creyendo que hay que decir lo políticamente correcto, ¿no te parece?
—Sí…
—Yo misma he dudado mucho si llamarte o no. Si decirte que vinieras aquí, o si proponerte vernos en el bar de la esquina o en tu casa. No somos amigas ni tampoco tengo nada especial que decirte de tus hijas.
Giuliana suspira, aliviada.
—Pensé que ibas a decirme que estaban rotas de dolor y yo no me había dado ni cuenta…
—Tú sabes perfectamente cómo están, las ves a diario. Sienten dolor, pero, si estuvieran rotas, o rompiéndose, serías la primera en saberlo.
—¿Por mal que estuviera yo? ¿Por mucho que estuviera centrada en mi propia pena? Me angustia pensar que eso pueda pasar…
—Eso puede pasar, igual que puede pasar que alguien piense que no vale la pena seguir viviendo en este mundo y prepare para la cena una tortilla con barbitúricos…
—Joder.
—Sí, joder. Esas cosas pasan y luego salen en el periódico.
—Ya.
—Pero no es tu caso.
—¿No?
—No.
—¿Seguro?
—Tú eres una superviviente.
—¿Cómo lo sabes? Apenas me conoces.
—Eso es verdad. Nos hemos visto pocas veces.
Revisa un folio que está dentro de una carpeta marrón.
—La primera, cuando viniste para matricular a Marie, que entraba en segundo de infantil. Y al año siguiente, cuando terminó el ciclo y empezaba primaria.
Giuliana recuerda con nostalgia esos momentos, aunque no es capaz de recordar esas dos visitas de las que le habla.
—Vinisteis William y tú. Estabais preocupados por si la niña no se adaptaba al nuevo sistema, a los niños, al país, a la comida…
—…
—Pero los niños se adaptan a todo mucho mejor de lo que pensamos y, desde luego, bastante mejor que nosotros, los adultos.
—…
—Y cuando vinisteis a acompañar a Ana en su primer día…
—…
—…
—Vinimos los dos porque William estaba de baja. Tenía molestias, vomitaba… Le acababan de hacer una biopsia y aún ni habíamos pensado en el cáncer…
—…
—A los dos o tres días de que Ana empezara el curso, nos llamaron del hospital para que fuésemos a recoger los resultados. William se quedó lívido. Esto me da mala espina, que me hayan llamado por teléfono, que me hayan citado para ahora mismo… Y yo le decía: «Che, no seas rompepelotas, cómo va a ser algo malo…».
—…
—Lo creía de veras, ¿sabés? Que a nosotros no nos podía pasar. No que no nos fueran a pasar cosas, cosas malas… Pensaba que si William me dejaba sería para irse con una rubia veinte años menor… Jamás imaginé algo así, algo tan rotundo, tan definitivo.
—¿Eres creyente?
—No…
—No te lo pregunto por inmiscuirme en tu vida ni por cotillear… Es por hacer un paralelismo. Verás: los creyentes aceptan la vida como viene, con el convencimiento de que todo lo que ocurre obedece a los criterios de Dios, a un plan divino que tiene un sentido, aunque en determinados momentos no acaben de comprender el plan. Con los niños ocurre algo similar. A veces dan por hecho que el plan es nuestro, de sus padres, de los adultos, que somos como sus dioses. A veces comprenden que lo que ellos digan, o quieran, no cambiará las cosas. Y otras veces… ni se lo plantean, porque su mundo se reduce a un gran patio de juegos, donde lo importante es seguir jugando mientras no les falte el afecto de sus seres queridos.
—Bendito egoísmo…
—Muchas veces los padres, por ejemplo, retrasan el momento de la separación porque piensan que sus hijos no lo soportarán, y cuando por fin se deciden a dar el paso, comprueban que los niños lo aceptan con toda la naturalidad del mundo, y entonces lamentan no haber puesto solución a sus problemas antes.
—Pero hay excepciones, ¿no te parece?
—Obviamente, hay excepciones. Claro. Pero en esos casos influye muchísimo cómo viven el proceso los adultos. Los niños, Giuliana, funcionan mucho por imitación.
Se pregunta qué ejemplo estará dándole ella a sus hijas, y Amalia Alba parece leerle, de nuevo, el pensamiento.
—Tus hijas están bien, Giuliana.
—¿Sos profesora o nigromante?
Se ríen.
—Nigromante… Me encanta la palabra. Pero no, sólo soy psicóloga, y también soy madre.
—Cuando eres madre las cosas te duelen de otra manera, ¿no es cierto?
—Sobre todo las que tienen que ver con los niños. Yo tengo una amiga que no tiene hijos, y siempre me dice: «¿Crees que a mí no me da pena ver noticias de niños que mueren o que les ocurren desgracias?». Y yo le contesto que sí, que por supuesto que le duele, pero…
—La diferencia es que, cuando tienes hijos, no es que te duela: es que no lo puedes soportar.
—¡Tú también eres un poco bruja! Yo iba a decir algo parecido.
Se ríen de nuevo.
—Lo que trato de decirte, Giuliana, es que tus hijas son fuertes, como tú y como William. Y van a salir adelante.
Giuliana siente ganas de llorar, de alivio, pero se contiene.
—A veces no sé cómo abordar este tema con ellas… Y tengo la sensación de que ellas lo viven con más naturalidad que yo. Para Ana, su padre está en todas partes, sigue vivo, con nosotras. Marie está bien la mayor parte del tiempo, pero a veces… se enfada, se pone a llorar por naderías. No es que de pronto se acuerde de su padre y lo mencione y llore: es que la riñes, no sé, porque tarda demasiado en comer, y se disgusta, llora, se encierra en su cuarto…
—Ana es aún muy pequeña. Para ella la muerte es un concepto distinto al tuyo y al de Marie. Ana está acostumbrada a que los personajes de los dibujos animados, por ejemplo, mueran en un capítulo y revivan en el siguiente, o los personajes de los cuentos, que mueren y despiertan con un beso…
—Sí, un mundo irreal.
—Un mundo a su medida. Hasta los cuatro o cinco años, no son conscientes de que la muerte es definitiva e irreparable. Ana está ahora en ese proceso. Entre pensar que William va a volver y asumir que no lo hará.
—…
—He hablado con ella alguna vez, en el patio, sentadas en ese banco. —Se ve desde su ventana, y se lo señala—. Ella sabe que su padre está en la urna, en su rincón, con sus cosas, y lo siente cerca todo el tiempo. Está…, está en paz, Giuliana. Tu hija pequeña lo vive así, con paz.
Giuliana se lleva las manos al pecho.
—No sabes cuánto te agradezco lo que me dices…
—¿Has notado tú algo extraño?
—¿Como qué?
—¿Duerme y come bien? ¿Te dice si se pelea en clase con alguien, o riñe más con su hermana?
—No, todo dentro de lo normal.
—Los niños, cuando pierden a uno de sus padres, pueden pasar por cosas así… Podría sentirse culpable, o enfadada con él, vivirlo como un abandono en lugar de como un fallecimiento, como si hubiera ocurrido por voluntad de William, como si fuera un castigo por algo que ella ha hecho o ha pensado…
—¿Crees que ocurrirá?
—No creo que ocurra. Pero te prevengo, por si acaso, para que estés atenta a cualquier cambio. Para que no te asustes y para que acudas a mí o a cualquier otro profesional, si necesitas ayuda.
—Lo haré.
—Ya hace…, ¿cuánto?, ¿tres meses? —Giuliana asiente—. Aquí hemos visto muchas cosas, muchos casos, pero lo habitual es que la vida fluya, que las heridas se cierren y queden las cicatrices.
—¿Y se puede vivir con esas cicatrices?
—Por supuesto que se puede.
—¿Y Marie?
—Marie sólo tiene diez años, pero vive esta etapa de duelo como puedes vivirla tú, con la misma idea de la muerte como algo definitivo, como algo que no tiene retorno.
—Joder. Mi pobre Marie…
—Lo único positivo es que para ella, para todos los jóvenes, el tiempo transcurre de forma diferente. Para ti pasa lento, como si estuviera detenido, pero para ella todo es rápido, veloz. Eso la beneficia.
—Ay, Marie…
—El caso de Marie es complicado, porque ya no es una niña pequeña, pero tampoco es una adolescente. Se encuentra en tierra de nadie.
—Pero yo la veo bien, triste, a veces, más irascible, cada tanto… Pero no he notado un gran cambio en ella, es la misma niña bonachona de antes.
—¿Cómo eran antes?
—Como ahora… Marie siempre de buen humor, siempre haciendo broma de todo. Es como su padre: abre los ojos y ya está con la sonrisa puesta. Ana es más como yo, más torcida.
—¿Y siguen así?
—Sí. Marie, si me apuras, un poco más seria, más preocupada, sobre todo por mí. A cada rato me pregunta: «¿Estás bien, mami?», «¿Te sientes bien hoy, mami?», «¿Pasaste buena noche?».
—¿Era ya responsable, antes?
—Todo lo responsable que puede ser una niña, sí. Pero, mira, si Ana hubiera sido la mayor… A Ana no le gustan los niños, por ejemplo. A Marie le encantan y le encantaba cuidar de su hermana. «Mami, el pañal»; «Mami, no te quedes sin leche»; «Mami, huele a caca»; «Mami, Ana está llorando».
—Entonces, tampoco es que haya cambiado de rol, no ha asumido un papel de adulto que no le corresponde, que sería lo preocupante.
Guardan silencio, un instante.
—¿Y qué es lo preocupante? ¿Cuándo tendría que empezar a preocuparme?
—No tienes que preocuparte, Giuliana. Tienes que capear los temporales conforme vayan llegando, si es que llegan.
—¿Sabés algo de náutica?
Amalia Alba niega con la cabeza.
—A Will le encantaba navegar. Tenía el título de timonel. Se lo sacó allá, en Argentina, aunque nunca tuvo ningún barquito ni nada, pero siempre estaba bromeando con la primitiva y la vuelta al mundo… Y ya ves…
—Pero una vez os tocó, ¿no? La primitiva, digo.
—Sí, nos sacamos una de esas de cinco y el complemento.
—El complementario.
—Qué más da, el complemento, el complementario…
—¿Fue mucho dinero?
—Mucho, sí, casi ciento treinta mil euros.
—Madre mía.
—Sí, pero ¿sabés? Tanto fantasear con darnos caprichos y luego lo que hicimos fue invertirla, la plata. Nos compramos dos departamentos. Ahora vivimos, las nenas y yo, sobre todo gracias a eso.
—Pues mira, no hay mal que por bien no venga: te quedaste sin capricho pero ahora hay un problema menos del que preocuparse…
—Sí, sí… Eso es totalmente cierto… Pero me da bronca pensar que te pasás la vida tramando sueños y luego posponiéndolos, ya habrá tiempo para todo, para el viaje, para el velero, para la vuelta al mundo… Y luego la vida se acaba de repente…
—…
—Pero te hablaba del dicho, de capear el temporal, ¿no? La gente usa esa expresión como si capearlo fuera sortearlo, esquivar la tormenta.
—¿Y no?
—No. Capear el temporal significa meterte dentro desde la proa, en lo más profundo de la tempestad, plantarle cara, decirle: «Eh, hija de la gran puta…», perdón…, decirle: «Eh, tormenta del demonio, aquí estoy yo con mi barquito que me gané en la lotería, y no te tengo miedo»…
—…
—…
—Pues hazlo entonces, Giuliana. William ha muerto. Capea el temporal y plántale cara. Estás al frente de este barco. Ahora vosotras tenéis que aprender a vivir sin él. Porque vosotras seguís adelante, sobrevivís.
—…
—Tienes dos hijas maravillosas que han sufrido uno de los mayores traumas que puede soportar un niño, pero te tienen a ti y eso las mantiene a flote.
—…
—Te llamé y no sabía bien lo que iba a encontrarme… Te veo tan triste, a veces, cuando vienes a recogerlas…
—Es que estoy tan triste, a veces, Amalia, cuando vengo a recogerlas…
—Pero te observo también cuando te las llevas, y eres otra persona con ellas al lado. Sonríes.
Sonríe, al oírla.
—Es que, con mis hijas al lado, siento que puedo hacerlo.
—Es que puedes hacerlo, Giuliana.
—Sí.
—Sí.
—Pero deja que sigan siendo niñas. Aunque te cueste, deja un espacio para la alegría, para los juegos, para los planes… Demuéstrales con acciones que la vida sigue, que seguís juntas, que lo pasaréis todo juntas.
—¿Y cómo lo hago?
—¿Por qué no planeas un viaje?
—¿Adónde?
—Dónde queráis. A Italia. A Argentina…
—William quería que fuésemos a Roma los cuatro…
—Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Él me lo dijo.
—¿Cuándo?
—Vino a verme, varias veces.
—¿Qué?
—Que vino a verme.
—Te oí la primera vez. No estoy sorda. Es un «¿qué?» de incredulidad.
Se ríen.
—Vino a verme cuando le diagnosticaron la enfermedad. Le preocupaba cómo afrontarla, traspasaros sus miedos, que sus hijas recordaran sus últimos días juntos con angustia, que los recordaras así tú.
—Pero…
—William, ya lo sabes, os quería a las tres más que a nada en este mundo.
—Lo sé… Eso lo sé…
—Me pidió por favor que, si pasados más de tres meses no habías venido, te llamase yo para ver cómo estabas.
—¿Por eso…?
—Por eso.
—Y yo que creí que era para llamarme mala madre…
Se ríen de nuevo.
—William era un gran hombre.
Se le forma un nudo en la garganta y apenas si puede decir que lo sabe.
—Una de las últimas veces que vino a visitarme, me pidió si podía escribir una cosa para ti.
—¿Tú?
—No, claro. Él.
—¿Y?
Amalia, que de repente ya no es la profesora que ha hecho carrera y ha llegado a dirigir un colegio público, ni tampoco una madre que ha criado hijos sanos, es sólo una mujer rubia con gafas de metal redondas que tendrá un marido esperándola en casa y que seguramente sentirá unas ganas inmensas de regresar con él y metérsele dentro, dentro de sus brazos, guarecerse en ellos de una tormenta que no les afecta, que no precisa que la capeen ni que la sorteen, abre un cajón y saca un sobre blanco, pequeño, doblado.
Se lo tiende y ella reconoce esa letra endemoniada.
Tiene los dedos temblorosos. Está a punto de llorar de la emoción. Se imagina a William escribiendo durante horas uno de esos textos que luego rompía y no le dejaba leer y piensa que por fin, por fin, va a compartir con ella ese momento íntimo; rasga el sobre con el mismo cuidado que si estuviese diseccionando un corazón que luego debe volver a latir; dentro sólo hay un pósit naranja, igual que el que Amalia tiene sobre la mesa del escritorio.
Se le emborrona la vista. Cierra los ojos. Qué le dirá. Cuál será su despedida. Respira hondo. Los abre de nuevo.
Lee.
Giuliana, querida. Te amo y lo sabés. Pero ahora no quiero detenerme en boludeces, en cosas que ya sabés de sobra. No voy a repetirte que conocerte es lo mejor que me pasó en la vida. Lo que quiero pedirte, exigirte, es: seguí hacia delante. Hacia delante, siempre. Sé que lo vas a hacer. Te conozco. Y, si no podés, buscate una doctora. Andá a otras si la que elegís primero no te gusta. Pero seguí caminando, sin detenerte nunca.
Will
Cierra los ojos, otra vez, y en la oscuridad descubre un sentimiento nuevo.