A William le gustaba escribir. Y leer. Leía y escribía constantemente, sobre cualquier cosa. Pero luego tiraba lo escrito. Le daba vergüenza.
Decía:
—Es que escribir es cosa seria. O se hace bien o no se hace.
Y:
—Yo soy como Penélope, pero en hombre. Destejo lo que tejo, pero en mi caso porque no me gusta.
Ella:
—Pero, Will, ¿por qué no me lo dejás leer, ni siquiera a mí?
Él:
—Porque escribo pelotudeces, reflexiones mías, íntimas. Pongo ideas en claro, boludeces así.
Ella, mohín de fastidio.
Él:
—Entendeme.
Ella:
—No te entiendo, pero te respeto.
Lo que sí guardaba eran las fichas. Las hacía, las fichas, de los libros que leía y las metía en un fichero. Bueno. En un fichero no. Al principio lo fue (uno), pero hoy en el despacho hay cuatro. Son verdes, alargados, del mismo tamaño. Tres están llenos, y el cuarto quedó a la mitad. La muerte le arrebató también a él la posibilidad de la plenitud. Da igual que sea un objeto, seguro que la ausencia de William le duele como si fuera un ser vivo.
William tenía una letra endemoniada, incomprensible.
—Iba para médico y me quedé con la letra —se justificaba él.
Pero, con paciencia y práctica, Giuli había conseguido interpretar ese galimatías de letras torcidas y ensortijadas.
—Me voy a hacer perita grafóloga —bromeaba ella—. Si tu carácter tiene que ver con esta te o con esta de, estoy jodida, porque sos un psicópata retorcido.
Ahora se alegra de haber dedicado un tiempo a comprender la personalidad y la letra de su marido, porque en las noches sin sueño se entretiene repasando las fichas escritas a lo largo de su vida, incluso cuando no la conocía.
Por ejemplo, en diciembre de 1993 leyó Cien años de soledad. En la ficha, a la izquierda, como en todas, el título en mayúsculas; a la izquierda, la fecha de la lectura. Luego el resumen, la larga historia de los Buendía; y a continuación, su valoración personal. «Este libro —escribió entonces— es, en mi opinión, una obra maestra de la literatura universal. De existir una lista de los cien mejores libros escritos a lo largo de las lenguas y de los tiempos, éste estaría, sin duda, entre los diez primeros.» A veces incluía anotaciones, curiosidades. En este caso, las había: «Primera edición de Sudamericana, 1967. Rescatada de la librería de mi abuelo. Una joya que esconde otra joya». También hacía poco había leído Nada, de Carmen Laforet, y había anotado con su letra endemoniada: «Parece mentira que una mujer tan joven fuera capaz de escribir así, de describir así esa desolación. Pienso en Marie y en Ana y me estremezco. Me parte el corazón imaginar que hubieran nacido entonces. O ahora, en otro país. Literatura con mayúsculas. Literatura que sale de las páginas del libro y aprieta el corazón. Me pregunto si habría sentido todo esto si no tuviera dos hijas. Seguramente sí». O más recientemente El mundo, de Juan José Millás. Le llama la atención esa ficha, cómo no, si es la última. Lo leyó en noviembre de 2007, cuando Millás ganó el Planeta, pero arriba, en rojo y en mayúsculas, pone: «Releído en diciembre de 2011», y subrayada con rotulador fluorescente, morado, seguramente de Marie, porque él no los usaba en su despacho, una frase: «Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas, e intuí por qué era escritor».
Le enternecen esos detalles, esa meticulosidad. La entristece no haber sabido valorar antes ese esfuerzo por no perder la memoria de lo leído, por preservar el mínimo recuerdo del libro que le había gustado o el que prefería recomendar no leer.
A veces, esas noches que no duerme, repasa con la mano las tarjetas, sin sacarlas ni leerlas, y tiene la fantasía de que los bordes de las cartulinas aún conservan un resto de la piel de William. Ama esas células epiteliales impregnadas en el papel. También le da rabia no haber tomado en consideración la importancia de la piel de su marido. La piel es el mayor órgano del ser humano. El mayor, y ella la ignoró, igual que ignoró tantas cosas en el tiempo que pasaron juntos. Sí. Lo sabe. Se martiriza. Pero prefiere obsesionarse con la piel que con qué hacer con los zapatos de su marido, si donarlos o no, si quedárselos y entretenerse observando la manera en que su pisada deformaba la suela, hacia abajo, hacia dentro, o si llevarlos a la Casa de la Caridad para que alguien que los necesite siga caminando los pasos que él ya no podrá dar y así, quién sabe, lo mismo sus huellas se cruzarán por la ciudad, un día cualquiera, y se reconocerán, doloridas y abandonadas por los adoquines, ignorantes del prodigio que acaban de presenciar.
Pesa tres kilos, la piel, y mide dos metros; en lo más fino, el párpado, mide cero con cinco milímetros, y en lo más grueso, el talón, ronda los cuatro. Antes no lo sabía; ahora ya sabe, porque lee.
Ella antes no lo compartía, ese gusto. Sí, leía, pero de vez en cuando, si las fuerzas le permitían mantener los ojos abiertos un rato, por la noche. Él no, él leía siempre antes de dormir, hubiera ido el día como hubiera ido.
—Leer te hace tan rico, Giuliana, no entiendo cómo preferís ver Gran Hermano en vez de tomar una novela.
—Yo leo, boludo.
—Sí, pero deberías leer más y no ver tanta telebasura.
—Ah, ya, ya salió el moralista. ¿Quién decide qué es telebasura? ¿Vos?
—No, yo no. Lo decide la sociedad en general. Hacer entretenimiento a costa de dar morbo y sensacionalismo… ¡Lo único que esperás es ver cuándo se van a meter mano por debajo del edredón!
—¿Y? Me paso el día oyendo y leyendo sesudeces en la calle, en la radio, en la tele… Antes de ir a dormir me gusta llenarme de vacuidad.
—Pero qué bien hablás para lo poco que leés…
—Mirá, esto es como cuando vas al supermercado. Podés llevarte un entrecot de vaca argentina, que es lo mejor del mundo, como bien sabés, y disfrutarlo como un loco mientras te lo comés con un buen vino, y eso no significa que otro día no tengás ganas de una pizza precocinada o un hot dog. Se puede ser sibarita y comodón también. Uno no tiene que ser de una pieza todo el tiempo de su vida, ¿no te parece?
—Sí, tenés razón en eso. Pero tengo ganas de verte ya comer ese entrecot.
A veces lo hacía. Es verdad. Leyó unas… ¿siete?, ¿nueve?, novelas en los últimos cuatro años. Y escribía, también: todas las semanas unas tres listas de la compra y varias cartas al año para la familia y los amigos de ultramar.
William, obviamente, no. Él se escribía por e-mail con todas y cada una de las amistades que había forjado a lo largo de su vida y que tenían correo electrónico. No es que fuera detallista, que sí, lo era, ni meticuloso, que sí, lo era un poco también. Es que era un apasionado de la comunicación. Le encantaba contarlo todo. Era como si en algún lugar tuviese guardadas todas las palabras del mundo, todas las palabras de todas las personas del mundo.
Ella le decía:
—¿Sos consciente de que en algún lugar hay alguien que en este preciso instante se ha quedado sin nada que decir porque vos has gastado tus palabras y las suyas?
Él la miraba como si no la comprendiera, que era lo que pasaba en verdad, y seguía con su cháchara: el trabajo esto, el periódico aquello, Marie por aquí, Ana por allí, nosotros blablablá, el colegio, la televisión, este libro, esa película, etcétera, etcétera, etcétera. Todo le interesaba. Nada de lo humano le era ajeno, como en el proverbio latino.
Sí. Sabe que está sublimando a su marido. Sabe que hay una parte oscura que tenía que ver con lo enrevesado de su letra, pero no le apetece recordarla. No quiere saber de las broncas; de los cambios de humor; de aquella vez que estaba embarazada de Ana sin saberlo y le sorprendió haciendo la maleta porque sentía que ya no la amaba y quería volver a su vida de antes, esa vida en la que cada día tenía cita con una mujer distinta y, si olvidaba anotarlo en la agenda, a veces incluso con dos; de su miedo a que no dejara de ser lo que había sido, un crápula y un mujeriego que cuando ya eran novios no la dejó entrar en su casa una noche que llovía y ella estaba fuera llamándole por el celular, porque dentro había otra mujer. No. Sólo quiere recordar lo bueno. Sus tres kilos de piel. Su pasión por la lectura, por hablar, por contar, por comunicarse con el resto de la humanidad.
Twitter le resultó indiferente, le parecía un invento para que la gente se pusiera a parir con la garantía de que nada le pasaría, y él era más bien de mantener el buen rollo, por eso se entusiasmó por Facebook en Florida. Hablaba sin parar de Mark Zuckerberg, pero no porque fuera multimillonario a los veintitrés años ni porque tuviera los huevos del tamaño de bolas de billar (sic), sino porque había revolucionado el mundo de la comunicación, la manera de relacionarse de las personas.
Decía:
—¿Por qué no te abrís una cuenta?
—Porque a mí todo esto del mundo virtual me parece una pelotudez.
—Una pelotudez, una pelotudez… Con el tiempo, la gente dejará de llamarse y sólo se comunicará vía Facebook, ya vas a ver.
—Sí, claro, lo que vos digás.
—Reíte, pero el tiempo me va a dar la razón… ¿Sabés lo que es comunicarse en tiempo real con cientos de personas en el mismo momento, con el mismo gesto?
—¿Personas que luego ves por la calle o en la cola del supermercado y te vienen justo saludar, querés decir?
—No, personas que están a millas de distancia y que se cuentan cosas…
—¿Chismes?
Él la ignoraba:
—Comparten fotos, recetas de cocina, artículos de periódicos, opiniones, críticas de libros o de películas, se ayudan…
Ella insistía:
—¿Con chismes?
Él la ignoraba:
—Lo dice hasta Gabo: Vivir para contarla. Si contás, si explicás, si compartís lo que te pasa, la vida es mejor.
A ella le daba coraje que se comunicase más con el primo de una prima de su vecino de piso cuando se independizó, allá por el Pleistoceno, que con ella.
Se lo decía:
—Pero yo es que no entiendo por qué carajo hablás más con desconocidos que con tu esposa.
Él le daba argumentos:
—No hablo más con ellos que con vos, pero coincidirás conmigo en que por escrito todo es más sencillo.
—…
—Es como eso que dicen siempre, que te confesás antes con el taxista que con tu…
—Exacto, ¡terminá la frase!
—No me dejás.
—La termino yo, no te preocupés: que con tu mujer. Eso es lo que me da bronca: que nosotros casi ni hablamos de nada que no sean las nenas, la casa, el trabajo. Siempre andás cansado cuando yo te propongo cualquier cosa, y en cambio te la pasás sentado frente al ordenador dale que dale, noche tras noche. ¡Que voy a tener que abrirme yo una cuenta de ésas para hablar con vos!
—No doy crédito.
—¿A qué?
—¿Estás celosa?
—¿Celosa de quién?
—No de quién: celosa de qué.
—¿De qué?
—¡Del puto Facebook!
—Vos estás mal, estás enfermo de la mente y del cuerpo, contagiado por el virus de la realidad virtual. Se acabó la conversación.
Pero sí. Lo estaba, un poco. Un poco irritada con esa manía por compartirlo todo que les quitaba tiempo de intimidad en todos los sentidos, porque su marido no se dejaba nada por contar, si había ido al baño una, dos o cero veces; si a su esposa le habían dado décimas de fiebre; si Marie había sacado un siete o un cinco en matemáticas. Y venga fotitos por aquí y por allá, en la cola del cine, en el McDonald’s, en la bañera, en el baño; sonriendo; serias; alegres; enfadadas; pidiéndole que le sacara la foto; diciéndole que no le sacara la foto. Qué pesadez.
Ahora le escribe a ella, también.
Le deja canciones:
William Kesselman
28 de agosto de 2011
Esta canción es para ti, la canto para ti, Giuliana.
Whitney Houston - I look to you
Music video by Whitney Houston performing I Look To You. © 2009 RCA/JIVE Label Group, a unit of Sony Music Entertainment
Le deja poemas:
William Kesselman
15 de septiembre de 2011
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.
Le deja recordatorios:
William Kesselman
9 de noviembre de 2011
Ojalá el cielo tuviera teléfono para poder escuchar la voz de aquellas personas que ya no están, que se van sin avisar… pero que se quedan siempre en nuestros ♥♥♥. Que son parte de nuestra historia y que extrañamos mucho… Ponlo en tu muro si tienes a alguien en el cielo a quien quieras oír aunque sea un minuto…:)
Pese a que lo escribe ella misma, se siente bien cuando lo lee.
Por eso, si recuerda, ahora, esas discusiones, le da risa y también rabia.
Rabia, por lo de siempre (porque perdió tiempo armando bulla, porque desaprovechó momentos preciosos para amarle sin medida, etcétera).
Risa, porque ahora ella también está contagiada de ese virus, y en la noche abre el ordenador y escribe para sus nueve amigos.
Giuliana Di Benedetto con William Kesselman
29 de noviembre de 2011
No sé qué escribir, sólo sé que hace cuatro meses estaba junto a Will en su cama del hospital temiendo lo peor, sin saber que estaba compartiendo las últimas horas de la vida de mi amor; recuerdo que dejé una lámpara encendida como la noche anterior, porque tenía miedo de perderlo y de no darme cuenta.
Toda la semana estuve recordando sus últimos días, ¡cómo me cuesta acordarme los buenos momentos vividos! Hace un par de semanas estuvimos viendo con las nenas una filmación de cuando estuvimos en Disney World en el 2006, ¡qué lindo estabas! Y se me estremecía el alma cada vez que escuchaba tu voz, fue un buen ejercicio para que mi memoria tratese de retener los sonidos de tus palabras.
Sabés que fuiste lo mejor que me pasó en la vida, junto a nuestras dos hijas, y que te amo como el primer día y te extraño cada día más, no te preocupes por mí ni por las nenas, yo sé que estás siempre con nosotras, aunque hubiese preferido otro final para nuestra historia terrenal (no te olvides de que nuestra aventura seguirá en cuanto nos volvamos a encontrar). Hasta siempre, mi vida…
Y los ocho amigos le dan a «Me gusta» y le contestan de inmediato y como una sola voz: estamos contigo, te acompañamos, no te dejamos.
Ella lee los comentarios varias veces, para reforzar ese sentimiento que recién está notando.
Finalmente, coloca el cursor en la ventana de su texto.
Giuliana Di Benedetto
Gracias, Gaby, Lau, Sergio, Betu, Carmen, Cari y Elena, ¡qué bien me hace sentir que no estoy sola! Gracias de corazón. Besos.
Lo escribe. Y lo siente. De verdad.