Ha sido una noche larga para todos. Han ido los cuatro al depósito. La noticia abrió el informativo nocturno de Tele Madrid, que estaban viendo Eugenio y Elena. Román estaba en casa. Bernardo estaba en casa. Durante hora y media, se detuvo el tráfico del Metro en Alonso Martínez. Los restos mortales de Héctor se subieron al andén en una gran sábana de plástico plateado que crujía como si dentro aún se alojase un cuerpo vivo. La policía identificó inmediatamente a Héctor en su perfil de Twitter. Ese perfil, paradójicamente, no lo conocían ninguno de sus cuatro amigos allí presentes, que no tuiteaban. La pista de Eduardo salió de un tuit a @CharoReinares, de The Turkish Delight Madrid: «Los bares gays no son antros, al contrario, acogen multifauna nocturna. Te llamo al periódico». La policía dio de inmediato con todos estos datos. En el Turkish Delight, donde habían, horrorizados, visto la noticia en el informativo, reconocieron al joven que acompañaba a Eduardo, cliente habitual. Así apareció el cadáver de Eduardo en su piso. ¿Qué conexión había entre el suicida y el asesinado? Todo el mundo creyó saberlo de inmediato. Cuando Eugenio, Elena, Román y, poco después, Bernardo, se personaron en el depósito de cadáveres, todo el mundo estaba al cabo de la calle, incluso la madre de Héctor, que vino acompañada de una hermana franciscana directamente del piso de acogida al depósito.
Deshecha en lágrimas, la madre de Héctor avergonzó a todo el mundo. Avergonzó, sobre todo, a Román, tan delgado y hierático, que sabía que tenía que dar la nota. ¿Era Román un nota? No. Todos los juegos de palabras de los criajos ahora rebotaban en la conciencia de Bernardo como en una lámina líquida solidificada repentinamente y transformada en una mesa de ping-pong. Una mesa de ping-pong azul. Se sentía Bernardo de pronto conmovido. La lágrima que derramó le recorrió la mejilla derecha de Apolo aviejado y engordado. Y pensó que lo más trágico de todo era que él mismo, habiendo sido el centro de todo ello, el autor, el gestor, el primer motor inmóvil, solo fuese capaz ahora de sentir sentimientos prefabricados, ya inventados, preparados como sombreritos o como trajes o como máscaras para ser automáticamente instalados en los actores que van a representar una farsa cualquiera, una farsa benaventina: he aquí el tinglado de la antigua farsa. Román en cambio, hierático, sentía que Bernardo era un miserable y que aquel malencarado despojo que ahora era Héctor y que en su día fue tan claramente viviente y hermoso como un árbol, era fruto del lacrimeo del hijoputa aquel que ahora lacrimeaba y daba palmaditas en la espalda de la franciscana y de la madre de Héctor que, deshecha en lágrimas, no sabía si sollozaba por su hijo destazado o por si misma, no menos desventrada, solo que, ahora, salvada de la muerte a consecuencia de la metadona que la había convertido en una madalena. Elena y Eugenio sienten que resbalan hacia un vacío odioso donde los dioses beodos cagan y se desentienden de los hombres, un lugar sin protección ninguna, sin defensa, como cuando se propagó por todas partes el sida, y no se sabía si era un castigo divino o una mera enfermedad inteligible. Así también ahora Eugenio y Elena se sienten emparejados por la identidad de su sentimiento, por la potencia de su compasión ante este despojo que es ahora Héctor, a quien conocieron y cuyo final desventrado nunca sospecharon y que ahora mismo les parece inverosímil. La inverosimilitud irreversible se les ha contagiado como un vicio del que no pueden librarse, una costumbre antigua, juvenil, que se quedó y no se fue, y que ahora perdura en su madurez y en su senectud compulsivamente, no significando nada. El gran problema que se tiene —piensa Román— es que no sentimos nada. Yo mismo ahora no siento ningún sentimiento. No siento pena ninguna por este pobre crío aquí recompuesto brevemente en el tanatorio para parecer humano pero deshumanizado del todo a consecuencia del frío que hace —los ventiladores del aire acondicionado enfrían tanto que quitan el olor a muerto que despide Héctor—. Nadie es responsable, nadie se hará cargo de nada nunca. Por eso volverán las religiones para dar significado, parcial al menos, a estas muertes que, en crudo, a pelo, cara a cara, no significan nada. Así que Román recuerda lo siguiente: si creemos que Jesucristo murió y resucitó, también debemos creer que Dios resucitará y llevará con Jesús a la gloria a los que hayan muerto en su gracia. Y piensa Román que el pobre Héctor con su asesinato y su suicidio no merece la gracia divina, así que no resucitará. Todo el asunto en este relato —reflexiona Román— es la no-resurrección. No resucitaremos, no trasladaremos esta inmensa carga de emoción, de ternura, de existencia imperfecta y momentánea a ningún más allá. Todo lo que ahora es intensidad y altura y emoción y generosidad y entrega se descompondrá y dejará de ser y no significará nada. Esa es la gran lección. Pero la policía no está por la labor. La policía se encuentra con una situación muy diferente. El comisario jefe, que no ha leído la epístola a los Tesalonicenses, no acaba de entender la situación. Por su cuenta ha llegado a la conclusión de que el asesinato de Eduardo y el suicidio de Héctor están conectados entre sí. Con ayuda de la gente del Turkish Delight se ha formado la idea de que, por lo que fuera, por uno de esos torcimientos que en opinión del comisario jefe caracterizan a los grupos homosexuales, el chico mató al viejo en un súbito arrebato de malhumor o de rencor o de pura brutalidad. Recuerda muchos casos así, unos llegan a los tribunales, otros no. Pero todos pasan por comisaría primero y el comisario tiene, a su vez, una teoría torcida de todo ello: estas relaciones especiales, antinaturales, suelen ser siempre mortales. Cuando el sida, por el sida. Pero antes del sida y después, en opinión del comisario, desde el juicio sumarísimo que cada noche de guardia se ve obligado a hacer de casos como este, quienes no cumplen con la ley de Dios se oponen a la ley de Dios y acaban matándose. El comisario jefe es un funcionario serio y taciturno que no suele comunicar a nadie su experiencia de la vida: se limita a cumplir con su obligación, que ya es bastante. Hoy en día, a sus casi sesenta años, no siente ni siquiera curiosidad. Pero en este caso en particular todo es más sorprendente que de costumbre: este distinguido profesor jubilado, que parece ser el jefe de este pequeño grupo, contrasta con el huevón de jersey de pico que se llama Bernardo y que tiene pinta de sarasa. Ambos, a su vez, contrastan con los dos jóvenes médicos traumatólogos que son los dos que únicamente se muestran consternados. El comisario ha visto miles de veces a los grupos de amigos o parientes de personas accidentadas o muertas y sabe que el dolor se dice y se expresa de muchas maneras, algunas tan distintas y extrañas de lo que cabría esperar, que no parecen contener dolor ninguno. Sus propias reacciones ante la muerte violenta después de tantos años de verla con sus propios ojos le han vuelto insensible en parte. Como ver un hermoso animal en una cacería, un venado muerto a balazos, vencido en tierra. El comisario, viendo eso, ha tenido con frecuencia un sentimiento de pesar. Siente ahora lo mismo ante el cadáver de Héctor. Pero se ha acostumbrado a distanciarse emocionalmente de estos cuerpos. Se siente superior y capaz de controlar la situación cuando, ante un terrible espectáculo como este de esta noche, siente que no siente nada. A cambio le gustaría saber qué relación guardan estos cuatro personajes entre sí y con el difunto. La relación de la madre drogata con su hijo está clara. Si la hipótesis de que el difunto Eduardo fue víctima del difunto Héctor resultara correcta al final, le gustaría saber qué responsabilidad les cabe a estos cuatro en el asunto, si pueden ser considerados sospechosos o cómplices en algún sentido.
Allí mismo los cuatro, que acaban de reconocer que el cadáver de la adyacente habitación congelada es el Héctor que los cuatro conocían, admiten conocerse entre sí. El comisario los encuentra una vez más, viéndolos juntos, un grupo extraño. Es una suerte que el comisario, que es, como suele decirse, un buen profesional, no sea sensible a los matices. Al admitir los cuatro que conocían a Héctor, les ha preguntado si conocían también a Eduardo, la presunta víctima de Héctor. Los cuatro niegan conocer a Eduardo. Lo cual es verdad. El comisario percibe en los cuatro una cierta dosis de reserva que no acaba de poder atribuir al hecho, traumático para cualquiera, de tener que identificar a un amigo en el depósito de cadáveres. Hay también una cierta reticencia. Y el comisario tiene la impresión de que —al menos por parte de Román— hay un positivo rechazo a dar explicaciones. Pero, por supuesto, casi todo el mundo se comporta así con la policía. Elena ha explicado que Héctor, que era periodista, ha sido el último año inquilino de Román. Bernardo ha aprovechado para decir que también él es inquilino de Román. Elena, que se ha constituido en portavoz de los cuatro, ha explicado que Héctor trabajaba en un periódico por un sueldo modestísimo, lo habitual hoy en día, aproximadamente la mitad del salario mínimo interprofesional. La voz de Elena explicando esto viene a ser como un bastón, o, mejor aún, un quitamiedos en un paso de montaña. Uno no se apoya del todo en el bastón ni tampoco en la ligera barandilla del paso de montaña, pero el hecho de verla ahí impide que la atención se nos vaya irremediablemente a nuestra cojera o al abismo. El bastón previene el cojear de la misma manera que la ligera barandilla nos previene del vértigo. La voz de Elena, sin embargo, no puede detenerse más tiempo en la enumeración de datos que el comisario ya conoce de sobra. El comisario acaba de preguntar si les constaba que Héctor fuese homosexual o chapero, cosa que no les consta a ninguno, lo cual es inexacto. No, desde luego que no —ha declarado Elena—. El comisario les contempla pensativo como si al hacerlo, sin añadir nada más, tuviese una noción superficial y verosímil de que es muy posible que Héctor mantuviese una relación secreta con el difunto Eduardo. Todo el mundo mantiene relaciones de un tipo u otro que no revela a sus amistades, sean o no inocentes esas relaciones. Elena piensa que debería declarar que en los últimos tiempos Héctor se había hecho cargo del pago del alquiler de Bernardo: una cifra no muy alta pero sin duda fuera de las posibilidades del chico. Pero no lo ha contado. Si lo contara, envolvería a todos en una gran complicación. Al no revelar este dato trivial, todos a la vez dan mentalmente un paso atrás, se retraen. Viene a ser como si negaran conocer de hecho a Héctor.
Una nueva desolación ha sobrevenido ahora a la desolación del pasado. La naturalidad con que se entrecruzan ambas desolaciones da idea de lo solitario que anduvo siempre Héctor por la vida. Pero la antigua soledad del niño y del adolescente, su vida solitaria, se agudiza ahora (a ojos, al menos, de un espectador que fuese capaz de verlo todo a la vez) bajo esta nueva dimensión del miedo de los cuatro a reconocerle del todo ante la policía. Aquí, sobre todo, Román y Bernardo, cada uno desde su responsabilidad individual con el chico, desde su grado propio de proximidad con él, son los más culpables. Pero Román no puede sentirse culpable —aunque sí que se siente sumamente apenado— porque nada de lo que le ha pasado a Héctor le ha pasado por culpa de Román. Héctor se alejó de Román como se alejan las personas unas de otras, casi con la misma fácil accidentalidad con que apareció en su vida. Hay, sí, este hecho equívoco de que Héctor pagara la renta que debía Bernardo. Pero esto no puede ser mencionado, Román sabe que no, porque sería dar a conocer al comisario que hay en toda esta historia un trasfondo que resulta, cuando menos, incómodo para Román. Y no puede Román tampoco —resultaría grotesco— denunciar ahora a Bernardo por un delito que este cometió más de una década atrás, un delito que Bernardo negaría envolviéndolos a todos en un desagradable dime y direte. Lo menos desagradable es decir lo menos posible y asumir que en el fondo ninguno conocía bien a Héctor ni le quiso demasiado ni siente que, una vez muerto, sea un muerto más personal que cualquier otro.
¿Sería verosímil que Bernardo de pronto diera un paso adelante y reconociera su especial relación con Héctor ante el comisario jefe? Si se examina con cierto detalle esta posibilidad vemos que si Bernardo efectivamente de pronto dijera: yo quise a este chico, fui su amante cuando era casi un niño y he venido siéndolo a lo largo de estos años, yo soy el propietario, el heredero exclusivo de esta muerte, el significado de esta muerte me pertenece a mí, yo soy el propietario del significado de la muerte de Héctor, el propietario del significado de sus restos mortales. Yo soy el monstruo. Si dijera esto, de inmediato el comisario retendría a Bernardo para interrogarle en comisaría y la muerte del muchacho cambiaría de significación. De pronto volvería a ser vigente el problema de si era chapero o no, de si robó o quiso robar a Eduardo o no, de si fue una víctima de Bernardo o también de Román. Pero Bernardo no dará un paso al frente y no revelará nada, por una razón trivialmente metafísica, aburridamente posmoderna, a saber: para no ser un sujeto sustancial, fijo, que de pronto, mediante esta declaración tiene que dejar de patinar y de deslizarse. Y darse a conocer. Y llegar a ser una sola cosa. Mientras no hay yo sustancial, solo hay deslizamientos de unas significaciones en otras y la muerte de Héctor y su propio crimen son insustanciales ambos, irrelevantes dentro del sistema caótico del mundo. Una millonésima parte del caos del mundo yace ahora destazada en la habitación contigua del tanatorio.
El comisario no se cree del todo estos relatos reticentes, pero no tiene de momento más opción que dar por supuesto que Héctor vivía una doble vida y que en un arrebato de furia mató a Eduardo, un conocido personaje de los ambientes gays de Madrid. El caso no es sorprendente. Ni la furia tampoco. El comisario, por cierto, ha oído en alguna parte estos últimos tiempos que la furia no es meramente el fruto de una frustración reprimida que de pronto explota, sino que es una pasión de la cual puede hacerse un uso constructivo. Esta idea le ha parecido difusa e interesante al comisario, que se precia de ser un poco un filósofo, en esa línea, anticuada, a la española, del refranero y el Séneca.
Pero el comisario no tiene de momento nada que añadir. Todo el asunto le parece sospechoso, pero a la vez insustancial. Decide que pasará el expediente entero a un subalterno que comprobará los detalles de todo ello. Se despide brevemente de los cuatro y sale. Los cuatro salen a la calle, la calle sin bachear de detrás de la Facultad de Medicina de la Complutense. Arriba están los pinos del terraplén que lleva a los colegios mayores y al Clínico. Es la madrugada otoñal. No se hablan entre sí. Román, Eugenio y Elena han venido en el coche de Elena, que han dejado junto a la puerta del tanatorio. Bernardo, por lo visto, vino en taxi. Y ahora, con ese tono suave tan suyo, pregunta si pueden acercarle a Madrid. Es, dentro de lo que cabe, una pregunta discreta, puesto que, de momento al menos, Bernardo y Román van a la misma dirección, así que preguntar si pueden acercarle a Madrid es un modo delicado de decirles que no desea imponerles su presencia más de lo necesario. Una manera indirecta, sin embargo, de decirles también que él, Bernardo, está muy lejos de sentirse ahora acongojado o culpable de un modo especial por lo ocurrido. Al fin y al cabo, ninguno de los tres podría inculparle en la muerte de Héctor. Bernardo prefiere, esta madrugada, estudiar las reacciones de estos tres personajes a quienes le unió momentáneamente un vínculo provisional, un alquiler, a consecuencia de otro vínculo, el de Héctor, que, en cambio, no fue provisional, pero tampoco sempiterno. Nadie en sus cabales se empeñaría ahora en invocar trascendencia alguna. La memoria, sin embargo, inmediata, de Bernardo, su citomanía impenitente, musita: «Rex tremendae majestatis,/ qui salvandos salvas gratis, / salva me, fons pietatis. / Recordare, Jesu pie, / quod sum causa tuae viae: / ne me perdas illa die». Se le cuela memoria abajo, sin detenerse, el sonsonete de la célebre secuencia de la misa ordinaria de difuntos, embriagándole un poco como un vino blanco, un verdejo guasón: le gustaría a Bernardo, desde luego, tener un aparte ahora con Román, irse andando los dos a pie por la Ciudad Universitaria vacía y, subiendo por el camino del tranvía, pasar delante de Navales y de la capilla del padre Sopeña hacia Moncloa, debatiendo acerca de este fulgor intransitivo que acompaña en el corazón de Bernardo la experiencia del suicidio de quien fue su joven amante, con quien durante años conversó dulcemente, cuyo pelo acariciaba, y que ahora es, también, como un sabor ligero, diluido, que se cuela memoria abajo, hacia atrás, hacia el fresco olvido, como un amanecer de otoño nublado, hipotética aún la luz del sol y la significación de nuestras vidas.
¿Cómo van a adivinar este último pensamiento perverso Román o Eugenio o Elena? Evitarán llanamente al patán mientras crece en ellos la conciencia dolorida de que su cobardía, su insensibilidad o su impotencia jugaron a favor de la afrenta de Bernardo.