Héctor recuerda esta tarde de otoño aquel viaje a Málaga y luego en autobús a Almuñécar a pasar un fin de semana en casa de un amigo de Bernardo que Héctor no conocía. Y la noche del 15 de agosto, los fuegos artificiales. Héctor recuerda el salto atrás que fue para él aquel esperar en la playa, en un corro variopinto de gente que él no conocía y Bernardo sí, a que sonaran bastante tiempo después de lo esperado los tres primeros truenos de aviso. No habían cenado y compraron un shawarma en un moro. Héctor recuerda que se sentaron en la zona prohibida más allá de las cintas de la policía, en un extremo del paseo que por seguridad había acotado el ayuntamiento. Vinieron un policía nacional y un bombero a echarles amablemente. Es que nosotros somos familia de los coheteros —dijo Bernardo—. Cosa que era mentira. Y preguntó el bombero pero ¿quiénes son familia, todos ustedes? Yo conozco a estos coheteros y además da igual, se tienen que quitar porque aquí corren peligro. Héctor recuerda la calidez tumultuosa de aquella situación. La gente que iba entremetiéndose, unos grupos en otros en dirección a la playa. La arena de la playa era gris y pedregosa. Alguna gente llevaba sillitas. Los padres llevaban a los niños a corrumbillos y los críos se estiraban hacia atrás hasta tocar con la cabeza la espalda de su padre. Era una escena desordenada y municipal, veraniega, cálida, festiva. Unos grupos informaban a otros de que iba la barca de la Virgen bordeando los peñones. Y desde la orilla podía verse el esquema lumínico de la Virgen desplazándose en la negrura de la noche y las aguas. Héctor se sintió de pronto esa noche parte de un grupo de personas anónimas, envuelto por las conversaciones insignificantes, arropado por el gentío que venía a ver los fuegos artificiales. Se sintió parte de una comunidad festiva que le acogía identificándole junto con los demás sin reconocerle como individuo en concreto. Le pareció que aquella fiesta del quince de agosto interrelacionaba a todos los participantes dotando al acto de reunirse aquel quince de agosto de un sentido moral. Y de pronto a todo ello se añadía la expectación y la inocencia otra vez. El cuándo irá a empezar: ¿empieza ya o no? Y el ¿a qué hora empieza? Una impaciencia que no contenía ni un miligramo de impaciencia, cansancio o hastío, sino que era parte de la excitación. Y se oía decir: hasta que no apaguen las luces de los peñones no empiezan los fuegos.
—¿Y quién apaga las luces de los peñones, Bernardo? —preguntó Héctor.
—El ayuntamiento —contestó Bernardo.
Eso fueron los buenos tiempos. Todavía no se había roto entre Bernardo y Héctor el cordón umbilical del apego inicial. Este apego no había sido obsesivo: había sido compatible con el mutuo alejamiento, condistanciamientos más o menos prolongados, viajes, novias de Héctor: Héctor había llegado a creer que lo sucedido —con su duración de un par de cursos o tres incluida— había sido parte de un ritual de paso, una especie de novatada y que en lo esencial Bernardo y él se fiaban el uno del otro y se eran fieles el uno al otro.
Lo de Román fue en parte una broma pesada inventada entre los dos. Héctor está ahora mismo en los bulevares. Va andando hacia donde ha quedado con Eduardo, un bareto de Chueca. Se para en medio de la calle escandalizado por lo que acaba de pensar: escandalizado de haber pensado, de haber declarado que introducir a Bernardo en casa de Román fue el fruto de una simple mala follá. No hay simples o ingenuas o inocentes malas follas. Todas forman parte de la toxicidad ambiente, el mundo tóxico e incomunicante que Héctor, como todos los demás, respira día tras día en las redacciones, en los bares, en las calles. Y ahora también en los guetos de la teoría torcida. Ahora se ha internado en esta vaina necia y… ¿cómo decirlo? Viciada. El vicio es un amor al fracaso. Y Héctor respira ahora en el elemento infernal del amor al fracaso que se expresa en este su ir en busca, una tarde más, de Eduardo. ¡Ojalá hubiese tenido la intención de robarle por robarle! ¡Ojalá Héctor fuese un ladrón! Un compañero le contó una vez que él era un ladrón y que se sentía un ladrón. Y que una vez había estado en la cárcel de Soto del Real por ladrón, no por camello ni por drogata. Y era verdad, estaba allí por carterista. Héctor recuerda que le contó cómo era ser carterista en el Metro de Madrid y cómo se podía dar un ligero golpe a la persona en la aglomeración y quitarle la cartera. Héctor tuvo al oír contar aquello una claridad narrativa equivalente a la claridad del acto de robar. Para sobrevivir hay que robar, aquel chico lo tenía claro. Pero ahora Héctor piensa que para sobrevivir tiene que enredarse en una historia lacrimosa y erótica. Es como si su cabeza estuviese atestada ahora de opciones contradictorias: hacerse cargo de las deudas de Bernardo (que es un absurdo) y justificar ante Román a Bernardo (lo cual es aún más absurdo). Desvalijar a Eduardo y a la vez compadecerse. Compadecerse a sí mismo y a la vez aborrecerse a sí mismo. Detestarse físicamente y no poder evitar sentirse halagado cuando alguien, una mujer o un hombre, le hablaba de su atractivo físico. No saber realmente quién quiere ser de aquí a mañana. Sucede que toda esta integral de emociones encontradas ha florecido recientemente. Quizá sea todo ello flor de un día. Era desde luego reflexión muy reciente originada al poner en comunicación dos mundos: el de Bernardo y el de Román. Uno de los cuales, el de Román, Héctor había descubierto por pura casualidad. No contaba con que Román accediera tan fácilmente a ser entrevistado y, desde luego, no contaba con que la relación siguiera más allá de la instantánea emoción de la entrevista. Por un momento Héctor tuvo la impresión de que, gracias a Román, Bernardo había vuelto a interesarse por él. Le había querido poseer otra vez, esta vez mentalmente: dirigir sus ocurrencias, dirigir su intención hacia la guasa, tomarle el pelo a Román a espaldas de Román. Nada ahora ya, una vez que la dinámica de esta comparativa entre Bernardo y Román se puso en marcha, nada ahora tenía importancia: ni su laboreo mal pagado de periodista, ni su, quizá ingenuo, amor a la sabiduría: todo había vuelto a ser baboso otra vez, metaestable, como en la adolescencia. Igual que entonces, también ahora, sintiéndose precario, de más, incapaz de hacerse valer: era un sentimiento invasor esta tarde: este sentimiento de no saber cuánto valgo y de ser incapaz de evaluarme yo mismo y decirme esto valgo, esto soy. La ira repentina le hizo caminar más deprisa. Durante un instante la ira le hizo sentirse mejorado. Cuando llegó al bareto de Chueca Eduardo se puso de pie alborozado. ¡Pobre hombre! —pensó Héctor sintiéndose innoble—. Y a la vez pensó: me sentaré con Eduardo y beberé una cerveza o dos, daré conversación, escucharé sus historias. Le dejaré que disfrute dejándose ver con un chico guapo. En este bareto todos le conocen. Dejaré a Eduardo en paz. Y yo mismo me dejaré en paz a mí mismo y no me torturaré pensando que no soy absolutamente nada ni lo he sido nunca, que no valgo nada. No pensaré esta noche que no he logrado nada ni lograré nada nunca. Pensaré, al contrario, que soy un chaval guapo y que este buen hombre, este inteligente personaje, está pasando una tarde agradable conmigo. Seré bueno. No seré innoble.
—Desde muy temprano —declara Eduardo— he estado pensando en cómo sería este encuentro. No estoy exagerando nada.
—Pues hombre, lo siento, sería mejor que no lo pensaras tanto y no le dieras vueltas. Nos vemos, pues nos vemos. Que te haga tanta ilusión es ridículo —dice Héctor secamente sin mirar a su interlocutor.
—Quizá yo soy un viejo ridículo. Pero estoy siendo sincero, ¿preferirías que fingiera que me da igual verte que no?
—Estoy diciendo, Eduardo, lo que ya hablamos el otro día: que me siento incómodo cuando me dicen esas cosas, me cohíben. Haces que me sienta una especie de objeto, un chico objeto. En lugar de sentirme halagado y contento, pensando que soy súper guapo, que es lo que tú me dices, me siento desubicado y desterrado de cualquier clase de comunidad natural, de mi familia, que no tengo, del vecindario, de la ciudad o de la tribu. Al declarar todas esas emociones crees que me dices un piropo pero en realidad estás segregando una película traslúcida en torno mío, me estás volviendo extraterrestre, un líquido gelatinoso me envuelve, puedo pellizcarme las manos o la cara y sentir cómo se separa de mi propio yo, al oírte decir que estás pensando en este encuentro desde por la mañana, y precisamente cuanto más sincero seas, y yo creo que eres sincero, más extraño haces que me sienta, un pastiche, un montaje que tú elaboras velozmente a partir de esa tribu a la que perteneces, tú, no yo, esa tribu gay que me mira con voracidad o nos mira con voracidad mientras hablamos. Ahora estoy siendo yo sincero, Eduardo.
—Eso me gusta mucho, Héctor, que seas sincero conmigo.
—No creo que te guste tanto, la verdad. Creo que tú sí eres sincero, pero también creo que en el fondo te horrorizaría o te horroriza ya que yo fuese de verdad sincero, te dijese lo que de verdad siento o dejo de sentir por ti: creo que juegas conmigo, Eduardo, la verdad. Soy un chico juguete, soy un pin-up boy para ti.
Se ha señalado que la secularización suprimió de la sexualidad lo que tenía de pecaminoso pero que a cambio se ha vuelto portadora de un secreto peligroso, de una verdad oculta, en cada uno de nosotros mismos. Esto viene a ser lo que rumia Héctor esta tarde. Es curioso que sea ahora, tan tardíamente, cuando la sexualidad le parece sospechosa. Es como si su experiencia sexual prematura y todo el insatisfactorio erotismo que vino después hubiera sucedido a su espalda: ahora repetida en esta dulce tarde de otoño, en medio de esta fratría del bareto, que le recuerda la fratría anónima de los fuegos artificiales, la comunidad, añorada y perdida para siempre. ¿Cómo puede ahora añorar Héctor lo que nunca tuvo? ¿Podemos sentir añoranza de la experiencia amorosa que nos fue siempre negada? ¿Se puede sentir añoranza de lo no vivido? ¿Se puede sentir nostalgia de la posibilidad? Sin duda se puede sentir temor a la posibilidad, pero ¿se puede sentir nostalgia de una posibilidad de una nostalgia que jamás fue posible para nosotros? Héctor de pronto cree que sí. Han pedido los dos un gin-tonic. Están en el segundo gin-tonic. Héctor, taciturno, casi ha olvidado a su acompañante.
—Penny for your thoughts. Añadiré —dice Eduardo— un texto expresivo un poco cursi, pero que pega en este caso: «Me gustas cuando callas porque estás como ausente».
—¿Quieres decir que estoy más mona calladita?
—No he querido decir eso.
—¿Por qué no nos vamos? —Como tú quieras.
En el momento en que los dos se levantan tras apurar sus bebidas, Héctor se da cuenta de que ha cometido una gran equivocación. El bareto les amparaba: la comunidad gay, por artificial y absurda que parezca, les contenía aunque solo fuera superficialmente, les alojaba en su seno equívoco, en su bienestar campechano, provinciano, mini transgresor hoy en día, reasegurado, a diferencia de la calle y los automóviles de lujo y el dinero y el intercambio comercial entre viejos y jóvenes. Todo lo incalculable estaba fuera: the truth is out there. La verdad es interior como el tiempo. Héctor sabe que lo verdadero y lo falso intercambian papeles ahora en su conciencia: lo inauténtico y lo auténtico: el no poder creer que alguien le amaba (excepción hecha de Bernardo) y el creer a pies juntillas que cualquiera le amaba. Todo el mundo le deseaba aquella tarde de otoño a la salida del bareto de Chueca: se sintió, sin embargo, in-deseado, el indeseado, el jovenzuelo equívoco que jamás lograría distenderse y desanudarse y correr los 1500 y hacer una marca razonable.
—Tal y como estoy ahora, Eduardo, si corriera los diez mil en cualquier carrera popular madrileña, entraría de los últimos, y encima, les gustaría a las chicas. Eso es lo más cutre de todo, que encima, a la vez que llego de los últimos, les gusto a las chicas. Las mujeres tragan todo. Pero hoy en día, además de tragarlo todo, te ignoran, te vuelven insignificante, ellas son significativas y nosotros sus objetos. De esto tú, pobre Eduardo, no sabes nada.
Habían llegado al coche, el Mercedes SLK 350. La erótica del consumo. La nadería. El erotismo como nadería. Héctor sintió que tenía que ser justo con Eduardo. Tan injusto había sido todo el mundo con él mismo, que él tenía la impresión ahora —como si fuera a morirse dentro de un rato, la próxima hora— de que tenía que ser justo con aquel pobre hombre que obviamente le seguía fascinado como un perrito faldero.
—No tienes por qué parecer un perro faldero, Eduardo, yo no soy nadie: tus ojos de adoración o bien me falsifican o bien te falsifican a ti mismo. Todo esto es absurdo. Si yo fuera el tipo noble que quisiera ser, te dejaría y me iría ahora calle abajo…
—Pero no lo harás, no te irás, no lo hagas, por favor. O sea, podemos hacer lo mismo que otras veces…
—Lo mismo que otras veces quiere decir ¿cuánto? ¿Cuánto me vas a dar por lo que hagamos? Por cierto, hagamos lo que hagamos, es precio único, seis mil euros en mano.
—No me está sentando muy bien tanto gin-tonic —balbuceó Eduardo—, a mi edad se nos sube demasiado deprisa el alcohol a la circunvolución cerebral. Se pierde pie.
—Mejor que pierdas pie. Aquí no atina nadie. En la devanadera de este alboroto cualquiera es un blanco perfecto, cualquiera hace de muerto.
—Como en una guerra, quieres decir —dijo Eduardo—, las balas perdidas.
—Justo. Eso es justo lo que quiero decir. Cualquiera de los dos puede acabar muerto. Una ruleta rusa, como en la peli aquella El cazador.
— I love you baby, recuerdo la canción y la película.
—Estoy tenso esta noche, estoy muy incómodo contigo.
Están ya los dos dentro del coche. Es evidente que nada de lo que Héctor diga va a poder Eduardo tomarlo del todo en serio. Es cierto que ha bebido un gin-tonic de más y ya circula por los canales momentáneamente alegres de la ginebra y el deseo tardío. Es un hábil conductor, sin embargo, y, aunque no pasaría el test de alcoholemia ahora mismo, conduce con pericia hasta su casa. La ilusión más característica de esta semiebriedad, en una relación como la de Héctor y Eduardo, es la de que Héctor está disfrutando mucho con todo ello: la euforia consiste en este caso en creer que los dos sienten lo mismo. Eduardo siente un bienestar momentáneo, Héctor está muy confuso y muy nervioso porque se siente empujado hacia este papel, inverosímil, de mantenido o de chapero, que él mismo, sin embargo, se ha buscado. No solo en la primera ocasión para sacar lo de la renta, sino también en una segunda y una tercera —que es a lo que Eduardo se refiere— llamándole por teléfono, y dejándose llevar al erotismo impracticable de este personaje. Este erotismo es impracticable porque todo lo que Eduardo haga o diga va a recordar a Héctor lo que ocurrió entre Bernardo y él hace años, solo que ahora, en esta transparencia, lo que está sucediendo y lo sucedido se contagian mutuamente de insatisfacción.
Se han instalado en el cuarto de estar de Eduardo.
—Lo siento, no puedo hacer nada contigo —dice Héctor—, no siento ninguna clase de respuesta a tus caricias
, ninguna clase de reacción, es como si me hubiera quedado dormido y no sintiera la presión del mundo exterior nada más que mediante equivalentes oníricos.
—Esto se arregla con una buena copa, una copa más.
Y le sirve en un bonito vaso un whisky con hielo. El olor dulzón del whisky marea a Héctor, que bebe de un trago todo el contenido del vaso. Desea perder la conciencia. También desea herir a Eduardo. En la giratoria unidad onírica, Héctor se siente atrapado, está atrapado en un agujero estrecho como el interior de una tumba, como dentro de una tubería, como aquella vez que le metieron en una pileta de agua cogido por los pies en la finca del abuelo hace muchísimos años y tenía que meter el brazo por uno de los conductos de la pileta y tirar del tapón de saco que se había atorado e impedía el curso del agua. Se siente agredido, tiene que defenderse.
—Te has confundido conmigo, tío, yo no soy lo que tú crees.
—Yo creo que eres un buen muchacho, creo que tienes buen corazón. Y lo has demostrado, además, viniendo a verme varias veces. Cada vez que me llamas brillan las calles de Madrid de otra manera y el banderón de la Plaza de Colón ondea sin cesar con los vientos alisios de la alegría porque tú me has llamado.
—Eres ridículo, eres un monstruoso viejo marica, un gnomo inmundo. Eres incapaz de entender nada, solo entiendes tu minúscula vida y la de tus amigos del bareto. ¿Qué eres tú? A ver, dilo, ¿por qué tienes tanto dinero? ¿Qué vendes?…
—La verdad es que vender es lo que mejor hago.
—Hijoputa anticuario, todos los anticuarios que conozco sois maricas.
—¿Por qué usas ese lenguaje conmigo? ¿Por qué me clasificas tan horriblemente? ¿Por qué clasificas tan horriblemente una relación que creí que te gustaba? Ya sé que soy muy mayor. Pero creí que te gustaba estar conmigo, no por el sexo, ya sé que no.
—Tú me has confundido por un puto gerontofilíaco.
—Ten misericordia de mí.
—Es, Eduardo, como si desearas la muerte. Muy, por cierto, amariconado esto de la muerte. Todos lo tenéis igual, ya Freud lo estudió al detalle: el amor y la muerte es parte esencial de lo torcido vuestro, la teoría torcida, yo estoy fuera, yo iba en medio de vosotros pero no soy uno de vosotros, ¿qué te crees?
—Creo que no me está sentando muy bien el alcohol esta tarde: hay una… ¿Te acuerdas de las eras y los trillos? ¿Te acuerdas de cómo es un trillo?
—No sé de qué hablas.
—Los trillos, las eras… Cuando yo era niño, en aquella tierra reseca del secano, de los áridos, un entretenimiento, el único entretenimiento, la segunda mejor diversión era ir a la era, las eras, decíamos, porque había varias eras en el pueblo aunque nosotros teníamos una para nosotros solos arriba en la finca, y el mejor entretenimiento, el segundo mejor o quizá el primero mejor… como ves, la ginebra va y viene en mi cabeza como una bolita de mercurio, en fin, en la era se ponía sobre el trillo una piedra enorme y se enganchaba a una mula y se daban vueltas y vueltas y vueltas sobre el bálago, trillando de ese modo el trigo, la cebada y la avena. Y nosotros, que éramos muy chicos, saltábamos del bálago al trillo y dábamos vueltas y vueltas y nos sentíamos parte de todo aquel quehacer, de la trilla en los veranos que nunca se acababan. Era aquel tiempo que nunca se acababa. Ahora también es así cuando estoy contigo, Héctor. Este es un otoño de la siembra que no se acaba…
—Lo guay ahora sería que con este cabezón de bronce que aquí tienes, este efebo, te diera tal trompazo que te desnucara de un solo golpe y se acabó. Pillaría lo que pudiese de esta casa, lo que hubiese, seguro que hay lo que pillar y mucho, en metálico y vería la brecha de tu cabeza sangrar con la dulzura del goteo como en el riego por goteo con el que ahora se riegan los frutales en las viejas dehesillas de la niñez… ¿qué tienes que decir, viejo estúpido? Gnomo estúpido…
—Hombre, Héctor, solo un recuerdo literario: «Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes». Tu niñez, la tuya, ahora, fábula de fuentes.
En estas semanas, como avalista de Bernardo ante Román, Héctor se ha adentrado mucho en su propia historia: no es una fábula de fuentes. Es hiriente oír eso: es el absurdo de una orfandad remediada solo por el apego a su violador. Por extraño que parezca, Héctor no se había preocupado hasta ese momento de examinar al detalle la vida de Bernardo. Repetía lo de siempre: Bernardo es sin porqué. Pero, también, la compañía de Román le ha hecho ver otro tipo de relación, que implica menor apego pero que, en cambio, produce réditos intelectuales mayores. Con Román ha aprendido cosas, ha discutido cosas, se ha sentido de igual a igual con Román, no se ha sentido, ante todo, el chaval guapo, el niño bonito, el pobre niño que Bernardo burlonamente le hace sentir a veces. Y, sin embargo, poco a poco, con la intervención de Bernardo, ha vuelto la memoria enviscada, la devanadera de los dos nos queríamos por eso hicimos lo que hicimos, que es, a todas luces, un implante que Bernardo ha efectuado en la conciencia de Héctor. Aquel quererse y aquel apego del principio se diluyó hasta casi desaparecer. Pero sin embargo permaneció en Héctor una voluntad de lealtad a Bernardo: es mi amigo, siempre le seré fiel. Esta clase de decisiones conlleva implícitamente un compromiso por ambas partes. Parece que a la lealtad hay que responder con lealtad, a la fianza hay que corresponder con hacerse digno de la fianza. Héctor sabe que las cosas no son del todo así hoy en día, en estos tiempos de amores líquidos, fluidos, intermitentes, no parece apropiado contar con una correspondencia tal que amor con amor se pague, fidelidad con fidelidad, pero aunque éste no sea el signo de los tiempos sí es un instinto profundo de todas las personas que de verdad aman y se comprometen. Ha descubierto, por ejemplo, que Bernardo es mucho más promiscuo ahora que nunca: el deslizamiento ya no es solo una metáfora de la conciencia contemporánea que sabe que tiene que estar en todas partes a la vez sin demorarse con exceso en ninguna; el deslizarse es también mucho el aquí te pillo aquí te mato, ningún afecto sobrevive a un buen polvo. La recién descubierta promiscuidad de Bernardo ha acabado atacándole los nervios a Héctor. No es que sienta celos, no los siente: lo que siente es que está en marcha un proceso acelerado de devaluación afectiva. Y que esa devaluación le afecta a él mismo en primer lugar en el caso de Bernardo. Y he aquí que esta chapa con Eduardo se entrecruza de pronto en su conciencia con la imagen de Bernardo: una intensa irritación empareja ambos casos. Héctor ha estado perplejo e irritado toda la tarde y ahora la mezcla de la ginebra y el whisky y el ambiente recargado y acomodado de la casa de Eduardo, todo ello dispara su conciencia en un acto unificado de agresión contra Eduardo.
Hay encima de una mesa, junto al sofá donde están sentados, un estatuón de bronce, un efebón, cuyo pedestal cúbico tiene aceradas esquinas. Súbitamente Héctor lo agarra con ambas manos y lo estampa contra la doble nuca de Eduardo-Bernardo. Eduardo cae hacia delante, golpea la mesa de cristal con la frente. El golpe fue tan seco y eficaz que no sangraba apenas. Héctor recuerda solo el sonido seco de cascarse un melón.