Aun así, vuelve al grupo de apoyo. Le da pena ningunear a Carmina, que insiste en que le va a hacer bien, y piensa que tampoco tiene nada que perder.
En verdad, la psicóloga tiene razón. Quizá se sienta mejor entre iguales. Encuentra el cariño de la gente a cada paso desde que William se fue, pero siempre hay algo que falta, una distancia. Por más que agradezca el abrazo, o el tierno apretón de la mano en el hombro, o el silencio cómplice, o el qué putada, o el mándame a las nenas a casa si te apetece estar sola un rato, o el cuánto lo siento…, siempre hay un momento en el que piensa: «No me digás que me acompañás, ¿en qué sentimiento?, si vos no tenés ni idea de qué es esto».
Sí. Lo sabe. No debería decir «desde que William se fue», sino «desde que William murió». No se lo ha dicho la terapeuta. Ella insiste en que tiene que buscar sus propias fórmulas para vivir ese momento. Lo dice así:
—Cada uno debe encontrar su bálsamo. El proceso del duelo es altamente personal. Lo que a uno le sirve es posible que no le sirva a otro. Pero, poniendo en común sentimientos, experiencias…, es un poco más fácil vivir este momento.
Giuliana piensa que no debería decir «vivir» sino «sobrevivir», porque no es lo mismo. Vivir era lo de antes.
Vivir era:
Pelearte.
Reconciliarte.
Aburrirte.
Divertirte.
Hablar.
Callar.
Ir a comprar al Mercadona juntos.
Ir a comprar al Mercadona separados.
Ir al cine con las niñas y meterse todos juntos a ver Ice Age 3 y morirse de la risa en la taquilla al oír al de delante pedir las entradas sin decir eis eich sino ice age.
Ir al cine con las niñas y echar a suertes quién entraba a ver Enredados y quién se metía en la sala de al lado a ver The Artist.
Cenar luego en el Pans & Company de enfrente.
Poner cara de que te interesaba lo que te estaba contando cuando en realidad estabas pensando en otros asuntos.
Mentirle en pequeñas cosas para evitar broncas.
Que descubriese que no le habías dicho la verdad y tener la bronca de todas formas.
Enfadarte.
Reconciliarte.
Hacer planes.
Cumplir los planes. Sentir desilusión cuando no se cumplían.
Pensar en separarte.
Darte cuenta de que seguías enamorada hasta las trancas.
Hacer el amor cada tres semanas y pensar que era suficiente.
Comprender que no era verdad y proponerte tener sexo con más frecuencia.
Rendirte a la evidencia de que ni la vida ni el cuerpo te daban para más y tratar de convencerle de que era más importante la calidad que la cantidad.
Reír.
Llorar.
Reír.
Lo de antes era vida. Esto no.
Hace ya (¿en serio?, ¿ya?) casi tres meses que William se fue. Y lo dice así, insiste, se fue, se marchó, porque no quiere ni pensar en la muerte. La ausencia, no la niega, cómo podría, ojalá pudiera. Pero la muerte no la asume. Piensa en un viaje. Como cuando estuvo varias semanas de viaje, en Argentina.
Ella no podía acompañarle, las niñas, las clases, la casa, y él quería irse solo, además. Ya estaba enfermo entonces, aunque no sabían que el desenlace sería fatal.
—¿No te irás porque pensás que…?
—¿Qué?
—…
—Hablá, Giuli, no dejés las frases a medias, que sabés que me molesta…
—Pues por la enfermedad. Ya lo he dicho. ¿No te irás por la enfermedad, porque pensás que no vas a tener más tiempo para ir después?
—…
—…
—Ya habíamos hablado antes de hacer este viaje.
—Sí, pero los cuatro juntos.
—…
—…
—La enfermedad está ahí.
—Sí, pero los médicos nos dan un buen pronóstico.
Al contrario que ella, William acudía con frecuencia al grupo de apoyo y había superado ya varias fases. Ella aún lo negaba. Él estaba empezando a aceptarlo.
—Giuli…
—¿Qué?
—Vos sabés que un buen pronóstico es un poco más de tiempo. El final es el mismo.
Ella hizo un gesto con la mano.
—¿Y qué, con eso? Todos andamos muriendo desde que nacemos, vaya noticia.
—Eso es verdad, pero unos lo tenemos más cerca que otros.
—Vos no sabés si al salir a la calle me va a atropellar un camión. O, por ejemplo, ¿no viste esa mujer que murió en Japón arrollada por un carro de la compra que bajaba sin freno por una escalera mecánica?
—Aun así, me gustaría hacer ese viaje.
Lo hizo. Estuvo cuarenta y cinco días fuera.
Ahora lleva cuarenta y dos. Todavía puede pensar que está fuera, lejos; que puede llamar por teléfono o escribir un mail, o coger su llamada o contestar su correo; que volverá cargado de regalos, un peluche de un osito gaucho para Ana, una taza de «I ♥ Buenos Aires» para Marie, una chaqueta de piel para ella. Quién sabe qué. Puede pensar que va a regresar y por eso deja su ropa dentro del armario, colgada en perchas de madera marrón con un antipolillas en la barra; las camisas con las camisas, los pantalones, los trajes, los polos, todo ordenado según el color. Se engaña también fingiendo que huele a él, porque en verdad huele a Ariel y a suavizante de aloe vera, pero de cuando en cuando mete la cabeza dentro y aspira tan profundamente, tantas veces, que está a punto de hiperventilar.
No es la única. Hace una semana se encontró a Ana dentro, dormida sobre las camisetas de su padre. Casi se infartó de la impresión al abrir la puerta, y más tarde creyó morir de la pena, al tomarla en brazos para llevarla de nuevo a su cama y ver que ella se aferraba a uno de los jerséis. La acostó en su camita y se tumbó junto a ella y fantaseó con la idea de no despertar más a la mañana siguiente. Pero no. Ahí sigue. Fingiendo que vive. Sobreviviendo.
Pero, al grupo, regresa, por no contrariar a Carmina Palau, que sigue llamándola por su nombre, y le hace plantearse que, como se dedique con la misma energía al resto de sus pacientes, acabará loca de atar. Aunque ella no es su paciente, en esencia. A ella no le pasa nada. Sólo que le han amputado un brazo, una pierna, los dos brazos, las dos piernas, y sigue sintiendo que los lleva con ella, que los puede mover, agarrar cosas, correr, llegar lejos. Pero, por lo demás, todo está bien.
¿Comer? Come. ¿Dormir? Duerme. ¿Reír? Ríe. ¿Llorar? ¿Está de broma o qué?
Lo básico, lo tiene controlado. No está enferma. No es paciente de nadie. Era William, el enfermo.
Pero, al grupo, vuelve, también por William.
Porque se lo pidió él.
—Pero ¿por qué? ¿Vos me ves mal?
—No, Pitu, pero creo que te haría bien ir, hablar, oír a otras personas que están pasando por lo mismo que vos.
Ella era reacia.
—Es que, por lo mismo que yo, sólo paso yo.
—Sí, sí, eso está claro. Eso pensaba yo también. Pero, desde que voy, me siento mejor.
—¿Sí? ¿Creés que te entienden mejor que yo?
—Mirá, si te vas a enojar, mejor dejamos el temita…
—No me enojo, pero es que estoy cien por cien a tu lado, me da por el forro del culo que me digás que encontrás más apoyo en extraños.
—No seas malhablada…
—Me paso el grupo por el orto, fijate lo que te digo.
—…
—Pero, si vos querés, voy.
Fue. Eran trece, catorce con ella. Se reunían anárquicamente, no todos, no todos los días. Lo único fijo era el lugar: una sala pequeña frente al despacho de Carmina Palau, sin mesa, con veinte sillas contando las tres que estaban rotas apiladas en un rincón, una papelera y dos ventanas sucias por fuera que daban al patio central del hospital.
Las reuniones se convocaban a través de un grupo de Whatsapp que se llamaba «Onco». Lo administraba María Martín, que estaba siempre en guardia. El cáncer, lo tenía su marido en la laringe. Tenían tres próstatas, cuatro mamas, un colon, una lengua, dos estómagos y un pulmón; algunos estaban sentenciados y otros peleaban como jabatos, convencidos de que, como decía Cela, el que resiste vence.
María la recibió a solas en la sala.
—¿Sabes que está demostrado que los grupos de ayuda de verdad ayudan?
Giuliana pensó: «No jodas, pues menos mal».
Pero dijo:
—…
María continuó:
—El apoyo emocional es muy importante, es vital. Nosotros somos el sostén de nuestro grupo familiar, de nuestros maridos, en tu caso y en el mío, pero… ¿quién nos sostiene a nosotras?
Pensó: «Eso, ¿quién, rubia de bote?».
Pero dijo:
—…
—No se trata de forzar nada. No nos conoces ni tienes por qué abrirte a nosotros. Pero danos la oportunidad de estar contigo, de estar juntos, porque eso será bueno para todos.
Pensó: «Ya, claro, ¿qué son? ¿Una secta?».
Pero dijo:
—…
—Mira… Hasta es posible que vengas empujada por tu marido, que sé que va al grupo de apoyo emocional de los enfermos, o por Carmina Palau, que es una psicóloga magnífica. Que no quieras venir es normal. No vengas. Basta con que me des el número de teléfono y yo te meteré en el grupo. Así podrás, digamos…, observar sin ser observada.
Pensó: «Boluda, estás loca si creés que te voy a dar mi número para que me friás a mensajes».
Pero dijo:
—…
María sacó su móvil.
—¿Me lo das?
Pensó: «Y una mierda te lo voy a dar».
Pero dijo:
—670634237.
Fue a una reunión decidida a no volver, les puso cara a los nombres. Desactivó la alerta de los Whatsapp porque eran tan activos que el pitido del mensaje acabó por crisparle los nervios, y cuando conectaba el móvil y echaba un vistazo al icono verde, no era raro tener entre ochenta y ciento veinte mensajes. Los borraba sin leerlos. Así no supo que:
Perdieron a uno de los estómagos y su mujer abandonó el grupo.
El pulmón empeoró y su familia se trasladó a Cuenca a la espera del fatal desenlace. Abandonaron el grupo.
Tres de las cuatro mamas recibieron el alta, y abandonaron el grupo.
Todos le preguntaban por William.
Todos le escribieron cuando supieron lo de su partida.
Todos se ofrecían para ayudarla en lo que hiciera falta.
Finalmente llamó a María para agradecerle el interés y disculparse por su deserción, y no supo cómo evitar quedar a tomar un café con ella en un bar del centro, cerca de El Corte Inglés.
Se ven precisamente el día que hace tres meses de la marcha de William. Al aceptar la cita no se dio ni cuenta de que decir pasado mañana era decir el 29 de octubre. Pero hoy de lo único que tiene ganas es de meterse en la cama y taparse la cabeza con todas las mantas que hay en la casa. De no ver a nadie. De no hablar con nadie. De no respirar.
La ve llegar y piensa: «Le diré que tengo que comprarle un chándal a cada niña para irme en cuanto me tome el cortado».
Pero, cuando la mujer se sienta frente a ella, tiene los ojos tan llenos de lágrimas que le sabe mal irse sin preguntarle:
—¿Qué te pasa, María? ¿Ocurrió algo?
María da vueltas a su café con la cucharilla y se encoge de hombros.
—Nada nuevo… Pero hemos venido para hablar de ti… ¿Cómo estás?
Aunque quiere mentir, o ser irónica, de repente, sin saber por qué, tiene que decir la verdad:
—Jodida, María. Hecha mierda. Fatal. Sin saber para dónde tirar. Enfadada. Con ganas de morirme yo también.
(Llanto.)
(Llanto.)
Cada una llora mirando su taza, en silencio, discretamente, cabizbajas, sin intentar consolarse, pensando las dos en sus dramas, en sus miserias, y al cabo de un rato, casi al mismo tiempo, el lloro se detiene como si las lágrimas viniesen de un grifo común que acaba de cerrarse. De vez en cuando, María responde mensajes de su móvil. Siguen calladas y sin mirarse ni un momento más, hasta que Giuliana rompe la tregua.
—Sí que sienta bien esto de no llorar sola…
Se ríen.
—Es la idea, sí —contesta María.
—Pero ¿qué te ha pasado? ¿Recibiste una mala noticia de…? —Busca el nombre en su memoria y no lo encuentra.
—De Antonio.
—Sí, de Antonio, discúlpame…
—No tienes que disculparte de nada, bastante tienes con lo tuyo.
—Pero ¿pasó algo? ¿Empeoró?
—No, sigue estable… Los médicos no son optimistas. Hay metástasis en el pulmón y en los huesos. Pero no ha empeorado.
—¿Entonces?
—Es que… Te vas a reír…
—Dale, entonces, cuéntame. Tengo muchas ganas.
—Es que se me ha estropeado la lavadora esta mañana, antes de venir aquí. Se me ha salido el agua por la cocina y, al verla… Yo qué sé lo que he pensado… Que me va mal gastarme el dinero en la reparación o comprarme una nueva, que la ropa cogerá olor a húmedo y a ver cómo la lavo con la máquina rota… Y luego he pensado: «Qué más da, si tu marido se está muriendo». Pero he seguido con la matraca de la lavadora. «Joder, todo me pasa a mí, la nevera el otro día, ahora esto»… Como si lo de Antonio hubiera dejado de importarme, y cuando me he dado cuenta, me he puesto a llorar.
Giuliana no sabe cómo decirle cuánto la entiende.
—La vida sigue, con su maldita cotidianidad… Nuestros compañeros enferman, se mueren, pero la casa tiene que seguir en pie…
La comprende. Sigue sin saber cómo decírselo, así que extiende su mano, le acaricia, un poco, la que está sobre la mesa, y piensa que con ese gesto es capaz de transmitirle lo que no es capaz de expresar con palabras. María sonríe. Giuliana piensa que la ha entendido. Quizá.
Hablan un rato más, de naderías. Por un momento, breve, efímero, se olvidan del drama.
—Quizá vuelva a ir.
—¿Adónde?
—Al grupo. Si me aceptan, quizá regrese, si hay alguien más en mi situación.
—Los eufemismos forman parte de esta etapa —le dice María.
—¿Cuál etapa?
—La de la negación.
—…
—Claro que puedes volver. Aunque quizá te será de más utilidad incorporarte a otro en el que el resto de las personas están viviendo tu misma experiencia.
Piensa que María habla como una psicóloga. Le pregunta si lo es.
—No, qué va. Soy profesora. Este año termino el ciclo con los niños que cumplen seis años y pasan a primaria… No sabes qué pena me da ver cómo crecen.
Otro motivo de entendimiento.
—Yo tengo a mi hija pequeña en infantil.
—Lo sé. William se lo dijo a Antonio.
Se levantan. Se despiden con un abrazo. María es rubia y no debe de llegar a los sesenta, joven todavía para ser viuda, y huele a melocotón, y con ese olor todavía cerca, como si estuviese aún con ella, llega a su casa y enciende ese ordenador que no tiene eñes.
Se conecta a internet, teclea una dirección, introduce unos datos, los que la página le va pidiendo, nombre, fecha de nacimiento, una dirección de e-mail, una contraseña. Se registra. Se abre su propio perfil.
Facebook le pide una foto. Busca una de William, el día del cumpleaños de Ana, el año anterior.
Facebook le pide que busque amigos. Sólo quiere tener uno. Manda la solicitud. Cierra el perfil y abre el de William. Acepta la solicitud. Cierra el perfil. Abre el suyo.
Y escribe.
Giuliana Di Benedetto con William Kesselman
29 de octubre de 2011
Hola, Will. Como ves, acabo de abrirme una cuenta, para no seguir robando la tuya, pero decidí que tu cuenta seguirá abierta para ir agregando cosas que quizás habrías dicho o te habría gustado poner en el muro.
Hace tres meses que partiste, y mi vida y la de nuestras hijas ya no será igual, se ha ido mi compañero de ruta y me haces falta a cada momento, pero sé que donde estés nos protegerás siempre, como lo hiciste en este mundo. Mi mejor homenaje es seguir adelante cada día, aunque no sea el mejor de los días, pero, como me decías siempre, hay que hacer lo que hay que hacer. Y entre las cosas que había que hacer estaba comprar una computadora con todas las letras, en especial esa que tanta falta les hace a las niñas para hacer los trabajos de la escuela: la eñe. Hoy quería hablarte de nuestras hijas (sí, nuestras, aunque cuando se portaban mal me decías que eran sólo mías…). Hoy, que hace tres meses que no estás físicamente con nosotras, pero, como dice Ana: «Tati está en todas partes, porque es como Jesusito…». El otro día quiso ver tus cenizas (hacía rato que me lo había pedido, y yo siempre esquivándola…), así que abrí la urna, las miró, me dijo que eran como la arena de la playa pero de otro color, y que cómo se había hecho eso así, a lo cual Marie le contestó: «A papi lo incineraron»… Yo, como espectadora y partícipe al mismo tiempo de semejante situación (más que embarazosa, por cierto), esperaba con un nudo en la garganta el momento del mazazo, pero siempre mis niñas me sorprenden con ese aplomo y esa naturalidad que es propia de los niños: «No pasa nada, a Tati ya no le hacía falta el cuerpo». Y es con esa misma naturalidad que a cada momento Ana recuerda a su papá, las canciones que le cantaba, los lugares donde íbamos a comer, las excursiones y los viajes que pudimos hacer los cuatro juntos… A Marie le cuesta un poco más, con sus casi diez años es más que difícil asumir que su Tati no está de la manera que ella habría querido, y por eso sus (in)explicables momentos de rabia que terminan en llanto… o como hoy, cuando encendíamos las velas como cada día 29, que nos fundimos las dos en un abrazo frente a tu rincón.
Me acordaba de que también hoy hace un año que tuviste tu última sesión de quimio, y esperabas con ansia el resultado del TAC para ver si te daban el alta… Cosas que tiene la vida, con muchas preguntas y pocas respuestas.
A pesar de todo, me siento muy afortunada de tener dos hijas como las nuestras, con todas sus rabietas y sus altibajos, porque son el fruto de nuestro amor, de ese amor que un día nos prometimos eternamente y que en algún momento disfrutaremos con total plenitud. Ojalá sigas descansando en paz. I love you so much.
Relee lo escrito y, tal como ha dicho, espera un mazazo que no llega.
No sabe cómo, pero lo nota, lo nota tanto que le sorprende que William Kesselman no le dé al «Me gusta» ni haga comentario alguno al post desde su propio perfil.
Piensa que ha perdido la (poca) cordura que le quedaba, y pensarlo le da como risa.
Y se siente mejor.