El trompazo de Eduardo con la cabeza partida cayéndose de bruces sobre la mesa no es lo único que Héctor recuerda: recuerda la totalidad simultánea de su acto brutal y toda la sala entera a la indirecta luz de las elegantes pantallas de mesa, los valiosos objetos de las estanterías de Eduardo, que destellan con el apagado destello de las antigüedades. Simultaneidad implica, sobre todo, el fogonazo de un dilatado ahora que circula velozmente desde el acto irreversible al terror, y al revés. Tan irreversible es lo sucedido que Héctor tiene la sensación de haberse quedado paralizado de pie en mitad de la estancia. Esto último es, sin embargo, una falsa impresión, una mera imagen recordada que Héctor retiene en su conciencia mientras se dirige hacia la puerta de la sala, atraviesa el vestíbulo, abre la puerta principal, la cierra, baja las escaleras, pulsa el timbre del portal, sale del portal y se sienta en un banco de esa misma acera. El sentarse es tan quedar paralizado como el contemplar atónito la escena de la sala con el cuerpo de trapo de Eduardo con la cabeza reventada. Ahora no le queda rastro alguno de ebriedad —una ebriedad que no llegó a serlo—, solo la mareante impresión de haber sido humillado, de estar siendo culpable, de estar dando rienda suelta a su instinto de violencia y muerte. Irreversible, ahora, es todo. Irreversible es su culpa.
Héctor nunca llegó a creer que —como repetía Bernardo con frecuencia— no exista un yo sustancial al fondo de uno mismo. Por eso ahora no tiene escapatoria ninguna: sabe que acaba de matar a Eduardo y que es culpable.
La noción de un yo personal no era para Héctor una convicción filosófica: venía del antiguo deseo de Héctor de dar con una figura poderosa, un padre eterno, un padre-madre, una madre-padre. Esto era nostalgia. Y la insustancialidad de las personas que le rodearon a lo largo de su vida no produjo en Héctor sentimiento de evidencia ninguno en contra de la tesis, la idea de que existe un yo individual y concreto en cada uno de nosotros y que esa conciencia es responsable de cada uno de sus actos, responsable del crimen y merecedora del castigo. La verdad es que por más que Bernardo afirmase lo contrario una y otra vez, él mismo, Bernardo, daba la impresión de ser un yo sustancial. Siempre invitó a Héctor a apoyarse en él a la vez que le animaba a lo contrario: resbala, Héctor, como yo mismo, y no te apoyes en mí porque no hay nada. La necesidad de creer en Bernardo, de apoyarse en Bernardo, de tratarle como figura heroica, había llevado a Héctor a negar todas las numerosas evidencias que a lo largo de los años le habían ido mostrando lo contrario: que Bernardo era en realidad el hombre medio sensual y que la gracia de su vida consistía en la concupiscencia de los ojos, en la concupiscencia de la carne. Aquella imagen sustancial de Bernardo, sin embargo, había comenzado a deshacerse al compararle con Román. Por esas fechas descubrió Héctor que Bernardo coqueteaba y fornicaba, más o menos a escondidas (sin esconderse, por lo demás, gran cosa), con todos los chavales de su grupo que se ponían a tiro. Descubrió que, más que pandillas, todos ellos formaban un grupo o grupos de autoapoyo y secreteo. En realidad el mentado gabinete de psicoterapia era poco más que eso: puesto que no hay yo sustancial ni instituciones inmaculadas, hagamos de la propia insustancialidad y de la mácula una red cambiante y deslizante y flexible que nos acoja mientras resbalamos, nos deslizamos, chismorreamos, caemos y nos levantamos en un inútil esfuerzo por ser nadie.
El Metro no entra deprisa en las estaciones, sino, rebajada la velocidad, frenado. Silba la soledad insignificante. Silba la furia blanca de la muerte. Se amontona la gente en los andenes a esa hora punta del atardecer de otoño. Silba la furia blanca de la mala suerte de Héctor. Y también silba su voluntad firme de no echarse atrás y de cargar del todo con su crimen, con su culpa, su castigo. Puede verse el guiñapo todavía ensangrentado, el sudario de su trenca ensangrentada. El tren entero le pasó por encima como una amante, destazó el tronco de ambas piernas, la cabeza del tronco. En Alonso Martínez se tiró al Metro Héctor, como es lógico.