Whitney Houston suena en la radio mientras William prepara café. La cocina está desordenada y todavía conserva los restos de la cena de ayer. No les gusta Whitney, pero es lo que hay, y canta ajena a la indiferencia.
William no sabe que pronto esa canción será importante. Para ellos.
La caja de la pizza está sobre la encimera, aún con las dos porciones que Giuliana dijo que metería en el frigorífico.
William respondió:
—Eso, metelas esta noche y así las tirás mañana.
Ella le miró, molesta por el comentario, pero al verle la cara se dio cuenta de que sonreía y le contestó:
—Boludo.
Había sido una buena tarde. Fueron juntos a la tutoría de la clase de Marie, que últimamente andaba poco fina con las matemáticas y en casa estaba a menudo como melancólica. La profesora los tranquilizó. Tiene nueve años, les dijo, es normal que se descentre de vez en cuando. Todavía es una niña.
Hablaron de eso mientras paseaban camino de vuelta. Del tiempo, tan veloz, tan efímero.
Él se puso un poco triste.
Ella quiso decirle:
—Tu hija se te parece en la melancolía.
Pero le dijo:
—Nosotros ya hemos dejado huella, Will. Las niñas nos llevan. Permaneceremos pase lo que pase.
Él sonrió.
Quiso decirle:
—A veces esta rapidez me da vértigo.
Pero le dijo:
—Pidamos pizza para cenar.
Ana aplaudió entusiasmada. Dijo que se la comería toda entera de un bocado. Pero al primer mordisco, tal vez al segundo, se despistó con los dibujos de Disney Channel y se olvidó de comer. Tampoco Marie tomó más de una porción. Giuliana no quiso repetir y él, por lo suyo, se había acostumbrado a las cenas sobrias.
Por eso, esa mañana, la cocina está desordenada.
Ahora William recuerda que, ese día, le molestó el barullo de platos y vasos sucios, de bolsas de Mercadona por aquí y por allá, algunas aún con la compra dentro; las migas de pan, la coca-cola medio abierta, desventada.
Recordaría que, ese día, al poner el café en la cafetera, pensó:
«Joder, esto parece una pocilga.»
También se le pasó por la cabeza este otro pensamiento:
«Menudo ejemplo para nuestras hijas, tanto desorden.»
Y este otro:
«A ver si baja de una vez Giuliana. Tenemos que hablar, poner normas, ser estrictos con las nenas. Esto no puede seguir así.»
Recoge un poco el desastre. Con el enfado, se olvida de reciclar y lo tira todo, la caja, la comida, la botella, en el mismo cubo.
Refunfuña.
Recuerda ese recuerdo, y lo lamenta.
Querría haber tenido otros pensamientos y no esos. Quizás algo más amable. Quién sabe.
Giuliana entra en la cocina. Lleva el pijama todavía puesto. Reconoce los pantalones, con ese estampado de ranas que saltan en la charca y que tanta gracia le hacen a Ana.
Su mujer parece cansada. Tal vez no ha dormido. Mira a su alrededor, puede que preguntándose qué habrá pasado con la basura y con el desorden, cómo es que la cocina está ya impecable, cómo es que huele a café.
Whitney Houston sigue cantando en la radio. «I look to you. And when melodies are gone, in you I hear a song. I look to you.»
Ya no le importa el desbarajuste. Sólo quiere abrazarla.
Le ve. Sonríe. Camina hacia él, despacio, como a cámara lenta.
Se lo dice:
—Pero cuánto tardás.
Vuelve a sonreír.
Por fin llega.
Se lo dice:
—Por fin llegaste.
Abre los brazos y Giuliana se le mete dentro. Siente su respiración. Le huele el pelo y piensa que huele a buenos días, a planes, a trabajo, a prisa, a vida.
Ella le mira y quiere decirle tantas cosas que no dice nada.
Él la mira y quiere decirle tantas cosas que no dice nada.
Whitney, que no les gusta a ninguno de los dos, sigue cantando en la radio, ajena a la falta de atención de sus oyentes, viva en las ondas aunque la muerte se la llevó hace unos meses.
Él le acaricia el pelo y hunde una vez más su nariz en esa mata oscura, medio rizada, que permaneció lisa y tiesa como un palo hasta que nació su hija mayor.
—Apurate —le dice.
Le mira, desconcertada.
—Andá. No llegués tarde a mi funeral.
Giuliana despierta, sobresaltada.
Y se echa a llorar.