Observa las fotografías de William a menudo, quizá con demasiada frecuencia. La psicóloga del hospital le ha dicho que debe mirar hacia delante, que debe construir en el futuro un escenario nuevo, distinto, para poder vivir con Ana y Marie. Pero también le ha dicho que debe pasar el duelo, transitar por esa senda de brasas como si fuera un faquir, salir victoriosa, poder volver la vista y decirse: «Lo superé, recorrí el camino a pesar del dolor, ya estoy en el otro lado». Ésa es su interpretación. En realidad, la psicóloga, que se llama Carmina Palau, a la que visita con regularidad desde que a William le advirtieron que el cáncer de colon había derivado en otro de páncreas, le ha dicho:

—El proceso del duelo es inevitable, cada uno lo vive a su manera. Cualquier cosa que haga que te sientas mejor, en principio, es beneficiosa para ti.

Descartadas las drogas (porque tiene dos hijas), el alcohol (porque tiene dos hijas) y la propia muerte (porque tiene dos hijas), que son las tres cosas que harían que se sintiera mejor, porque estaría ausente del mundo o muerta, no le queda más remedio que asumir que ha de seguir viviendo. Porque tiene dos hijas. Porque sólo tiene a sus dos hijas.

Todo podría haber sido distinto. Ese pensamiento la martiriza. Todo sería distinto de haber seguido en casa. En Caseros. De no haber hecho la maleta para dejar Argentina y largarnos a Florida, donde William tenía parientes y trabajo. De no haber dejado Florida, donde Marie tenía una amiga del alma y más amigos que le cubrían el resto del cuerpo y del espíritu; donde ella estaba empezando a pensar si tomarse en serio la idea de homologar el título y buscar trabajo; donde la familia de William, tíos lejanos de una tía lejana, en realidad, se habían convertido en los abuelos de Marie y se la quedaban durante las noches cuando ellos querían salir al cine o a cenar o a bailar o al cine y a cenar y a bailar o cuando decían que harían todo eso y en verdad se quedaban en la cama, desnudos, durante horas, primero recuperando horas de sueño, porque Marie era una bendita por el día, pero una tortura durante la noche, y luego hablando y después haciendo el amor todas las veces que el cuerpo les daba para ello, y al cabo del rato vuelta a empezar (dormir, hablar, amar). De estar allí. Quién sabe. Tal vez esos falsos abuelos, esos padres de mentira, se habrían dado cuenta antes que nadie de lo enfermizo de esa palidez, o de que el blanco de los ojos era cada vez menos blanco, o de que perder peso tan rápido bueno no tenía que ser.

—¿Viste? Me estoy quedando hecho un figurín.

Ella, ahora, se castiga. Se dice: «Debiste tener otra reacción que no fuera ponerte a dieta para estar flaca vos también».

Insiste: «Debiste mostrar interés y no fastidio todo el tiempo que se quejaba, y no pensar que era un flojo que no aguantaba ni siquiera el ardor de estómago cuando vos habías parido a pelo a dos hijas, con lo que eso duele».

Está segura de que Julia, la tía lejana del tío lejano, la habría llevado aparte y le habría dicho algo del tipo:

—Giuli, querida, no quiero alarmarte, pero ¿a vos no te parece que William tiene mal aspecto, que anda siempre cansado, que está cada vez más amarillo?

Y:

—Giuli, querida, ¿por qué no pedís hora al médico y que le hagan una analítica?

No se dio ni cuenta. Sólo hervía brócoli para ella y asaba pechugas de pollo a la plancha para él, y se enojaba en silencio porque, por más que ella llorara de hambre, seguía teniendo ese michelón al que era imposible poner un diminutivo y llamarle «michelín», y él estaba cada vez más delgado y más joven, sí, vale, un poco amarillo, pero, bueno, ese invierno estaba siendo duro y lluvioso y ni siquiera ella, que era prácticamente del color del tizón, tenía buen tono de cara.

No se dio ni cuenta de que su marido estaba enfermo, y se siente cada día peor, más culpable, porque ella habría podido hacer que todo fuera de otra manera si se hubiera fijado un poco, sólo un poco, más.

Carmina Palau le ha dicho que no.

—Giuliana, no te castigues.

Pero, durante la enfermedad, acudía a la consulta de la doctora Palau casi siempre llorosa y, al poco de hablar, la culpa salía a borbotones, como la sangre de una herida que no acaba de cicatrizar en el brazo de un niño que no puede evitar rascarse.

—Giuliana, lo malo de este tipo de cáncer es que, cuando da la cara, ya es tarde para los tratamientos. No se puede predecir, por desgracia.

Ella no se consolaba y seguía con su cantinela, la de sus kilos de más, la de su envidia porque él adelgazaba y ella no, la de que era una mala persona, una pésima compañera, que era ella y no él quien merecía lo peor.

—La solución no es la culpa, sino el enfrentamiento.

—¿Cómo, el enfrentamiento? ¿Con Will?

—No, con el problema. Mirarlo de frente, buscar soluciones y seguir adelante. Pensar ahora en cómo reaccionaste cuando estabas viviendo otra realidad, otra cotidianidad, es meterte en un combate inútil del que lo único que sacarás será debilidad. Y William y tus hijas necesitan que estés fuerte ahora para esta pelea, y tú misma necesitas esa fortaleza dentro de ti.

—Pero ¿qué pelea? Los médicos nos han dicho que hay poco que hacer.

—La medicina no es una ciencia exacta, Giuliana. Se han dado casos de recuperaciones…

—¿Milagrosas?

—Pues sí, milagrosas.

—Nosotros no creemos en Dios.

—No hace falta creer en Dios para creer en los milagros, Giuliana.

Giuliana pensaba que la psicóloga era buena, que repetía su nombre casi en cada frase para que ella sintiese su cercanía.

—Puedes llamarlos milagros de Dios o milagros de la mente o milagros de la vida. Pero, aunque la ciencia no tiene explicación, está comprobado que quien pelea tiene más probabilidades de ganar esta batalla. —Esperó que lo dijera; lo dijo—:…, Giuliana.

Le entró una risa floja, tonta. Se aguantó las ganas. Pensó que luego le contaría ese episodio a Will y que se reirían juntos, seguro. Le entraron ganas de nuevo. No pudo aguantarse, y se rió.

—Perdón, son los nervios…

—No te disculpes, Giuliana. —Risa floja, de nuevo—. Reír es bueno en cualquier circunstancia.

—…

—Cuando tenemos que enfrentarnos a una situación como ésta, a la enfermedad grave de un familiar, de tu compañero de vida en este caso, la mejor forma de hacerlo es involucrarnos en la medida que podamos, tener claros nuestros sentimientos y miedos al respecto y aceptar la situación que nos toca vivir.

—Estamos jodidos, Carmina. Porque yo tengo claros mis sentimientos y mis miedos. Temo que muera. No quiero que muera. Eso no lo puedo aceptar.

Iba a verla, a Carmina, mientras William se daba la quimio en una sala blanca, grande, llena de personas sentadas en sillones incómodos, azules, que ocultaban las calvas bajo pañuelos de colores alegres y que miraban a Ana Rosa Quintana en la tele. Le dejaba ahí, con un beso y El programa de AR.

—¿Vas a mirar la tele un rato? A lo mejor ponen una receta rica para hacerla luego en casa.

Sonreían.

—No, voy a dormir un poco. Por la noche me cuesta.

Le daba un beso, cruzaba el patio, pasaba al lado de la capilla, giraba a la izquierda, subía dos pisos, le daba su nombre a una enfermera, esperaba a que Carmina Palau asomase la cabeza por la puerta.

—Adelante, Giuliana.

Pasaba.

—¿Cómo estás hoy?

Y la niña que había en ella empezaba a rascarse la herida que todavía no había acabado de cicatrizar hasta que la sangre salía, a raudales, empañándolo todo. Cómo no lo vi. Yo pude salvarlo. Yo dejé que esto pasara. Es mi culpa. No puedo vivir.

Ahora, sin William, no vuelve más al hospital, pero tampoco ha muerto. Tiene dos hijas. No puede morir.

Carmina le ha dicho que busque modos para seguir viva. No con esas palabras. Ha usado otras, más técnicas, que se han vuelto humanas porque llevaban su nombre detrás. Giuliana.

Le ha dicho que espere, si quiere, un tiempo prudencial, pero le ha advertido que hay estrategias, trucos, grupos de apoyo, fármacos, en última instancia. Pero ella no quiere drogarse (tiene dos hijas), quiere estar consciente de dónde le duele, de cuánto le duele; quiere abrir el armario y mirar la ropa colgada, planchada, tanto tiempo sin utilizar, los trajes, las camisas, los zapatos que ya no se usarán más, y llorar y llorar hasta que las lágrimas, literalmente, terminen por acabarse, y bajar y ver a sus hijas y mirar juntas un rato la tele, abrazadas, sintiendo el dolor por la ausencia pero también esa calma, ese bálsamo, de sus pieles juntas en el sofá.

Así que se droga con recuerdos, con fotos de William con tres años bañándose en un barreño; o de chaval, subido a una bicicleta con las rodillas peladas por cicatrices viejas y lesiones recientes; o de adolescente, en la boda de unos primos con una corbata que le queda grande pero que le sienta bien. Le gusta verle así, pequeño, cuando la vida era una promesa que aún no se había roto.

Nunca mira las otras, las de aquel viaje al fin del mundo, a la Patagonia, ni las de la boda, ni las del nacimiento de Marie ni de Ana, ni del asado en la casa de Marcela y Claudio, tumbado sobre una colchoneta transparente dentro de la piscina, tomando sandía bajo la atenta mirada de Marie, porque ésas le duelen con un dolor inhumano, interminable, inaguantable.

Contempla sólo las otras, las del niño que no conoció, porque esa falta permite a su alma esconderse en cualquier hondonada, como decía Borges en su poema, para no ver la ausencia.

Las mira y hace cosquillas a la barriga infantil, o acaricia la rodilla dañada, la cara orgullosa en la boda del primo. Es su manera, su modo, su técnica.

Y escribe:

William Kesselman

19 de agosto de 2011

A mi pequeña princesita: ¡¡feliz cumple, Ana!! ¡¡Ya tenés cinco años!! Me dijeron por ahí que hoy vas a tener una merienda con tus amigas, como el año pasado, que lo hicimos en el ático de casa, ¿te acordás? Espero que te lo pases superbién como siempre, yo te voy a estar mirando y, si me dejás, voy a soplar las velitas con vos (no le digás nada a nadie, es nuestro secreto). También la voy a ayudar a mami a tener la piñata, no te preocupes, Supertati lo arregla todo, ¿verdad? Te mando miles de besos y muchas cosquillas… I love you sooooo much, te adoro mi bichotrasto. Por siempre.

Tu Tati

Carmina Palau le ha dicho que busque un grupo. Y a los pocos segundos de que William, con las manos convertidas en gafas, escribiera ese texto en su muro del Facebook cuatro días después de morir, el apoyo llega para salvarla.