La primera solicitud de amistad que recibe es, precisamente, la de María. En ese momento se percata de que María y su marido son amigos de William y se entretiene en cotillear un rato esa vida irreal.

Así se entera de que María se apellida Martín Martín y de que sus padres eran primos hermanos y tuvieron que pedir dispensa al obispo para poder casarse. Lo cuenta ella misma en un post que le escribe a su padre el día en el que cumple setenta y siete años.

Su padre, Vicente Martín, tiene pinta de buen tipo. Lleva boina, y a ella los hombres con boina la enternecen un montón porque su padre, en Caseros, la lleva también en ese momento. Mira el reloj y se contesta: no, en ese momento no, porque allí son casi las dos de la madrugada y su padre, Mario, la habrá dejado sobre la cómoda junto el reloj y la alianza de casamiento, pues, al estar tumbado, se le hinchan las manos y luego no hay quien se la saque del dedo. Ay. Su padre. Cuánto le gustaría estar con él en ese instante. Cuánto le gustaría ser la hija de alguien por un momento y no la madre de otras, no ser ejemplo de fortaleza, sino damnificada llorosa de esa catástrofe que se lo ha llevado todo. Ver unos brazos abiertos y quedarse dentro un buen rato. Derramarse, ruidosamente, con esa mano grande, con esos dedos fuertes acariciándole la espalda. «Ya, ya, ya, pequeña, verás que no pasa nada».

De niña le llamaban la atención los pelos negros que le salían un poco más abajo de los nudillos. Ahora son blancos, porque su padre ya no es el hombretón vigoroso de su infancia, sino un hombre viejo, arrugado y cascarrabias. Sí. Lo sabe. De estar con él, seguramente tampoco podría llorar a su marido muerto a lágrima suelta, porque su padre es un hombre de acción, y además vergonzoso para el dolor y para mostrar los afectos en general. No sabe animar.

A lo mejor le pasaba como cuando se le murió su perro, a los trece años. Se llamaba Whis, el perro, porque era de color naranja oscuro, igual que la botella de whisky que de vez en cuando sacaba el padre para festejar cualquier acontecimiento. Whis era cariñoso y leal y no concebía otro modo de dormir que enredado en sus piernas, ni otro modo de pasar el tiempo que no estaba durmiendo que correteando con ella hasta hacerla tropezar y caer. Una vez incluso se partió un diente, que a día de hoy todavía le da frío cuando toma cosas heladas sin darse cuenta. Pero ella nunca se enfadó con Whis en los cuatro años, tres meses, dos días y catorce horas (aproximadamente) que compartieron antes de que un camión se lo llevase por delante una fría mañana. Lo que lo lloró sólo tiene comparación con lo que lleva llorado ahora. Quién sabe por qué le viene ese recuerdo a la cabeza ahora. ¿Por la muerte? ¿Porque ése fue su ser querido más cercano que murió antes de que William se fuera? Y dale con usar ese verbo. «Irse.» Como si hubiera mediado la voluntad en la partida de su marido. Como si hubiera la posibilidad de retorno. No. No es por William por lo que se acuerda de Whis. Es por su padre, que no se acercó a ella en todos los días que lo veló, metafóricamente hablando, porque del perro no quedó ni el collar. Entraba a casa y la encontraba llora que llora, y hacía como que no la veía. Salía. Entraba de nuevo y la encontraba en la misma posición, y no decía nada. Salía. Entraba otra vez y, si de casualidad la miraba, la hallaba recostada en el sillón o con la vista perdida en la ventana o poniendo o quitando la mesa con una cara de velatorio que ni siquiera ahora es capaz de poner. Salía. Entraba. Salía, y así de forma sucesiva, un día tras otro. En fin, que no parecía conmoverse por la tristeza infinita de la niña, seguramente porque él había enterrado a un hijo, el primogénito, y a sus dos padres cuando no era más que un chaval. Pero, una de aquellas tardes que Giuliana no podía ocultar la profundidad de su tristeza, le puso la mano en el hombro y, al girarse, ella vio, por este orden, los pelos de debajo de los nudillos, entonces negros todavía y hoy ya blancos, y un gato del mismo color que el perro muerto.

—Me dijeron que está castrado.

—…

—Así no te saldrá vividor.

—…

—Será casero, quiero decir.

—…

—Y es del mismo color.

—…

—Le podés poner Whis Segundo.

—…

—O llamalo como querás. Es tuyo, el animal.

—…

—Estooooo… Pero haceme un favor… No le tomés mucho cariño, por las dudas.

—…

—Me duele mucho verte tan afligida.

—…

—…

—Está bien, papi, muchas gracias.

El padre le apretó el hombro con la mano, que seguía ahí mismo desde que había comenzado la conversación unos pocos segundos atrás, le dejó el gato en el regazo y se marchó.

Ella adoró a Whis Segundo desde el primer minuto en que lo conoció, aunque lo llamaba Gato, porque le daba mala onda usar el nombre de su querido perro para su querido gato, y también desde el primer minuto lamentó no haberse lanzado a los brazos de su padre, no haberle dicho: «Esperá, vení, a ver, dame un abrazo, mirá, se hace así, de esta manera, separás los brazos, dejás que me ponga dentro, cerrás los brazos, me apretás, y ya; si querés, podés decirme que me querés, y yo te lo voy a decir también, porque te quiero, te quiero mucho y me has hecho muy feliz con este gato pulgoso que seguramente me va a arañar y se va a escapar en cuanto me descuide, pero gracias, papi, gracias, porque te prometo que no voy a olvidarme de esto jamás en la vida, aunque viva doscientos millones de años».

No la hizo, la lección de abrazos, y además tampoco cumplió su promesa. Olvidó enseguida aquel recuerdo. Tal vez en la adolescencia. O tal vez cuando empezó a salir con chicos y él le ponía dificultades con la hora y los viajes y se mostraba temeroso de que la dejaran, y ella pensaba que era porque no la creía lo suficientemente hermosa o lista o las dos cosas.

Hoy lo recupera, el recuerdo del gato. La nostalgia por esos abrazos no dados. La certeza de que su padre la dejaría llorar como si no la viera y el día menos pensado llegaría con un regalo que la haría feliz. No un sustituto de William, claro. Pero algo, lo que fuera; un cacharro de un contenedor, que su madre le decía que se había aficionado a buscar tesoros por las basuras; un libro de viejo que habría comprado para ella en El Banquete de la calle de La Pampa, o un animal de la protectora, quizás un pajarito, para que le hiciera compañía; y le diría algo sin sentido con ese vozarrón que de pequeña pensaba que era tan grave porque apenas si usaba la voz.

—Podés llamarle William Segundo —le diría, consciente del tamaño de la majadería que acababa de soltar.

Y ella se reiría mucho, hasta la lágrima.

—Vení acá, papi. Mirá, a ver, dame un abrazo, mirá, se hace así, de esta manera, separás los brazos, dejás que me ponga dentro, cerrás los brazos, me apretás y… Y que sepás que te quiero mucho y que me has hecho muy feliz, viejo. Gracias, papi, gracias, porque te prometo que de esto sí que no voy a olvidarme jamás en la vida, aunque viva doscientos millones de años.

Se acuerda de su padre ahora que sus hijas han perdido al suyo.

William sí abrazaba, y era un buen hombre, aunque nunca tratase de esconder la calva con ningún sombrero ni gorro ni boina, a pesar de que tenía una que ella le había comprado por si quería disimular los efectos de la quimio.

Piensa, aunque sabe que no es cierto, que un hombre que luce boina no puede ser mala persona. Por eso el padre de María, Vicente, le parece buena gente, sentado a la mesa frente a la tarta que pone «Felicidades» y que festeja su setecientos cincuenta y dos años, porque, según explica María un poco más abajo, se olvidaron de las velas y está hecha con los restos de las de los cumpleaños de los nietos.

María dice que su padre es un hombre valiente y libre que le ha enseñado que en la vida hay que ir de frente, sin mentir y sin lastimar. Cuenta que habría podido conformarse con cualquier otra mujer, casarse, tener hijos, y habría sido feliz, porque su padre tiene esa naturaleza bondadosa (se le nota en la cara, está en lo cierto) y alegre (eso también se le nota, aunque un poco menos por las gafas de culo de vaso, en los ojos todavía chispeantes), pero no quiso renunciar al amor de su vida, su madre, Amparo Martín (que también sale en la foto haciendo como que sopla con una bata de flores por encima del vestido de los domingos), sólo porque fuera la hija de su tío. Dice, María, que ese amor debería ser un ejemplo para todos los hijos (cuatro), a los que han educado con firmes valores, como el respeto, el tesón y la honestidad.

Se fija en que ha dicho «debería ser» y no «ha sido», y se fija, de paso, en la suave melancolía de los ojos de María mientras posa para la cámara. No es tristeza, aunque cuando se hizo esa foto su marido ya estaba desahuciado. Es melancolía.

Se pregunta qué le pasará, por dentro, a la mujer que parece saberlo todo, controlarlo todo, estar al cabo de todo, que está perdiendo a su marido y encuentra el modo de consolar a los que están en la batalla sabiendo que la perderán y también a los que la libran conscientes de la victoria.

Su móvil vibra. Es un mensaje del grupo Onco. Después del café, ha decidido perdonarlos y ha vuelto a conectarlos al aviso de mensajes.

Los lee, por primera vez en meses.

Laura (mamá de pecho 1)

Hoy mi hija me ha dicho que ha soñado que moriría y no dejo de llorar.

Se sobrecoge.

Jacobo (esposo de pecho 2)

Hay días malos, lo mejor, pasarlos cuanto antes .

Antonia (esposa de páncreas)

¿Y cómo se pasan esos días?

Jacobo (esposo de pecho 2)

Yo me concentro en el trabajo.

Antonia (esposa de páncreas)

Yo no me puedo concentrar en nada. No puedo dormir tampoco. Me da miedo despertarme y que ya no esté.

Laura (mamá de pecho 1)

Mi trabajo es cuidar de mi hija. Me duele el corazón, físicamente.

La entiende, tanto que nota un leve, levísimo, dolor en su propio corazón.

María (esposa de laringe)

Sentir miedo es normal. Y es normal sentir ese dolor del que hablas. Se llama angustia.

Laura (mamá de pecho 1)

¿Y qué hago, María?

María (esposa de laringe)

Lo primero, respira hondo. Serénate. ¿Dónde estás?

Laura (mamá de pecho 1)

En el baño.

María (esposa de laringe)

¿Sola?

Laura (mamá de pecho 1)

Sí. Le he dicho a Andrea que me iba a duchar y he dejado abierto el grifo.

María (esposa de laringe)

Bien hecho.

Laura (mamá de pecho 1)

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Sonríe.

María (esposa de laringe)

Cierra los ojos y respira hondo un par de veces. ¿Ya?

Laura (mamá de pecho 1)

Sí.

María (esposa de laringe)

Muy bien. Ahora, por favor, lee esto en voz alta. Leedlo todos en voz alta, las veces que haga falta, como si fuera un mantra. Tú también, Antonia.

Las cosas no dependen de nosotros, ni de nuestros temores ni de nuestras certezas.

Sentir miedo es normal. Y es normal sentir ese dolor del que hablas. Se llama angustia.

Y cuando estamos ahí arriba, convencidos de que nuestros seres queridos van a superar su enfermedad, nuestro convencimiento no va a curarlos.

Y cuando estamos aquí abajo, Antonia, Laura, cuando estamos tan hundidos que nos duele la piel, cuando sólo queremos llorar, nuestra tristeza no es el aviso de que algo malo va a ocurrir. Sólo es eso: tristeza, miedo.

Sólo somos hombres y mujeres que sufrimos y vemos sufrir a quienes más amamos.

Sólo somos seres humanos, podemos tener un momento de debilidad.

Se escucha decir en voz alta:

—Pero qué buena es esta guacha…

María continúa escribiendo, y ella continúa leyendo.

Sólo somos hombres y mujeres que sufrimos y vemos sufrir.

Laura (mamá de pecho 1)

Es que mi hija tiene sólo veintitrés años.

Y no se quiere morir, no se quiere morir, joder, no se quiere morir y, si se muere, yo…

Giuliana rompe a llorar; imagina a esa madre a la que no es capaz de poner cara. Ahora se arrepiente. Quisiera saber cuál es su color de ojos, si tiene la piel de porcelana o está llena de arrugas, si es guapa, si es fea, si es joven, si es vieja.

Quisiera escribir.

Escribe.

Hola. Les habla Giuliana. Discúlpenme que no haya contactado antes.

Lo primero que quiero es agradecerles sus palabras de aliento para mí tras la muerte de mi esposo.

Laura, decime una cosa…, ¿tenés más hijos?

Laura (mamá de pecho 1)

Hola, Giuliana.

Tengo dos hijos y una hija más. Laura es la pequeña.

También tengo una nieta de diez meses.

¿Por?

Tu hija no va a morir.

Laura (mamá de pecho 1)

¿Y eso cómo lo sabes?

William me contó de ella.

Me habló de su fuerza, de sus ganas de vivir.

Tenía muy buen pronóstico, ¿no es cierto?

Hoy sólo sentís miedo.

Las dos.

María (esposa de laringe)

Hola, Giuliana.

Exactamente.

Todos tenemos miedo.

Pero el miedo es un sentimiento, no una certeza. No es una premonición. Tenemos que aprender a convivir con todo esto.

Me alegro mucho de que hayas aparecido justo hoy por aquí.

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Laura, tu hija no va a morir, ¿me oís?

No va a morir.

Laura (mamá de pecho 1)

Te oigo, sí.

Pero la pérdida está ahí.

Es posible que no todas las personas de este grupo vivan un final feliz.

Paco (esposo de lengua)

Eso lo sabemos…

Pero vivimos de espaldas a esa idea.

Por eso, cuando consigue entrar en nuestras cabezas, nos golpea.

Yo sé de lo que me hablás, Paco.

El final de William no fue feliz.

Eso ya lo saben ustedes.

Peleó hasta el final.

Eso también lo saben, quizá no todos.

También tuvimos épocas de miedos y épocas de creer que podríamos con ese bicho cabrón.

Pero no pudo ser.

Y yo también pensaba, antes de que pasara y después de que ocurrió, que querría morirme con él.

Se da cuenta de lo que va a escribir y se detiene un instante. No es que vacile. No es que dude ni que piense que va a mentir. Es que, literalmente, se percata de lo que va a escribir y quiere sentir ese instante, disfrutar ese breve espacio en el que el dolor hace un hueco, pequeño, minúsculo, por el que se cuela un hilo, infinitesimal, de vida.

Toma aire.

Respira.

Escribe.

Pero aquí sigo.